"Cuentos para niños en la Candelaria" reúne cinco relatos que reconstuyen episodios que tuvieron lugar en La Candelaria, el centro histórico de Bogotá. En cada uno de ellos hay un giro que cambia la vida de personajes históricos como Miguel Antonio Caro, Gregorio Vásquez, Antonio Ricaurte, Celestino Mutis y Policarpa Salavarrieta.
El libro, escritor por la historiadora Elisa Mújica, encuentra un lenguaje honesto y cercano para acercar a los niños a estos temas que suelen ser pensados para los adultos. Las ilustraciones de cada capítulo estuvieron a cargo de la artista argentina Estefanía Malic. Lean aquí un adelanto del libro.
Un ramo de rosas y una paloma
En los demás cuentos de este libro los héroes alguna vez fueron niños. En este, la heroína alguna vez fue una niña. Lo narro por la siguiente razón: si algo abunda en Colombia son precisamente las heroínas. No solamente las que dan la vida por la libertad de la patria, como Antonia Santos y la Pola. En los hogares hay millones de mujeres admirables como ellas. Sin pedir nada trabajan para mantener a sus hijos y hacerlos felices. No se conceden un minuto de reposo. La mayoría de las veces lo hacen con el apoyo de sus esposos, pero si estos fallan, ellas solas luchan como leonas.
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La Pola no se casó ni tuvo hijos. Sin embargo, se portó como una verdadera mujer. Una mujer verdadera se conoce por una cosa y por ninguna otra: en los momentos más negros y difíciles demuestra con sus obras que la vida vale la pena.
El novio de la Pola se llamaba Alejandro. Ya sé que en los libracos de historia, en todas las páginas en que se le nombra dice: “Alejo Sabaraín y seis compañeros más”. Un niño de primaria me preguntó: “¿Será que se llamaba: Alejo Sabaraín y seis compañeros más?”.
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Lo cierto es que Alejo es el diminutivo de Alejandro y que este es un nombre hermoso y varonil. Quería mucho a la Pola y por su amor dejó el ejército de los españoles y pasó al de los patriotas. La Pola había jurado no amar a un hombre capaz de traicionar a su país.
A Alejo siempre le aconsejaba por su bien. Muchas niñas son así. Les encanta explicar a sus hermanitos cómo deben portarse. Por eso parecen un tanto entrometidas y machaconas. Pero hay que recordar que obran de ese modo para que todo marche como debe ser.
Cuando los españoles apresaron a Alejo, que iba camino de los Llanos de Casanare, y luego a su novia que se había quedado en Santafé, los enamorados volvieron a verse. Lo malo fue que el sitio de reunión era la cárcel. Los realistas habían mandado dividir las aulas del piso bajo del Colegio de Nuestra Señora del Rosario —el de la carrera 6.ª con calle 14 de Santafé de Bogotá, uno de los edificios más queridos y majestuosos de la capital— y acomodar allí a los detenidos.
En esta parte del relato voy a nombrar a La Bordadita. Es la imagen de la Virgen María confeccionada íntegramente por una reina de España. La soberana hacía maravillas con la aguja. Con esta logró más para asegurar el buen recuerdo de España entre nosotros que sus maridos y sus hijos con centenares de leyes y mil batallas.
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(Las leyes de ese tiempo tienen una particularidad muy rara. Son disposiciones que se dictaban pero no se cumplían. En las cabezas de los niños no cabe una barbaridad semejante, pero así era. Consta en los libros de historia. Para solucionar el problema los españoles dictaban nuevas leyes. Y tampoco se llevaban a la práctica).
Naturalmente las cosas marchaban muy mal. Las mujeres no podían hacer nada para remediarlo. Pero a la reina se le ocurrió bordar en una tela de seda la imagen preciosa de la Virgen, y mandárnosla. Todavía la tenemos. Es uno de esos tesoros maravillosos que hay en Santafé.
La Pola, encerrada en la celda que le habían señalado, a la derecha del corredor de entrada del colegio, cerca del arranque de la imponente escalera de piedra, pensaba en la Madre bordadita. No podía rezar en la capilla porque le habían puesto un centinela de vista en la celda. (“Centinela de vista” significa que al escogido para eso le toca mirar todo el tiempo a los presos, sin pestañear siquiera. Es de lo más complicado. Inténtenlo y se darán cuenta).
Tan pronto como la Pola terminaba sus oraciones recordaba a Alejandro. Lo habían metido en una celda cercana a la suya, pero le estaba prohibido verlo.
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Necesitaba acudir a algo que supliera la función de los ojos, en algunos casos un tanto imperfectos. Basta que se interponga cualquier estorbo para que la imagen querida se borre del alcance de nuestra mirada. Pero afortunadamente contamos con otro servidor, el sonido, listo siempre a cumplir órdenes. El metal de la voz (fíjense que aquí la voz se presenta como si fuera una moneda, un metal) se desliza por doquier, invisible, avasallador. Si hablaba a gritos, la Pola conseguía llegar hasta Alejandro.
Repetía el mensaje que le había predicado tanto: cuando alguien no posee la suerte de haber nacido en un país libre, debe trabajar sin descanso para que esa situación cambie.
La novia de Alejandro confiaba en que, gracias al talismán de sus palabras, a él no le faltaría el valor de portarse como un héroe en el momento supremo.
Esa es la razón de que ella, durante el tiempo que estuvo encerrada, no se mordiera la lengua para gritar su verdad a los cuatro vientos. (Son cuatro porque vienen de los cuatro puntos cardinales, ya saben).
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La Pola gritaba hasta quedar ronca. No quería que el pobre Alejo se sintiera solo y se acobardara. De las dos amigas íntimas que la ayudaban, Andrea Ricaurte y Rosita Florida3 , a Andrea le había tocado esconderse a fin de librarse de una prisión como esa.
Pero Rosita, que vivía con su padre en una casa de la carrera 4.ª entre calles 10 y 11, a dos cuadras de la de su amiga —por lo cual se visitaban a menudo—, circulaba tranquilamente por las calles, y fue a visitar a la Pola a la celda del Rosario. De acuerdo con su nombre y apellido, le llevó de regalo un florido ramo de rosas que había cogido en su jardín. A los seres más queridos los obsequiaba así. Le parecía que ella misma se entregaba con el ramo.
En la calle real, cuando iba camino de la cárcel, un señor que se tropezó con ella tuvo el atrevimiento de comentar: ‘’Me parece el colmo de la tontería regalar flores a una mujer condenada por el virrey Sámano a morir el día de mañana”.
Rosita, que tampoco se mordía la lengua, le respondió: “Sepa usted, mi estimado señor, que Dios hizo las flores para que las mujeres y los niños encerrados en cuartos oscuros no sientan miedo”.
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Como además las rosas iban para el Rosario, allá quedaban muy bien. Con las rosas, la celda de la Pola se inundó de colores y perfumes, método muy fino usado por las flores para reemplazar su carencia de voz y de facultad de movimiento y hacer que nos arrope su presencia. La prisionera recobró las fuerzas y habló más recio, para que Alejo la oyera perfectamente. Pero a la llegada de la noche ocurrió lo peor. Con sus trompetas los centinelas tocaron a silencio. El sonido volador enmudeció como un pájaro herido por un golpe. Quedó prohibido hablar fuerte.
Seguramente en esas horas Alejandro echaría de menos la firme y armoniosa voz que no se cansaba de repetirle: los hombres no pueden separar a quienes se aman de veras.
Para ambos, esa era su última noche sobre la tierra. Las lágrimas temblaban en los ojos de la mujer. Entonces un pequeño ruido, como de golpes muy quedos que se atrevían a desafiar al centinela, le llamó la atención. Se empinó y descubrió a una de las palomas que iban a picotear granitos de arroz en el claustro del Rosario.
Se había posado sobre la cornisa y desde ahí la observaba con los ojos severos de esas aves cuando quieren regañar a alguien que no se apresura a hacer lo que ellas esperan.
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Lo mismo que si hubiera recibido una orden, la Pola arrancó una de las rosas del ramillete de su amiga. Luego la pasó delicadamente a través de los barrotes de la ventana, para terminar colocándola en el pico de la paloma, que aguardaba como si supiera lo que iba a suceder.
Enseguida emprendió el vuelo sin soltar la flor. La rosa era blanca. Tan pronto amaneció la prisionera se vistió con un traje de color azul que había terminado de coser exactamente la víspera del día que la apresaron. Para que hiciera juego se cubrió la cabeza con una mantilla del mismo tono. (Yo no invento. El color del vestido y la mantilla lo anotaron un señor de apellido Henao y otro de apellido Arrubla, muy serios y que escribían a cuatro manos).
Quedó tan bonita y elegante que no hubo quien no se emocionara al verla. Uno de los oficiales españoles, al que correspondía nada menos que dar la orden de “¡fuego!”, no se pudo contener y exclamó: “Dios mío, ¡qué bella está!”.
(Un soldado colombiano que allí se encontraba y que, andando el tiempo, fue presidente de la república, el general José Hilario López, lo escribió en sus memorias; se pueden consultar en las bibliotecas públicas).
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Si la heroína gastó tanto tiempo en adornarse fue para que, tan pronto como se asomara Alejo —al que habían sentenciado a entregar la vida al mismo tiempo que ella—, al admirarla por sus encantos, multiplicara el arrojo para afrontar las balas.
Cuando el verdugo la mandó sentar en el banquillo de los reos a fin de que los soldados le dispararan, rehusó colocarse en la posición usada por los hombres, con las piernas separadas y, en medio, el tablón que sirve de asiento.
Aceptaba dirigirse a la eternidad como lo ordenaban sus enemigos, pero sin que nadie olvidara su condición de mujer. Por eso se arrodilló en la parte horizontal del banquillo, para dar la espalda a los fusiles de acuerdo con lo que mandaban, y a la vez proceder como resultaba mejor.
Fue un gesto que la pinta de cuerpo entero. La gente lamenta no contar con un retrato auténtico suyo. Pero ahí está. Más expresivo no puede hallarse. Es el de la mujer que no llora ni se desespera. Busca ayudarnos más en cada momento. A la hora de la muerte, el mejor obsequio consiste en dejarnos un hermoso recuerdo.
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Por desgracia, el escultor que labró la estatua que la representa lo olvidó. La colocó simplemente sentada, con las manos atadas a la espalda. Quizá le costaba demasiado esfuerzo labrarla arrodillada y no quiso trabajar tanto.
(La escultura se levanta en una de las plazoletas de Santafé de Bogotá, carrera 3.ª con calle 19, cerca de la Universidad de los Andes). Desde el banquillo la heroína no alcanzaba a divisar a Alejo. Lo tapaban los cuerpos de los soldados. El sufrimiento por no poder mirarse en el último instante en los ojos claros del amado, la lastimó todavía más de lo que lo harían las balas, ya a punto de atravesarla. Entonces apareció en el cielo la paloma. Llevaba en el pico una rosa. Era roja.
Confundida en el grupo de mujeres que alegaba con la tropa, Rosita Florida explicaba a gritos y por señas que Alejo había recibido la noche anterior una rosa blanca enviada por la Pola. La paloma la depositó en las manos del valiente soldado, y estuvo lista unas horas más tarde para servir de nuevo de mensajera y portar otra rosa, de color rojo como la sangre que los enamorados derramaron por la patria.