Sampuesanas han existido muchas; de ella se han hecho miles pero ninguna como la de Joaco. Y es que para comprender la magia y el encanto de esta melodía, es necesario entender primero al genio detrás del hombre que una tarde cayó bajo el embrujo de las luciérnagas de Sampués y que con su vuelo le marcaron las primeras notas de la que es hoy, su obra maestra. Relatar la historia de Joaquín Betín" no es tarea fácil. Poco o nada se sabe de él con exactitud en los libros de la antología popular, salvo que nació en Octubre de 1920 en un pequeño pueblo ubicado en la sabana sucreña.
Joaquín creció escuchando los sonidos del clarinete de Gregorio y Pedro, sus dos hermanos mayores, y desde entonces ya desarrollaba una terrible admiración por la música de su tierra costeña. Paradójicamente, nunca se interesó por aprender a tocar lo que sus hermanos le inculcaron y que, en medio de su desdén, sabían interpretar desde niños para pasar las tardes. Su temprana pasión por el acordeón comenzó a sus diez años de edad cuando lo escuchó por primera vez en El Blumén, un famoso estadero ubicado detrás de la Iglesia de Sampués. Era Heriberto Villamil quien lo hacía sonar.
Desde aquél entonces y como pudo, decidió aprender a tocar ese raro instrumento de forma autodidacta. Nunca ingresó a los salones de alguna escuela y ante la pobreza que siempre le rodeó en su juventud, le fue imposible tener un acordeón. A los diecisiete, Joaco emprendió un viaje a Medellín a probar suerte, del que acabaría devolviéndose dos años después y trayendo como encargo las desilusiones del camino y los rezagos de un fuerte paludismo. Sin embargo, su vida tenía una alternativa sembrada en la música que multiplicó al ritmo de acordeón, bombo, caja y maracas.
Cuentan sus nietos en medio de la nostalgia, que Ricardo Dajud, un hombre hacendado muy cercano a la familia Betín, le prestó veinticinco pesos. Así entonces, José Joaquín compraría el que sería su primer acordeón y con el que compondría cientos de melodías; en las tardes y en las noches se rebuscaba sus pesos tocando al aire libre en un sitio de amor de primera mano que se hallaba en la casa de Ana Perfecta Galván en el corregimiento de Peralonso, a las afueras de Sampués. Tocaba notas de acordeón y de paso mostraba sus dotes en el dominio del instrumento por cinco centavos. Allí y por esas casualidades de la vida, nació en 1952 la obra musical que le mostró la gloria.
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Era una tarde oscura y marcada por grises nubarrones, de esas tardes raras de Sampués; la casa de Ana Perfecta Galván, el sitio preferido de descanso de los arrieros del pueblo, estaba cerrada. El lugar se hallaba desierto. Ni un alma deambulaba por ahí. A Joaco le cogió la noche en ese paraje y entrada la oscuridad no tuvo más compañía que la de su acordeón, así que decidió sentarse en el corredor que estaba frente al paraje y quedarse allí. Frente a él, en un bello ritual amoroso, luciérnagas y cocuyos se encendían y apagaban, una y otra vez. Curioso frente a lo que sus ojos veían, tomó su instrumento y al ritmo del titilar de las luciérnagas, comenzó a imitarlas. Esa noche nació la Cumbia Sampuesana.
Esta obra musical fue adquirida y grabada por primera vez por el Conjunto Típico Vallenato en los estudios de Discos Fuentes en 1953. Aunque "La Sampuesana" nació sin letra y como obra meramente instrumental, en 1954 Nacho Paredes y Alfredo Gutiérrez, el mismo que le enseñara en su juventud a tocar el acordeón, le agregaron la palabra y el verso definitivo. Desde entonces, la historia y sus años se encargaron de darle trascendencia e importancia a esta cumbia nacida entre luciérnagas.
Esta obra maestra del folclor se internacionalizó por primera vez en 1956, en una película extranjera llamada "Pueblo, Canto y Esperanza". Fue en México donde se grabó la cinta que estuvo dirigida por Alfredo Crevenna, Rogelio González y Julián Soler, y donde los acordes de "La Sampuesana" se juntaron con el celuloide. Años más tarde y en medio del frío, se escuchó en la Academia Sueca el 21 Octubre de 1982, mismo día en que Gabriel García Márquez fue laureado con el Premio Nobel de Literatura; Emiliano Zuleta estuvo a cargo de la ejecución de los acordes de la cumbia vallenata.
La obra maestra de Betín dividió en dos la historia de la cumbia. Antes de su creación, la cumbia era una música de la “gentecita del montón, que se bailaba en establecimientos de mala muerte, en los parajes de tierra caliente” , así relataba el diario El Tiempo para los años cincuenta. Desde entonces, son pocos los colombianos que asumen una pose indiferente cuando escuchan ese fulminante repiquetear de la tambora y guacharaca que le abre camino a la endiablada melodía de un acordeón que el maestro Joaquín Betín sigue considerando como una bendición de Dios que le refresca el alma.