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Gustave Flaubert y el fuego la palabra

A través de sus obras, Gustave Flaubert destacó con ironía y sarcasmo la vulgaridad y la pedantería presentes en la sociedad burguesa de su tiempo, convirtiéndose en uno de los escritores más importantes de la literatura occidental y en el padre de la novela moderna.

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"Lo que me parece bello, lo que me gustaría hacer, es un libro sobre nada, un libro sin ataduras exteriores, que se sostendría por sí mismo gracias a la fuerza interior de su estilo". Esto fue lo que le confesó Gustave Flaubert en una carta a Louise Colet escrita en 1852, y una frase que ya había inmortalizado de forma ampulosa y precisa en "Noviembre", su primera novela publicada diez años atrás cuando apenas tenía 20 años. En esta temprana obra, transgresora y algo irónica, Flaubert explora los sutiles mecanismos de la atracción erótica y los remordimientos provocados por las relaciones adúlteras y el lado pasional de las relaciones humanas, reuniendo en ella su fuerza literaria y su obsesiva preocupación estética del lenguaje, anticipándose así a ser uno de los más grandes literatos de la Europa del siglo XIX y situándose como un puente entre Balzac y Proust.

"Cuando leo a Shakespeare me vuelvo más grande, más inteligente y más puro. Llegado a la cima de una de sus obras, me parece que estoy en una alta montaña: todo desaparece y todo aparece. Ya no se es hombre, se es ojo; surgen horizontes nuevos, las perspectivas se prolongan hasta el infinito". Así seguía escribiéndole el joven en cartas a su amada Colet. Y si se trataba de amores, Gustave sabía distinguir entre la vanidad y el orgullo. En cierta ocasión, Louise le reprochó no destinarle más atención a ella increpándole de arrogante y vanidoso, a lo que Flaubert le responde que la arrogancia no es su fuerte y que tampoco lo es la vanidad, porque por principio se consideraba un ermitaño.

Mientras que Flaubert escribía sobre el orgullo, al que llamaba un oso blanco soberano sobre un tempano de hielo, aseveraba que la vanidad era como un loro que parloteaba de rama en rama escandalosamente buscando atraer las miradas. Curiosamente, Gustave tenía tendido sobre su casa una piel de oso blanco, sobre la cual se tendía a pensar y a escribir, y con la que con cierta sorna admitía el orgullo de parecerse a este animal imposible de acariciar. Quizás de allí, de sus letras, de su estilo y de sus historias, haya algo del espíritu salvaje y huraño del que siempre bebió.

Pero al final de su vida, sentía un gran disgusto al ser especialmente conocido por "Madame Bovary", una novela que, para él, tenía el tema menos sublime de cuantas escribió. “¡Nunca en mi vida he escrito algo más difícil que lo que hago ahora, diálogos triviales!”. “¡Tengo que hacer hablar, en estilo escrito, a gentes de lo más vulgar!”, se lamentaba el escritor ya enfermo en su lecho de muerte.

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Aunque Flaubert fue uno de los escritores más importantes de su tiempo, tras la publicación de “Madame Bovary”, la burguesía provinciana se resintió de que él fuera la máscara de la moral y la decencia religiosa que los retrató en toda su estupidez:, desde Charles Bovary y el pastor de la aldea ficticia de Yonville-l'Abbaye hasta el farmacéutico Homais. Sin embargo, la satisfacción que sintió la sociedad en Rouen fue inmensa cuando fue acusado por primera vez en 1856 después de la primera publicación de su novela, siendo acusado de violar "la moral y la religión". Sin embargo, después del juicio Flaubert se convirtió en un autor de superventas con más de 30.000 copias vendidas.

"Retomaré mi vida plana y tranquila, en la que las frases sean solo aventuras en la que no recoja más flores que metáforas. Escribiré como en el pasado, escribiré por placer, para mí", le escribió a Madame Schlésinger en una de sus cartas. Pero el arte era lo último para Flaubert. A veces le tomaba varias noches escribir una frase o cambiar algunas palabras. "Una frase es viable si se adapta a todas las exigencias de la respiración. Sé que es bueno cuando puedo leerlo en voz alta", decía. El arte le servía como un escudo protector contra las exigencias irrazonables de la realidad y cuyo eterno glamour le hacen un maestro de su tiempo y con el que se considera que nace la modernidad literaria.

Pero por encima de estas novelas se encuentra "L'Éducation sentimentale", la historia moral de Flaubert sobre los hombres de su generación; su novela que hace época, ingeniosa, grandiosa y desilusionante con los numerosos e impresionantes cuadros escénicos y, por último, pero no menos importante, una base autobiográfica. La novela comienza en el vapor del Sena con Frédéric Moreau y Madame Arnoux. El joven Frédéric se las arregla para agarrar su largo pañuelo con las rayas moradas antes de que caiga al agua. La escena se inspira en el bello incidente que tiene lugar en la vida real de un joven Gustave de quince años en una playa de Normandía en 1836, donde encuentra una bata roja con rayas negras que la marea amenaza con arrastrar. Ese albornoz pertenece a Madame Schlésinger, una mujer casada, que es once años mayor que él y de la cual el futuro escritor se enamoró. Ella es "el único amor" de su vida, dirá más tarde en las “Mémoires d´un fou”. El amor de Frédéric por Madame Arnoux, por otro lado, es el único, verdadero, de toda la vida, a pesar de algunas aventuras amorosas.

Las letras compensan la distancia de Flaubert y el rigor de la forma en su literatura. En ellas, Flaubert se desahoga con letras espontáneas, drásticas e inmediatas. Más de tres mil han sobrevivido; en Francia están disponibles en volúmenes en estuches, dispersos, seleccionados en alemán. En el ocaso de su vida, manifiesta en “Bouvard y Pécuchet” su desprecio burgués, incluso al burgués que habitaba en él mismo. En esta obra, Bouvard y Pécuchet son dos enciclopedistas para los que todos sus conocimientos son inútiles, excepto por la idea de que este conocimiento siempre será insuficiente, en realidad no saben nada. Este saber a medias, impregnado de ignorancia y sinsentido, se refleja en las frases vacías que Flaubert recogió en su "Diccionario de lugares comunes" desde 1850 con ideas grandiosas y modismos vacíos con los que el mundo conmemora, luego dos siglos de su nacimiento, que la estupidez sigue siendo universal y que como Flaubert dijo en "Salambó": “escribir es vivir”.