Emily Dickinson fue una de las primeras mujeres reconocidas como poeta. Con el tiempo, el valor de su trabajo ha tomado dimensión y ha ido identificado como uno de los pilares de la poesía como la conocemos hoy. Su obra, más que orbitar sobre un tema en particular, fue un río de curiosidad guiado por la sensibilidad de una mujer solitaria que se embarcó en su propia mente y corazón, para habitar el mundo.
Como consecuencia de una vida al margen, aislada de las dinámicas sociales de las mujeres de su época, Dickinson atravesó buena parte de los sentimientos desde su imaginación. En palabras de Borges: "No hay, que yo sepa, una vida más apasionada y solitaria que la de esa mujer. Prefirió soñar el amor y acaso imaginarlo y tenerlo". La imposibilidad del amor fue una idea literaria para la poeta, quien en algunas de sus cartas escribió para "Maestro", un amante desconocido y según muchas de esas misiva, el origen del dolor de la ruptura, de la pérdida y la traición.
La voz de la poeta vino luego de muchos intentos de desenmarañar su corazón. Primero, como buena lectora, escribió como lo demandaba su época, pero en 1860, un nuevo lenguaje habitó su escritura y lo hizo desde la brevedad, honrando la precisión y volviendo aún más agudas las palabras de Dickinson. A manera de ejercicio primario y experimental, la escritora hace de la metafísica un concepto palpable en su primera serie de poemas que siguen una estructura de ocho o doce versos. Sin embargo, volvería a la intimidad del universo propio que fue su casa y de allí saldrían sus más recordadas piezas poéticas.
Esa idea de la casa como una construcción simbólica del fuero interno de Dickinson, permitió que emergiera una prosa extraña que, a pesar de beber de su experiencia personal, logró descifrar un sentimiento universal, esa incomodidad con la existencia propia y la búsqueda interminable de un lugar en el mundo. El eterno anhelo de pertenecer. De ahí que sus poemas puedan ser leídos en una sola vía: del amante al recuerdo de alguien a quien amó. Un puente que no lleva a nadie más que a su propio corazón vacío.
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Podría decirse que Dickinson habló siempre para ella misma, frente a una hoja en blanco. La poeta no solo limitó cualquier contacto e interlocución física, sino mantuvo en reserva su obra. Publicó cinco antologías en vida y de manera anónima, solo su hermana Lavinia Norcros lestuvo de cerca durante la creación de estos poemas y, sin saberlo, se convirtió en la compiladora los miles de poemas de Dickinson.
La poeta no buscó publicar en vida. A excepción de su hermana, ningún miembro de su familia tuvo acceso a sus escritos, hasta que su amiga de la universidad Susan Gilbert —quien más adelante sería su cuñada— se convirtió en su nuevo lugar seguro, alguien que no solamente la leía, sino con quien conversaba a través de correspondencia sobre sus días y especialmente, sus sentimientos por ella. Como prueba de esa cercanía, Gilbert inspiró cerca de 300 poemas de Dickinson que vieron la luz a cinco años de la muerte de la escritora.
La última carta que Dickinson escribió, estaba dedicada a sus primeras. Fue una sentencia: "Me llaman", confesó la poeta. Esa pérdida de toda esperanza de vida fue la consecuencia de ver partir a sus más amados compañeros de vida: Benjamin F. Newton y Charles Wadsworth. Con sus muertes, la poeta se recluyó definitivamente en la habitación que le pertenecía en casa de su padre. Con la vida desmoronada, su pluma se recrudecía y fue cada vez más huraña con la idea de publicar alguna antología.
Sin embargo, el final estaría determinado por la muerte de su sobrino menor, hijo de Austin Dickinson y su mejor amiga, Susan Gilbert, en 1884. Según la biografía de la escritora, le fue imposible volver a ponerse de pie. Todos sus movimientos se limitaban a las manos: escribiendo y pasando las hojas de sus diarios. Así pasó todo el verano de ese año.
En 1886 escribió la última misiva y la muerte la cubrió ahí mismo, postrada en la silla, vestida completamente de blanco como lo había decidido desde la muerte de Newton. Así terminó el15 de mayo de 1886. La casa fue el principio, el mundo y el final para Emily Dickinson. Desde ese lugar resguardó un corazón que atravesó la vida gracias a las palabras y a la imaginación.