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Lea aquí un capítulo de ‘El desdén de los dioses’, de Alejandro Gaviria

Compartimos el cuarto relato del libro de ficción de Alejandro Gaviria, ‘El desdén de los dioses’, titulado ‘Probabilidad cero’, publicado por Penguin Random House, bajo el sello Debate.

Lea aquí un capítulo de ‘El desdén de los dioses’, de Alejandro Gaviria

Probabilidad cero

Recibí la llamada tarde en la noche, alrededor de las 12:30 a. m., dos horas después del accidente, el siniestro vial o animal o como sea que podamos llamarlo. El carro se estrelló de frente contra una masa de una tonelada de peso. Mi hermano, que iba conduciéndolo probablemente con el cinturón de seguridad mal ajustado -era un estadístico que no se ocupaba de los riesgos personales-, salió despedido por el parabrisas. Iba a casi 120 km por hora y no alcanzó a frenar. Todo ocurrió de manera intempestiva, murió al instante, probablemente no se dio cuenta de nada, aclararon de manera compasiva las autoridades de tránsito.

Al día siguiente viajé muy temprano al lugar del accidente. Llegué al hospital del pueblo justo antes del mediodía y pasé varias horas haciendo las diligencias legales en un estado de aletargamiento, en medio de una tristeza naciente que crecía poco a poco. En estos casos, uno se resiste a aterrizar en la realidad, prefiere mantenerse en un trance onírico de incredulidad, de negación. En este caso, además, la realidad tenía una dimensión tragicómica que la hacía más extraña. La muerte y el ridículo no van de la mano.

Recordé, mientras iba de aquí para allá al vaivén de los imperativos burocráticos — ya nadie muere tranquilo, menos aún en estas circunstancias—, que cuarenta años atrás, cuando estábamos en la universidad, él en primer semestre, yo en tercero, habíamos ido con un grupo de amigos a la hacienda con la avioneta en la entrada, un monumento desafiante que anticipaba lo que vendría después, la guerra, la locura salvaje. Vimos allí por primera vez a los hipopótamos en un zoológico natural improvisado. Los miramos alelados, como en esa escena inicial de Jurassic Park cuando los paleontólogos observan por primera vez a los dinosaurios revividos caminando lentamente en medio de unas palmeras. Había en todo aquello algo de irreal. Lejos estábamos de imaginar siquiera los hechos inverosímiles que cambiaron la historia de mi país y terminaron, por esas vueltas de la vida, por el azar, con la muerte de mi hermano.

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No recuerdo que hubiéramos tenido una reflexión ética sobre la visita al zoológico. Si tuvimos algún escrúpulo, nos lo guardamos, lo reprimimos. Fuimos porque todo el mundo iba, porque la novedad desbordaba cualquier castigo o señalamiento social. Había tal vez, en ese comportamiento permisivo, algo de fascinación con el exhibicionismo estrafalario de los nuevos ricos. Sea lo que sea, nada dijimos. Dimos vueltas por el zoológico tomando aguardiente a pico de botella, un safari grotesco, inverosímil.

Mi hermano se había salvado tres veces de la muerte, parecía que una maldición lo rondara, como si el destino lo hubiese escogido como chivo expiatorio de las desviaciones éticas de nuestra generación. Habíamos crecido en una ciudad tranquila que se transformó en pocos años en la ciudad más violenta del mundo como consecuencia, en buena medida, del poder y la ambición de un puñado de narcotraficantes. Cualquier fin de semana había doscientos homicidios, cundía un caos criminal y delictivo, un rompimiento del orden social.

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La primera vez ocurrió cuando estábamos en la universidad, tres años después de nuestra visita al zoológico mafioso. Venía manejando de la casa de su novia de entonces. Intempestivamente lo cerró un taxi del que se bajaron dos hombres armados que lo obligaron a entregarles las llaves del carro. Cuando trató de bajarse, lo forzaron a permanecer en el vehículo. Le dieron varias vueltas a la ciudad, lo golpearon con las armas y lo tiraron sangrante en una cuneta. Nunca entendió por qué no lo mataron. Caprichos del destino que le tenía preparada una muerte menos común que ser asesinado en la capital mundial de los homicidios. Uno más de los doscientos del fin de semana.

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La segunda vez fue más impactante. Ya nos habíamos graduado, trabajábamos cerca, en dos edificios contiguos, yo como abogado, él como programador. No había conseguido trabajo como estadístico o matemático, lo que de verdad le gustaba.

Al final del día solíamos regresar juntos al apartamento que compartíamos. Una tarde decidió regresar temprano. Estaba cansado de meter datos en un computador como un autómata. Cuando iba llegando al apartamento explotó un carro bomba.

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Dos vehículos que estaban adelante le sirvieron de escudo. El trauma auditivo le causó una sordera parcial que lo dejó con una costumbre fastidiosa. En medio de una conversación, preguntaba repetidamente «¿qué?», al final de cada frase, antes incluso de que uno comenzara a responderle.

La tercera vez ocurrió algunos meses más tarde. Salíamos caminando del estadio con un grupo de amigos, la época de la locura salvaje había coincidido con la época de gloria del equipo local. De un momento a otro, primero de manera intermitente, después como una ráfaga incesante, empezaron a sonar los disparos, unos parecían hacerles eco a los otros y viceversa. Todos salimos corriendo. Él hacia la quebrada canalizada, yo en sentido contrario. Sálvese quien pueda. Una bala le rozó el hombro y le causó una herida superficial. Parecía inmortal, pensé entonces. Ya sabemos que no lo era. La estadística es caprichosa.

Después de este último coqueteo con una muerte violenta en la ciudad de la locura, decidió irse a buscar trabajo a la capital. No quería ser programador. Consiguió un empleo transitorio como asistente en un centro de investigación. Manipulaba modelos estadísticos, hacía tablas y gráficos todo el tiempo. Miraba ese trabajo con algo de desprendimiento. «Los economistas son fetichistas», me decía, «parecen enamorados de sus modelos. Creen más en ellos que en la realidad. Se les para con un t-estadístico mayor que dos».

Cada vez que hablaba con él (lo hacíamos largamente por teléfono los domingos en la noche), me hablaba de probabilidades. Su vida amorosa era predecible, un gran entusiasmo que duraba un mes y después una larga inercia, unas relaciones en piloto automático, sin traumatismo ni emociones. Las novias le duraban mucho, el amor poquito. Pero su amor verdadero eran los datos, la representación cuantitativa de la realidad, los números. Se burlaba de los economistas, pero era parecido a ellos. Obsesionado con sus tablitas.

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Sabía de memoria la probabilidad de que un jugador derecho fallara un penalti contra un arquero zurdo (con la explicación correspondiente). Recitaba las tasas de desnutrición, victimización, deserción escolar, etc. Escribió un artículo en el que mostraba que la probabilidad de aparición de la frase «sexo oral» en libros y revistas había comenzado a crecer justo en el año de su nacimiento. «De buenas que es uno», decía.

Tenía una teoría particular, medio inventada, sobre el origen del tráfico de cocaína en Colombia. No creo —decía— que haya tenido mucho que ver con la geografía, la cultura o la economía. Fue el azar. La suerte. Los chilenos, mexicanos, centroamericanos y cubanoamericanos, entre otros, compitieron con los colombianos. Pero tres circunstancias históricas hicieron que Colombia prevaleciera: la astucia de unos cuantos empresarios que iniciaron el tráfico con avionetas, los migrantes colombianos a Estados Unidos que habían salido sobre todo de Medellín durante los años sesenta y facilitaron la distribución, y los hippies gringos que habían venido de voluntarios para la Alianza para el Progreso y regresaron después como empresarios a servir de enlaces en el negocio.

Le gustaba decir que la suerte jugaba un papel crucial en la vida. «La suerte decide con quien nos casamos, al respecto no hay psicología o sociología que valgan. La psicología sí explica después los divorcios. Pero el amor romántico es una lotería, un juego de azar en el que caemos incautos», me dijo una vez. con algunos tragos en la cabeza. Muchas veces, en las reuniones familiares, en diciembre o Semana Santa, lo notaba abstraído, ensimismado, metido en su cuento. Hablaba solo por momentos, quién sabe en qué discusión interna estaba metido, qué datos daban vueltas por su cabeza.

Pero cuando se soltaba, echaba sus cuentos, sus anécdotas sobre la vida. Decía que los historiadores eran como los comentaristas de fútbol que daban explicaciones estructurales según el resultado, olvidándose del azar. Repetía una frase que había aprendido en el colegio, «todo lo que pasa tiene probabilidad cero, pero pasa». Cuesta creer, parece un juego sucio del destino, que su muerte hubiera sido un ejemplo de esa frase, de su forma de entender la vida.

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El día del accidente me llamó temprano. Me dijo que había decidido viajar en carro para traer el perro. No quería dejarlo en algún asilo perruno durante la semana que iba a estar con nosotros. Por razones azarosas, se demoró en salir de la capital: había un accidente cerca de su casa, no encontraba la comida del perro y embolató las llaves del carro. Vino a salir ya de noche, a eso de las 7:30 p.m. Me escribió por el celular para avisarme que iba a llegar tarde, que iba con el perro y que se había demorado en salir, pero que ya venía en camino.

No supe más hasta que llamaron a medianoche a avisarme. Chocó con un hipopótamo de más de mil kilos cerca del puente sobre el río Magdalena. No podía creerlo. Pregunté varias veces lo mismo. Indagué sobre los detalles como tratando de despertar de un sueño. El lado tragicómico de todo esto hizo el duelo más difícil. Cuento la historia y la gente no sabe si ofrecerme las condolencias o sonreír. «Todo lo que pasa tiene probabilidad cero, pero pasa», les digo para sacarlos de la incomodidad. A quienes preguntan más detalles, les explico que era una frase que repetía con frecuencia, que la estadística era para él más que una profesión, una obsesión. «El perro está bien», aclaraba yo antes de la predecible impertinencia, «pero no se resigna a su ausencia».

Me tocó ir semanas después a Bogotá a recoger las cosas en su apartamento. Una tarea triste, uno de los aspectos más sobrecogedores de la muerte de un familiar. Las cosas quedan como huérfanas. Me pareció en ese momento que la acumulación de objetos a lo largo de su vida revelaba una lucha poética contra lo inevitable. La arqueología familiar produjo los hallazgos predecibles: computadores viejos, libretas llenas de notas (tareas pendientes y demás), un montón de fósiles que sugerían lo efímero de la vida y lo duradero de los elementos, etc. Había derramado unas pocas lágrimas en el funeral, pero ese día no pude contenerme. Lloré como un niño, maldije el destino, las coincidencias que habían traído a Colombia el narcotráfico y los hipopótamos que ahora andaban sueltos, colonizando las riberas de nuestro gran río como una señal ominosa de un mundo enloquecido. Las mil cosas que tuvieron que pasar simultáneamente para que la locura salvaje terminara matándolo indirectamente.

Entré en su habitación y encontré dos libros en la mesa de noche. Una biografía de George Orwell y un libro de ciencia ficción, Vacío perfecto, de Stanislaw Lem. Abrí este último. Había en los capítulos finales una frase subrayada: «¡ Lo que acontece, por más inverosímil que sea, si acontece, acontece!». Salí del apartamento con la sensación de que todo esto era una gran farsa escrita y protagonizada por mi hermano, el estadístico, su forma personal de despedirse de la vida con una sonrisa burlona.

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