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El 23 de diciembre de 2021 me enteré de la muerte del guionista y director de cine Jaime Osorio. Fue un golpe que me dejó sin aliento porque veníamos conversando y cruzando opiniones para trabajar juntos en un proyecto cinematográfico. Jaime tenía un pulso muy entrenado para lo que se ha denominado el horror de la conciencia, esto es, el horror psíquico que se gesta al interior de nosotros mismos. Hay unas fuerzas misteriosas que provienen del afuera, de entidades que parecen flotar en dimensiones paralelas a la nuestra. Pero hay energías dañinas y destructivas que se originan en nuestra mente y que nos acosan hasta muchas veces conducirnos a la muerte. El alma ha estado enferma desde siempre y sanarla ha sido muchas veces uno de los más nobles objetivos de la literatura y el arte. Jaime conocía muy bien esos meandros, esos laberintos oscuros, y por eso me hacía mucha ilusión que pudiéramos realizar una película juntos.
Alguna tarde estuve en su apartamento, un amplio y viejo inmueble que él compartía con un perro y dos gatos que conformaban su tribu más cercana. Era muy bello ver a los animales sentarse a su lado como si estuvieran custodiándolo o como si presintieran una amenaza a su alrededor.
Él venía luchando en contra de un cáncer que le había hecho la vida imposible. Por eso en la mañana de ese 23 de diciembre acudió a la ley de la eutanasia y decidió partir según sus propias reglas.
La muerte de Jaime me recordó una conversación que habíamos tenido alguna vez, al puro principio de la pandemia. Hablamos acerca de una atmósfera lúgubre que parecía estar tomándose el mundo. Yo le dije que el virus esparcido por todo el planeta me parecía una línea de entropía que iría desajustando otros órdenes: el económico, el emocional, el político. Él estuvo de acuerdo y pronunció unas pocas palabras que no he podido olvidar al día de hoy:
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—Sin destrucción no hay un nuevo orden. Sin muerte no hay renacimiento. Si no hay un final no podremos tener un nuevo comienzo.
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Qué cierto. Tendemos a mirar el caos como si fuera algo negativo, como si estuviera mal, cuando podemos entenderlo como el paso necesario para que surja un nuevo mundo. Quizás el secreto está en abrazar el desorden con entusiasmo y alegría. Tal vez Jaime había acudido a la eutanasia pensando justamente en terminar de una vez por todas con su sufrimiento y poder transitar a otro estado renacido y jubiloso.
Y estaba pensando justo en eso cuando en una de las reuniones con el grupo, Michelle, en un tono de voz serio y aplomado, dijo:
—Sin crucifixión no hay resurrección. Cuando están latigando y torturando al Maestro, creemos que es un castigo, algo terrible, lo peor que le ha podido suceder. Y no, aún falta que le pongan la corona de espinas, aún tenemos que ver cómo le corre la sangre por su rostro y que le hundan la lanza en su abdomen. Y si no sucedieran así las cosas, si él no tuviera que padecer cada uno de esos pasos dolorosos y terribles, no podría después renacer para liberarnos a todos nosotros. Si no hay noche no puede haber alborada.
Este fragmento hace parte del libro "Los vagabundos de Dios", de Mario Mendoza. Editado y publicado por Planeta.
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