La mujer rotaLunes 13 de septiembre. Las Salinas.Extraordinario decorado el de este bosquejo de ciudad abandonada en los confines de un pueblo y al margen de los siglos. Bordeé la mitad del hemiciclo, subí por las escalinatas del pabellón central: contemplé largo rato la sobria majestad de estas construcciones edificadas con fines utilitarios y que nunca sirvieron para nada. Son sólidas, son reales: sin embargo, su abandono las transforma en un simulacro fantástico: uno se pregunta de qué. La hierba tibia, bajo el cielo de otoño, y el olor de las hojas muertas me aseguraban que no había abandonado este mundo, pero había retrocedido doscientos años atrás. Fui a buscar unas cosas en el auto; extendí una manta, almohadones, puse la radio a transistores, y fumé mientras escuchaba Mozart. Detrás de dos o tres ventanas polvorientas adivino presencias: sin duda son oficinas. Un camión se detuvo ante uno de los portones, unos hombres abrieron, cargaron bolsas en la parte trasera del vehículo. Ninguna otra cosa ha alterado el silencio de esta siesta: ni un visitante. El concierto terminado, me puse a leer. Doble sensación de extrañamiento: me iba muy lejos, a orillas de un río desconocido; alzaba la vista y volvía a encontrarme en medio de estas piedras, lejos de mi vida.Porque lo más sorprendente es mi presencia aquí, la alegría de esta presencia. La soledad de este regreso a París me atemorizaba. Hasta ahora, a falta de Maurice, las niñas me acompañaban en todos mis viajes. Creí que iba a echar de menos los entusiasmos de Colette, las exigencias de Lucienne. Y resulta que me es devuelta una calidad de alegría olvidada. Mi libertad me rejuvenece veinte años. A tal punto que, cerrado el libro, me puse a escribir para mí misma, como a los veinte años. Nunca dejo a Maurice sin apenarme. El congreso dura solamente una semana y, sin embargo, mientras íbamos en auto desde Mougins hasta el aeródromo de Niza, tenía la garganta anudada. El también estaba emocionado. Cuando el altoparlante llamó a los pasajeros para Roma, me abrazó fuertemente: "No te mates con el auto. —No te mates en el avión." Antes de desaparecer, volvió una vez más la cabeza hacia mí: en sus ojos había una ansiedad que me ganó. El despegue me pareció dramático. Los cuatrimotores alzan vuelo lentamente, en un largo hasta la vista. El jet se arrancó del suelo con la brutalidad de un adiós.Pero pronto empecé a alegrarme. No, la ausencia de mis hijas no me entristecía: al contrario. Podía conducir tan rápidamente, tan lentamente como quería, ir adónde deseaba, detenerme cuando me daba la gana. Decidí pasar la semana vagabundeando. Me levanto con la luz. El auto me espera en la calle, en el patio, como un animal fiel; está húmedo de rocío; le seco los ojos y atravieso alegremente el día que comienza a solearse. A mi lado está el bolso blanco con los mapas Michelin, la Guía Azul, libros, un cardigan, cigarrillos: es un compañero discreto. Nadie se impacienta cuando pregunto a la patrona de la hostería su receta del pollo con cangrejos.Está por caer la noche pero todavía está tibio. Es uno de esos instantes conmovedores en que la tierra está tan de acuerdo con los hombres que parece imposible que todos no sean felices.Martes 14 de setiembreUna de las cosas que encantaban a Maurice es la intensidad de lo que él llamaba mi "atención a la vida". Durante esta breve intimidad conmigo misma, se ha reanimado. Ahora que Colette está casada, Lucienne en Norteamérica, tendré tiempo para cultivarla. "Vas a aburrirte. Deberías conseguir un empleo", me dijo Maurice en Mougins. Insistió. Pero, por el momento, en todo caso, no tengo ganas. Quiero vivir por fin un poco para mí. Y aprovechar con Maurice esta soledad de dos de la cual tanto tiempo estuvimos privados. Tengo un montón de proyectos en la cabeza.Viernes 17 de setiembreEl martes llamé por teléfono a Colette: estaba con gripe. Protestó cuando le dije que volvía enseguida a París, Jean-Pierre la cuida muy bien. Pero yo estaba inquieta, regresé ese mismo día. La encontré en cama, muy enflaquecida; tiene fiebre todas las noches. Ya en agosto, cuando la acompañé a la montaña, su salud me inquietaba. No veo la hora de que Maurice la examine y me gustaría que consultara a Talbot.💬 Síganos en nuestro canal de WhatsApp aquíAquí estoy, con otra protegida a mi cuidado. Cuando dejé a Colette, el miércoles después de cenar, el tiempo estaba tan agradable que fui en auto hasta el Quartier Latin; me senté en las mesas de la vereda, fumé un cigarrillo. En la mesa de al lado estaba una chiquitina que devoraba con los ojos mi paquete de Chesterfield; me pidió un cigarrillo. Le hablé; eludió mis preguntas y se levantó para irse; alrededor de quince años, ni estudiante ni prostituta, me intrigaba; le propuse llevarla a su casa en auto. Se negó, vaciló, y terminó por confesar que no sabía adónde ir a dormir. Por la mañana se había escapado del Centro en el cual la había alojado la Asistencia Pública. La tuve en casa dos días. Su madre, más o menos retardada, su abuelo, que la detesta, han renunciado a sus derechos sobre ella. El juez que se ocupa de su caso le ha prometido enviarla a un Hogar adonde le enseñarán un oficio. Mientras tanto, vive "provisoriamente" desde hace seis meses en esa casa de la cual no sale nunca —salvo el domingo para ir a misa, si quiere— y donde no le dan ninguna tarea para hacer. Están allí, unas cuarenta adolescentes, materialmente bien cuidadas, pero que languidecen de aburrimiento, de desgano, de desesperación. Por la noche, se le da a cada una un somnífero. Se las arreglan para no tomarlo y guardarlo. Y un buen día, se tragan de golpe toda la reserva. "Una fuga, una tentativa de suicidio: es lo que hace falta para que el juez se acuerde de una", me dijo Marguerite. Las fugas son fáciles, frecuentes, y si no duran mucho tiempo no acarrean consecuencias.Le juré que removería cielo y tierra para conseguir que la transfieran a un Hogar y se dejó convencer para regresar al Centro. Yo hervía de cólera cuando la vi franquear la puerta, cabizbaja y arrastrando los pies. Es una hermosa jovencita, nada tonta, muy gentil, y que no pide otra cosa que poder trabajar: le están masacrando su juventud; a ella y a millares de otras. Mañana hablaré por teléfono al juez Barron.¡Qué duro es París! Aun en estos pegajosos días de otoño, esa dureza me oprime. Esta noche me siento vagamente deprimida. Hice planes para transformar la pieza de las chicas en un living más íntimo que el escritorio de Maurice y la sala de espera. Y me doy cuenta de que Lucienne ya no vivirá nunca más aquí. La casa estará tranquila, pero muy vacía. Me atormento sobre todo por Colette. Felizmente, Maurice regresa mañana.Miércoles 22 de setiembreÉsta es una de las razones —la principal— por las cuales no tengo ninguna gana de atarme a una tarea: difícilmente soportaría no estar totalmente a disposición de quienes me necesitan. Paso casi todo el día a la cabecera de la cama de Colette. Su fiebre no baja. `No es grave", dice Maurice. Pero Talbot pide que le hagan análisis. Ideas aterradoras me pasan por la cabeza.El juez Barron me recibió esta mañana. Muy cordial. El caso de Marguerite Drin le parece lamentable: y hay millares parecidos. El drama es que no existe ningún lugar para alojar a estas niñas, no hay personal capaz de ocuparse de ellas adecuadamente. El gobierno no hace nada. Entonces, los esfuerzos de los jueces, de las asistentes sociales se estrellan contra una pared. El Centro donde se encuentra Marguerite no es más que un lugar de tránsito; al cabo de tres o cuatro días, hubieran debido mandarla a otra parte. ¿Pero adónde? No hay nada. Las niñas se quedan allí, donde no se ha previsto nada para ocuparlas en algo ni para distraerlas. Así y todo, tratará de encontrar un lugar, en algún sitio, para Marguerite. Y va a recomendar a las asistentes del Centro que me autoricen a verla. Los parientes no han firmado el papel que los privaría definitivamente de sus derechos pero no se trata de que nuevamente se hagan cargo de la niña; ellos no lo desean y también para ella sería la peor solución.Salí de Tribunales irritada contra la incuria del sistema. El número de delincuentes jóvenes aumenta; y no se encara otra medida que redoblar la severidad.Como me encontraba ante la puerta de la Sainte-Chapelle, entré, subí por la escalera de caracol. Había turistas extranjeros y una pareja que contemplaba los vitrales, tomada de la mano. En lo que a mí respecta, no miré muy bien. Nuevamente pensaba en Colette y me inquietaba.Y me inquieto. Imposible leer. La única cosa que podría aliviarme sería conversar con Maurice: no estará aquí antes de la medianoche. Desde su regreso de Roma pasa las veladas en el laboratorio con Talbot o Couturier. Dice que se están acercando al objetivo. Puedo comprender que lo sacrifique todo a sus investigaciones. Pero es la primera vez en la vida que tengo una gran preocupación sin que él la comparta.Sábado 25 de setiembreLa ventana estaba a oscuras. Me lo esperaba. Antes —¿antes de qué?—, cuando por excepción yo salía sin Maurice, al volver había siempre un rayo de luz entre las cortinas rojas. Yo subía los dos pisos corriendo, tocaba el timbre, demasiado impaciente como para buscar mi llave. Subí sin correr, metí la llave en la cerradura. ¡Qué vacío estaba el departamento! ¡Qué vacío está! Evidentemente, puesto que no hay nadie adentro. Pero no, de costumbre, cuando regreso a casa reencuentro a Maurice, aun en su ausencia. Esta noche las puertas se abren ante habitaciones desiertas. Las once. Mañana se sabrán los resultados de los análisis y tengo miedo. Tengo miedo, y Maurice no está aquí. Ya lo sé. Es preciso que sus investigaciones lleguen a su fin. Así y todo, estoy enojada con él. "¡Te necesito y no estás aquí!" Tengo ganas de escribir estas palabras sobre un papel que dejaría a la vista en el vestíbulo, antes de irme a acostar.…Regué las plantas; empecé a arreglar la biblioteca y me detuve. Me sorprendió su indiferencia cuando le hablé de instalar este living. Tengo que confesarme la verdad; siempre deseé la verdad, si la obtuve es porque la quería. ¡Pues bien! Maurice ha cambiado. Se ha dejado devorar por su profesión. Ya no lee. Ya no escucha música. (Me gustaba tanto nuestro silencio y su rostro atento cuando escuchábamos Monteverdi o Charlie Parker.) Ya no nos paseamos juntos por París y los alrededores. Ya casi no tenemos verdaderas conversaciones. Empieza a parecerse a sus colegas que no son más que máquinas de hacer carrera y ganar dinero. Soy injusta. El dinero, el éxito social, se mata de risa de eso. Pero desde que, en cuenta de mi opinión, hace diez años decidió especializarse, poco a poco —y eso es precisamente lo que yo temía— se ha empobrecido. Incluso en Mougins, este año, me pareció lejano: ávido por reencontrar la clínica y el laboratorio; distraído y hasta moroso. ¡Vamos!, mejor decirme a mí misma la verdad hasta el fin. En el aeródromo de Niza sentía el corazón oprimido a causa de esas opacas vacaciones que dejábamos detrás. Y si en las salinas abandonadas conocí una felicidad tan intensa fue porque Maurice, a cientos de kilómetros, volvía a serme cercano. (Curiosa cosa un diario: lo que uno calla es más importante que lo que anota). Se diría que su vida privada ya no le concierne. La primavera pasada, ¡con qué facilidad renunció a nuestro viaje por Alsacia! Sin embargo, mi decepción lo afligió. Le dije alegremente: "¡La curación de la leucemia bien merece algunos sacrificios!" Pero, antes, para Maurice la medicina significaba personas de carne y hueso que había que aliviar. (Estaba tan decepcionada, tan desamparada durante mi permanencia en Cochin, por la fría benevolencia de los jefes de sala, por la indiferencia de los estudiantes: y en los hermosos ojos melancólicos de ese externo encontré una angustia, una rabia semejantes a las mías. Creo que lo amé desde ese instante.) Tengo miedo de que ahora para él, sus enfermos no sean sino casos. Saber le interesa más que curar. Y hasta en sus relaciones con quienes lo rodean se vuelve abstracto, él, que era tan vivaz, tan alegre, tan joven a los cuarenta y cinco años como cuando lo encontré… Sí, algo ha cambiado puesto que escribo acerca de él, de mí, a sus espaldas. Si él lo hubiera hecho, me sentiría traicionada. Éramos, el uno para el otro, una absoluta transparencia.Aún lo somos; mi cólera nos separa: le será fácil desarmarla. Necesitaré un poco de paciencia: después de los períodos de agotamiento viene la bonanza. El año pasado también trabajaba frecuentemente por las noches. Sí, pero yo tenía a Lucienne. Y, sobre todo, nada me atormentaba. Bien sabe él que en este momento no puedo leer ni escuchar discos, porque tengo miedo. No dejaré ninguna nota en el vestíbulo, pero hablaré con él. Al cabo de veinte —veintidós— años de casamiento, uno concede demasiado al silencio: es peligroso. Pienso que me he ocupado demasiado de las chicas todos estos últimos años: Colette era tan apegada y Lucienne tan difícil. Yo no estaba tan disponible como Maurice podía desearlo. Hubiera debido hacérmelo notar en lugar de lanzarse a trabajos que ahora lo alejan de mí. Tenemos que explicarnos.Medianoche. Tengo tanta prisa por verlo, por ahogar esta cólera que todavía protesta dentro de mí, que dejo los ojos clavados en el reloj de péndulo. La aguja no avanza: me exaspero. La imagen de Maurice se deshace; ¿qué sentido tiene luchar contra la enfermedad y el sufrimiento si uno trata a su propia mujer con tanta despreocupación?Eso es indiferencia. Dureza. Es inútil rabiar. Basta. Si los análisis de Colette son desfavorables, mañana voy a necesitar de toda mi sangre fría. Entonces debo tratar de dormir.Domingo 26 de setiembreAsí que ocurrió. Me ocurrió.🔴 No olvide conectarse a la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.
Soy Pink Tomate, el gato de Amarilla. A veces no sé si soy tomate o gato. En todo caso a veces me parece que soy un gato al que le gustan los tomates o más bien un tomate con cara de gato. O algo así. Me gusta el olor del vodka con las fores. Me gusta ese olor en las mañanas cuando Amarilla llega de una festa llena de sudores y humos y me dice hola Pink y yo me digo mierda, esta Amarilla es cosa seria, nunca duerme, nunca come, nunca descansa, qué vaina, qué cosa tan seria. Claro que a veces me desespera cuando llega con la noche entre sus manos, con la desesperación en su boca y entonces se sienta en el sofá, me riega un poco de ceniza de cigarrillo en el pelo, qué cosa tan seria, y empieza a cantar alguna canción triste, algo así como i want a trip trip trip como para poder resistir la mañana o para terminar de joderla trip trip trip.Mierda, los días con Amarilla son algo serio. Voy a intentar hacer un horario de esos días llenos de sol, esos días un poco rotos, raros, llenos de humo, un poco llenos de café negro. Voy a hablar en presente porque para nosotros los gatos no existe el pasado. O bueno, sí existe, lo que pasa es que lo ignoramos. En cuanto al futuro, nos parece que es pura y física mierda. Solo existe el presente y punto. El presente es ya, es un techo, una calle, una lata de cerveza vacía, es la lluvia que cae en la noche, es un avión que pasa y hace vibrar las fores que Amarilla ha puesto en el forero, el presente es el cielo azul, es una gata a la que le digo eres cosa seria y ella me responde sí, soy cosa seria, mierda, el presente es un poco de whisky con fores, es esa canción con café negro, es ese ritmo con olor a tomates, ocho de la mañana, techos grises, teticas con pecas, nada que hacer i want a trip trip trip mierda, qué cosa tan seria.6:00 a.m.Llega Amarilla de una festa y me dice oye Pink ¿cómo vas? Y yo le contesto que bien, todo va bien. Salvo mi corazón, todo va bien. Amarilla tiene el pelo revuelto, me acaricia y yo le doy un arañazo en una nalga, como para no perder la costumbre. Amarilla se dirige a la cocina y se prepara un café, mira por la ventana, se acaricia el pelo y dice que la vaina está jodida y yo pienso que en verdad todo está jodido. Los árboles están jodidos, las calles están jodidas, el cielo está jodido. Las palomas están jodidas. Mierda. Yo también estoy como jodido. Me dan ganas de ahogarme en salsa de tomate.7:00 a.m.Rojo o tal vez azul. No sé. El sofá donde está sentada tiene tal vez esos dos colores. Amarilla se fuma un cigarrillo. Se lo fuma sin afán. El humo azul de su cigarrillo me envuelve. Amarilla me lo echa directo a los bigotes. Amarilla se arregla las uñas y me corta uno de los bigotes. Puta mierda. Siempre hace lo mismo cuando está deprimida. Luego subimos a la azotea y Amarilla abre los brazos, respira y me dice que la mañana está perfecta para suicidarse. Entonces me agarra y me lanza a otra azotea que queda abajo y yo doy vueltas y vueltas y por mis ojos pasan el cielo azul, los edifcios, las nubes, el sol, las ventanas, los ruidos y fnalmente caigo parado en la otra azotea en medio de un poco de ropa extendida y digo mierda, esta Amarilla es cosa seria. Subo hasta donde está Amarilla y me acurruncho entre sus piernas y pienso mierda, qué rico. Me arrepiento de haber pensando en ahogarme en salsa de tomate. Comemos galletas de chocolate y miramos la ciudad. Amarilla se sienta y lee el periódico. Me muestra una noticia de un hombre que mataron por una orinada.8:00 a.m.💬 Síganos en nuestro canal de WhatsApp aquíSube el viejo Job, el vecino de Amarilla, con un poco de café. Con Job viene Lerner, su gato. Lerner es un poco tímido. Yo saludo a Lerner y le digo oye Lerner ¿qué te pasa? Y entonces Lerner se esconde detrás de las piernas del viejo Job y me dice no Pink no me pasa nada, fresco loco. El viejo Job se sienta al lado de Amarilla y respira hondo.Ya me lo conozco. Le gusta oler el champú que usa Amarilla. Fresa. A mí también. El viejo Job le echa un poco de brandy al café y deja la botella destapada. Meto mi lengua en la botella. Me gusta sentir ese mareo del brandy, ese mareo que quema por dentro a esta hora cuando todo parece normal, cuando todo el mundo se dirige al trabajo, cuando todo el mundo piensa cosas correctas. Me gusta ese mareo a esta hora cuando no es normal que uno esté un poco ebrio, un poco triste, un poco como vuelto mierda.9:00 a.m.Bajamos. Estoy mareado por el brandy. Ebrio. Estoy envenenado por la mañana, por el cielo. Mentira. Estoy envenenado por Amarilla en la mañana, por Amarilla en el cielo, por ese olor de Amarilla que se halla diseminado por todas partes. El día huele a Amarilla. Miro hacia el cielo y veo en las nubes la forma de sus nalgas, la palma de sus manos. Veo los árboles y el ruido de las hojas me dicen oye gato marica pon atención te habla Amarilla. Mierda, qué cosa tan seria trip trip trip.10:00 a.m.Amarilla se despide del viejo Job. El viejo suspira y le mira las nalgas. Lo comprendo. Antes de despedirse, el viejo Job le dice que más tarde viene con una torta de naranja y Amarilla dice que está bien, viejo, está bien. Amarilla cierra la puerta y se abre la camisa. Se fuma un cigarrillo. Abre la ventana. Se coge las tetas, observa sus pecas iluminadas por los rayos del sol, se mira las manos y fnalmente se queda estática ante su refejo en la ventana y trip trip trip. Es evidente: Amarilla ha empezado a tejer la red de su día allí frente a la ventana. Está un poco desesperada trip trip trip. Suena el teléfono. Amarilla contesta. Se ríe y dice que en realidad no sabe si tiene ganas de una orgía o de un pan con mermelada trip trip trip.🔴 No olvide conectarse a la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.
Capítulo primeroHe vuelto hace unos instantes de visitar a mi casero y ya se me figura que ese solitario vecino va a inquietarme por más de una causa. En este bello país, que ningún misántropo hubiese podido encontrar más agradable en toda Inglaterra, el señor Heathcliff y yo habríamos hecho una pareja ideal de compañeros. Porque ese hombre me ha parecido extraordinario. Y eso que no mostró reparar en la espontánea simpatía que me inspiró. Por el contrario, metió los dedos más profundamente en los bolsillos de su chaleco y sus ojos desaparecieron entre sus párpa-dos cuando me oyó pronunciar mi nombre y preguntarle:-¿El señor Heathcliff?Él asintió con la cabeza.-Soy Lockwood, su nuevo inquilino. Le visito para decirle que supongo que mi insistencia en alquilar la «Granja de los Tordos» no le habrá causado molestia.-Puesto que la casa es mía- respondió apartándose de mí- no hubiese consentido que nadie me molestase sobre ella, si así se me antojaba. Pase.Rezongó aquel «pase» entre dientes, con aire tal como si quisiera mandarme al diablo. Ni tocó siquiera la puerta en confirmación de lo que decía. Esto bastó para que yo resolviese entrar, interesado por aquel sujeto, al parecer más reservado que yo mismo. Y como mi caballo empuja-se la barrera, él soltó la cadena de la puerta y me precedió, con torvo aspecto, hacia el patio, donde dijo a gritos:- ¡José! ¡Llévate el caballo de este señor y danos vino!Puesto que ambas órdenes se dirigían a un solo criado, juzgué que toda la servidumbre se reducía a él. Por eso entre las baldosas del patio medraban hierbajos y los setos estaban sin recortar, sólo mordisqueadas sus hojas por el ganado.José era hombre entrado en años, aunque sano y fuerte. Lanzó un contrariado «¡Dios nos valga!» y, mientras se llevaba el caballo, me miró con tanta malignidad que preferí suponer que impetraba el socorro divino para di-gerir bien la comida y no con motivo de mi presencia.A la casa donde vivía el señor Heathcliff se la llamaba «Cumbres Borrascosas» en el dialecto local. El nombre traducía bien los rigores que allí desencadenaba el viento cuando había tempestad. Ventilación no faltaba sin duda. Se advertía lo mucho que azotaba el aire en la inclinación de unos pinos cercanos y en el hecho de que los matorrales se doblegaban en un solo sentido, como si se proster-nasen ante el sol. El edificio era sólido, de espesos muros a juzgar por lo hondo de las ventanas, y protegidos por grandes guardacantones. Parándome, miré los ornamentos de la fachada. Sobre la puerta, una inscripción decía «Hareton Earnshaw, 15OO». Aves carniceras de formas extrañas y niños en posturas lascivas enmarcaban la inscripción. Aunque me hubiese gustado comentar todo aquello con el rudo dueño de la casa, no quise aumentar con esto la impaciencia que parecía evidenciar mientras me miraba desde la puer-ta como instándome a que entrase de una vez o me marchara.💬 Síganos en nuestro canal de WhatsApp aquíPor un pasillo llegamos al salón que en la comarca llaman siempre «la casa», y al que no preceden otras piezas. Esa sala suele abarcar comedor y cocina, pero yo no vi cocina, o mejor dicho no vi signos de que en el enorme larse guisase nada. Pero en un ángulo oscuro se percibía rum,or de cacharros. De las paredes no pendían cazuelas ni utensilios de cocina. En un rincón se levantaba un aparador de roble con grandes pilas de platos, sin que faltasen jarras y tazas de plata. Encima del aparador había tortas de avena y perniles curados de vaca, cerdo y carnero. Col-gaban sobre la chimenea escopetas viejas, de cañones herrumbrosos y unas pistolas de arzón. Se veían encima del mármol tres tarros de vivo colorido. El suelo era de piedra lisa y blanca. Había sillas de forma antigua, pintadas de verde, con altos respaldos.En los rincones se acurrucaban perros. Una hembra con sus cachorros se escondía bajo el aparador. Todo era muy propio de la morada de uno de los cam-pesinos de la región, gente recia, tosca, con calzón corto y polainas. Esas salas y esos hombres sentados en ellas ante un jarro de cerveza espumeante abundan en el país, mas Heathcliff contrastaba mucho con el ambiente. Por lo moreno, parecía un gitano, pero tenía las maneras y la ropa de un hombre distinguido y, aunque algo descuida-do en su indumentaria, su tipo era erguido y gallardo.Dijeme que muchos le tendrían por soberbio y grosero y que, sin embargo, no debía ser ninguna de ambas cosas. Por instinto imagine su reserva, hija del deseo de ocultar sus sentimientos. Debía saber disimular sus odios y simpatías y juzgar impertinente a quien sepermitiera manifestarle los suyos.Es probable que yo me aventurase mucho al atribuir a mi casero mi propio carácter. Quizá él regateara su mano al amigo ocasional, por motivos muy diversos. Tal vez mi carácter sea único.Mi madre solía decirme que yo nunca tendría un hogar feliz y lo que me ocurrió el verano último parece dar la razón a mi progenitora, porque, hallándome en una playa donde pasaba un mes, conocí a una mujer bellísima, realmente hechicera. Aunque nada le dije, si es cierto que los ojos hablan, los míos debían delatar mi locura por ella. La joven lo notó y me correspondió con una mirada dulcísima. ¿Y qué hice? Declaro avergonzado que rectifiqué, que me hundí en mí mismo como un caracol en su concha y que cada mirada de la joven me hacía alejarme más, hasta que ella, probablemente desconcertada por mi actitud y suponiendo haber sufrido un error, persuadió a su madre de que se fuesen.Esas brusquedades y cambios me han valido fama de cruel, sin que nadie, no siendo yo mismo, sepa cuánto error hay en ello.Heathcliff y yo nos sentamos silenciosos ante la chimenea. La perra, separándose de sus cachorros, se acercó a mí, fruncido el hocico y enseñando sus blancos dientes. Cuando quise acariciarla emitió un gruñido gutural.-Déjela -dijo Heathcliff haciendo coro a la perra con otro gruñido y asestándole un puntapié-. No está hecha a caricias ni se la tiene para eso.Incorporóse, fue hacia una puerta lateral y gritó:-¡José!José masculló algo en el fondo de la bodega, mas no apareció. Entonces su amo acudió en su busca. Quedé solo con la perra y con otros dos mastines que me miraban atentamente. No me moví, temeroso de sus colmillos, pero pensé que la mímica no les molestaría y les hice unas cuantas muecas. Fue una ocurrencia muy desgraciada, porque la señora perra, ofendida sin duda por alguno de mis gestos, se precipitó sobre mis pantalones. La repelí y me di prisa a refugiarme tras de la mesa, acto que puso en acción a todo el ejérito caniño. Hasta seis demonios en cuatro patas confluyeron desde todos los rincones en el centro de la sala. Mis talones y los faldones de mi levita fueron los más atacados. Quise defenderme con el hurgón de la lurnbre, pero no bastó y tuve que pedir auxilio a voz en cuello.Heathcliff y José subían con desesperada calma. La sala era un infierno de ladridos y gritos, pero ellos no se apresuraban nada en absoluto. Por suerte, una rolliza criada acudió más deprisa, arremangadas las faldas, rojas las mejillas por la cercanía del fogón, desnudos los brazos y en la mano una sartén, merced a cuyos golpes, acompañados por varios denuestos, se calmó en el acto la tempestad. Al entrar Heathcliff, ella, agitada como el océano tras un huracán, campeaba en medio de la habitación.-¿Qué diablos ocurre? -preguntó mi casero con tono que juzgué intolerable tras tan inhospitalario acontecimiento.-De diablos es la culpa -respondí-. Los cerdos endemoniados de los Evangelios no debían encerrar más espíritus malos que sus perros, señor Heathcliff. Dejar a un forastero entre ellos es igual que dejarle entre un rebaño de tigres.-Nunca se meten con quien no les incomoda -dijo él-. La misión de los perros es vigilar.¿Un vaso de vino?-No, gracias.-¿Le han mordido?-En ese caso lo habría conocido usted por lo que yo habría hecho al que me mordiera.-Vaya, vaya -repuso Heathcliff, con una mueca-. No se excite, señor Lockwood, y beba un poco de vino. En esta casa suele haber tan pocos visitantes que ni mis perros ni yo acertamos a recibirles como merecen. ¡Ea, a su salud!Comprendiendo que sería absurdo formalizarme por la agresión de unos perros feroces, me calmé y correspondí al brindis. Además se me figuró que mi casero se mofaba de mí y no quise darle más razones de irrisión. En cuanto a él, debió juzgar necio el tratar tan mal a un buen inquilino, y, mostrándose algo menos conciso, empezó a charlar de las ventajas e inconvenientes de la casa que me había arrendado, lo que sin duda le parecía interesante para mí. Opiné que hablaba con buen criterio y resolví decirle que repetiría mi visita al día siguiente. Y, aun cuando él no mostrara ningún entusiasmo al oírlo, he decidido volver. Me parece mentira comprobar lo amigo del trato social que soy, por comparación al dueño de mi casa.🔴 No olvide conectarse a la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.
IMuchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarías con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquiades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. «Las cosas, tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de despertarles el ánima.» José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: «Para eso no sirve.» Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. «Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa», replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo xv con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura,encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los judíos de Amsterdam. Sentaron una gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la gitana al alcance de su mano. «La ciencia ha eliminado las distancias», pregonaba Melquíades. «Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa.» Un mediodía ardiente hicieron una asombrosa demostración con la lupa gigantesca: pusieron un montón de hierba seca en mitad de la calle y le prendieron fuego mediante la concentración de los rayos solares. José Arcadio Buendía, que aún no acababa de consolarse por el fracaso de sus imanes, concibió la idea de utilizar aquel invento como un arma de guerra. Melquíades, otra vez, trató de disuadirlo. Pero terminó por aceptar los dos lingotes imantados y tres piezas de dinero colonial a cambio de la lupa. Úrsula lloró de consternación. Aquel dinero formaba parte de un cofre de monedas de oro que su padre había acumulado en toda una vida de privaciones, y que ella había enterrado debajo de la cama en espera de una buena ocasión para invertirías. José Arcadio Buendía no trató siquiera de consolarla, entregado por entero a sus experimentos tácticos con la abnegación de un científico y aun a riesgo de su propia vida. Tratando de demostrar los efectos de la lupa en la tropa enemiga, se expuso él mismo a la concentración de los rayos solares y sufrió quemaduras que se convirtieron en úlceras y tardaron mucho tiempo en sanar. Ante las protestas de su mujer, alarmada por tan peligrosa inventiva, estuvo a punto de incendiar la casa.Pasaba largas horas en su cuarto, haciendo cálculos sobre las posibilidades estratégicas de su arma novedosa, hasta que logró componer un manual de una asombrosa claridad didáctica y un poder de convicción irresistible. Lo envió a las autoridades acompañado de numerosos testimonios sobre sus experiencias y de varios pliegos de dibujos explicativos, al cuidado de un mensajero que atravesó la sierra, y se extravió en pantanos desmesurados, remontó ríos tormentosos y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las fieras, la desesperación y la peste, antes de conseguir una ruta de enlace con las mulas del correo. A pesar de que el viaje a la capital era en aquel tiempo poco menos que imposible, José Arcadio Buendia prometía intentarlo tan pronto como se lo ordenara el gobierno, con el fin de hacer demostraciones prácticas de su invento ante los poderes militares, y adiestrarlos personalmente en las complicadas artes de la guerra solar. Durante varios años esperó la respuesta. Por último, cansado de esperar, se lamentó ante Melquíades del fracaso de su iniciativa, y el gitano dio entonces una prueba convincente de honradez: le devolvió los doblones a cambio de la lupa, y le dejó además unos mapas portugueses y varios instrumentos de navegación. De su puño y letra escribió una apretada síntesis de los estudios del monje Hermann, que dejó a su disposición para que pudiera servirse del astrolabio, la brújula y el sextante. José Arcadio Buendía pasó los largos meses de lluvia encerrado en un cuartito que construyó en el fondo de la casa para que nadie perturbara sus experimentos. Habiendo abandonado por completo las obligaciones domésticas, permaneció noches enteras en el patio vigilando el curso de los astros, y estuvo a punto de contraer una insolación por tratar de establecer un método exacto para encontrar el mediodía. Cuando se hizo experto en el uso y manejo de sus instrumentos, tuvo una noción del espacio que le permitió navegar por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación con seres espléndidos, sin necesidad de abandonar su gabinete. Fue ésa la época en que adquirió el hábito de hablar a solas, paseándose por la casa sin hacer caso de nadie, mientras Úrsula y los niños se partían el espinazo en la huerta cuidando el plátano y la malanga, la yuca y el ñame, la ahuyama y la berenjena. De pronto, sin ningún anuncio, su actividad febril se interrumpió y fue sustituida por una especie de fascinación. Estuvo varios días como hechizado, repitiéndose a sí mismo en voz baja un sartal de asombrosas conjeturas, sin dar crédito a su propio entendimiento. Por fin, un martes de diciembre, a la hora del almuerzo, soltó de un golpe toda la carga de su tormento.Los niños habían de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se sentó a la cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento. -La tierra es redonda como una naranja.💬 Síganos en nuestro canal de WhatsApp aquíÚrsula perdió la paciencia. «Si has de volverte loco, vuélvete tú solo -gritó-. Pero no trates de inculcar a los niños tus ideas de gitano.» José Arcadio Buendía, impasible, no se dejó amedrentar por la desesperación de su mujer, que en un rapto de cólera le destrozó el astrolabio contra el suelo. Construyó otro, reunió en el cuartito a los hombres del pueblo y les demostró, con teorías que para todos resultaban incomprensibles, la posibilidad de regresar al punto de partida navegando siempre hacia el Oriente. Toda la aldea estaba convencida de que José Arcadio Buendía había perdido el juicio, cuando llegó Melquíades a poner las cosas en su punto. Exaltó en público la inteligencia de aquel hombre que por pura especulación astronómica había construido una teoría ya comprobada en la práctica, aunque desconocida hasta entonces en Macondo, y como una prueba de su admiración le hizo un regalo que había de ejercer una influencia terminante en el futuro de la aldea: un laboratorio de alquimia.Para esa época, Melquíades había envejecido con una rapidez asombrosa. En sus primeros viajes parecía tener la misma edad de José Arcadio Buendia. Pero mientras éste conservaba su fuerza descomunal, que le permitía derribar un caballo agarrándolo por las orejas, el gitano parecía estragado por una dolencia tenaz. Era, en realidad, el resultado de múltiples y raras enfermedades contraídas en sus incontables viajes alrededor del mundo. Según él mismo le contó a José Arcadio Buendia mientras lo ayudaba a montar el laboratorio, la muerte lo seguía a todas partes, husmeándole los pantalones, pero sin decidirse a darle el zarpazo final. Era un fugitivo de cuantas plagas y catástrofes habían flagelado al género humano. Sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón, a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes. Aquel ser prodigioso que decía poseer las claves de Nostradamus, era un hombre lúgubre, envuelto en un aura triste, con una mirada asiática que parecía conocer el otro lado de las cosas. Usaba un sombrero grande y negro, como las alas extendidas de un cuervo, y un chaleco de terciopelo patinado por el verdín de los siglos. Pero a pesar de su inmensa sabiduría y de su ámbito misterioso, tenía un peso humano, una condición terrestre que lo mantenía enredado en los minúsculos problemas de la vida cotidiana. Se quejaba de dolencias de viejo, sufría por los más insignificantes percances económicos y había dejado de reír desde hacía mucho tiempo, porque el escorbuto le había arrancado los dientes. El sofocante mediodía en que reveló sus secretos, José Arcadio Buendía tuvo la certidumbre de que aquél era el principio de una grande amistad. Los niños se asombraron con sus relatos fantásticos. Aureliano, que no tenía entonces más de cinco años, había de recordarlo por el resto de su vida como lo vio aquella tarde, sentado contra la claridad metálica y reverberante de la ventana, alumbrando con su profunda voz de órgano los territorios más oscuros de la imaginación, mientras chorreaba por sus sienes la grasa derretida por el calor. José Arcadio, su hermano mayor, había de transmitir aquella imagen maravillosa, como un recuerdo hereditario, a toda su descendencia. Úrsula, en cambio, conservó un mal recuerdo de aquella visita, porque entró al cuarto en el momento en que Melquíades rompió por distracción un frasco de bicloruro de mercurio.-Es el olor del demonio -dijo ella.-En absoluto -corrigió Melquíades-. Está comprobado que el demonio tiene propiedades sulfúricas, y esto no es más que un poco de solimán.Siempre didáctico, hizo una sabia exposición sobre las virtudes diabólicas del cinabrio, pero Úrsula no le hizo caso, sino que se llevó los niños a rezar. Aquel olor mordiente quedaría para siempre en su memoria, vinculado al recuerdo de Melquíades. El rudimentario laboratorio -sin contar una profusión de cazuelas, embudos, retortas, filtros y coladores- estaba compuesto por un atanor primitivo; una probeta de cristal de cuello largo y angosto, imitación del huevo filosófico, y un destilador construido por los propios gitanos según las descripciones modernas del alambique de tres brazos de María la judía. Además de estas cosas, Melquíades dejó muestras de los siete metales correspondientes a los siete planetas, las fórmulas de Moisés y Zósimo para el doblado del oro, y una serie de apuntes y dibujos sobre los procesos del Gran Magisterio, que permitían a quien supiera interpretarlos intentar la fabricación de la piedra filosofal. Seducido por la simplicidad de las fórmulas para doblar el oro, José Arcadio Buendía cortejó a Úrsula durante varias semanas, para que le permitiera desenterrar sus monedas coloniales y aumentarlas tantas veces como era posible subdividir el azogile. Úrsula cedió, como ocurría siempre, ante la inquebrantable obstinación de su marido. Entonces José Arcadio Buendía echó treinta doblones en una cazuela, y los fundió con raspadura de cobre, oropimente, azufre y plomo. Puso a hervir todo a fuego vivo en un caldero de aceite de ricino hasta obtener un jarabe espeso y pestilente más parecido al caramelo vulgar que al oro magnífico. En azarosos y desesperados procesos de destilación, fundida con los siete metales planetarios, trabajada con el mercurio hermético y el vitriolo de Chipre, y vuelta a cocer en manteca de cerdo a falta de aceite de rábano, la preciosa herencia de Úrsula quedó reducida a un chicharrón carbonizado que no pudo ser desprendido del fondo del caldero.Cuando volvieron los gitanos, Úrsula había predispuesto contra ellos a toda la población. Pero la curiosidad pudo más que el temor, porque aquella vez los gitanos recorrieron la aldea haciendo un ruido ensordecedor con toda clase de instrumentos músicos, mientras el pregonero anunciaba la exhibición del más fabuloso hallazgo de los nasciancenos. De modo que todo el mundo se fue a la carpa, y mediante el pago de un centavo vieron un Melquíades juvenil, repuesto, desarrugado, con una dentadura nueva y radiante. Quienes recordaban sus encías destruidas por el escorbuto, sus mejillas fláccidas y sus labios marchitos, se estremecieron de pavor ante aquella prueba terminante de los poderes sobrenaturales del gitano. El pavor se convirtió en pánico cuando Melquíades se sacó los dientes, intactos, engastados en las encías, y se los mostró al público por un instante un instante fugaz en que volvió a ser el mismo hombre decrépito de los años anteriores y se los puso otra vez y sonrió de nuevo con un dominio pleno de su juventud restaurada. Hasta el propio José Arcadio Buendía consideró que los conocimientos de Melquíades habían llegado a extremos intolerables, pero experimentó un saludable alborozo cuando el gitano le explicó a solas el mecanismo de su dentadura postiza. Aquello le pareció a la vez tan sencillo y prodigioso, que de la noche a la mañana perdió todo interés en las investigaciones de alquimia; sufrió una nueva crisis de mal humor, no volvió a comer en forma regular y se pasaba el día dando vueltas por la casa. «En el mundo están ocurriendo cosas increíbles -le decía a Úrsula-. Ahí mismo, al otro lado del río, hay toda clase de aparatos mágicos, mientras nosotros seguimos viviendo como los burros.» Quienes lo conocían desde los tiempos de la fundación de Macondo, se asombraban de cuánto había cambiado bajo la influencia de Melquíades.Al principio, José Arcadio Buendía era una especie de patriarca juvenil, que daba instrucciones para la siembra y consejos para la crianza de niños y animales, y colaboraba con todos, aun en el trabajo físico, para la buena marcha de la comunidad. Puesto que su casa fue desde el primer momento la mejor de la aldea, las otras fueron arregladas a su imagen y semejanza. Tenía una salita amplia y bien iluminada, un comedor en forma de terraza con flores de colores alegres, dos dormitorios, un patio con un castaño gigantesco, un huerto bien plantado y un corral donde vivían en comunidad pacífica los chivos, los cerdos y las gallinas. Los únicos animales prohibidos no sólo en la casa, sino en todo el poblado, eran los gallos de pelea.La laboriosidad de Úrsula andaba a la par con la de su marido. Activa, menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún momento de su vida se la oyó cantar, parecía estar en todas partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida por el suave susurro de sus pollerines de olán. Gracias a ella, los pisos de tierra golpeada, los muros de barro sin encalar, los rústicos muebles de madera construidos por ellos mismos estaban siempre limpios, y los viejos arcones donde se guardaba la ropa exhalaban un tibio olor de albahaca.José Arcadio Buendía, que era el hombre más emprendedor que se vería jamás en la aldea, había dispuesto de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa recibía más sol que otra a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto.Desde los tiempos de la fundación, José Arcadio Buendía construyó trampas y jaulas. En poco tiempo llenó de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos no sólo la propia casa, sino todas las de la aldea. El concierto de tantos pájaros distintos llegó a ser tan aturdidor, que Úrsula se tapó los oídos con cera de abejas para no perder el sentido de la realidad. La primera vez que llegó la tribu de Melquíades vendiendo bolas de vidrio para el dolor de cabeza, todo el mundo se sorprendió de que hubieran podido encontrar aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga, y los gitanos confesaron que se habían orientado por el canto de los pájaros.Aquel espíritu de iniciativa social desapareció en poco tiempo, arrastrado por la fiebre de los imanes, los cálculos astronómicos, los sueños de trasmutación y las ansias de conocer las maravillas del mundo. De emprendedor y limpio, José Arcadio Buendía se convirtió en un hombre de aspecto holgazán, descuidado en el vestir, con una barba salvaje que Úrsula lograba cuadrar a duras penas con un cuchillo de cocina. No faltó quien lo considerara víctima de algún extraño sortilegio. Pero hasta los más convencidos de su locura abandonaron trabajo y familias para seguirlo, cuando se echó al hombro sus herramientas de desmontar, y pidió el concurso de todos para abrir una trocha que pusiera a Macondo en contacto con los grandes inventos.José Arcadio Buendía ignoraba por completo la geografía de la región. Sabía que hacia el Oriente estaba la sierra impenetrable, y al otro lado de la sierra la antigua ciudad de Riohacha, donde en épocas pasadas -según le había contado el primer Aureliano Buendía, su abuelo- sir Francis Drake se daba al deporte de cazar caimanes a cañonazos, que luego hacía remendar y rellenar de paja para llevárselos a la reina Isabel. En su juventud, él y sus hombres, con mujeres y niños y animales y toda clase de enseres domésticos, atravesaron la sierra buscando una salida al mar, y al cabo de veintiséis meses desistieron de la empresa y fundaron a Macondo para no tener que emprender el camino de regreso. Era, pues, una ruta que no le interesaba, porque sólo podía conducirlo al pasado. Al sur estaban los pantanos, cubiertos de una eterna nata vegetal, y el vasto universo de la ciénaga grande, que según testimonio de los gitanos carecía de límites. La ciénaga grande se confundía al Occidente con una extensión acuática sin horizontes, donde había cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer, que perdían a los navegantes con el hechizo de sus tetas descomunales. Los gitanos navegaban seis meses por esa ruta antes de alcanzar el cinturón de tierra firme por donde pasaban las mulas del correo. De acuerdo con los cálculos de José Arcadio Buendía, la única posibilidad de contacto con la civilización era la ruta del Norte. De modo que dotó de herramientas de desmonte y armas de cacería a los mismos hombres que lo acompañaron en la fundación de Macondo; echó en una mochila sus instrumentos de orientación y sus mapas, y emprendió la temeraria aventura.Los primeros días no encontraron un obstáculo apreciable. Descendieron por la pedregosa ribera del río hasta el lugar en que años antes habían encontrado la armadura del guerrero, y allí penetraron al bosque por un sendero de naranjos silvestres. Al término de la primera semana, mataron y asaron un venado, pero se conformaron con comer la mitad y salar el resto para los próximos días. Trataban de aplazar con esa precaución la necesidad de seguir comiendo guacamayas, cuya carne azul tenía un áspero sabor de almizcle. Luego, durante más de diez días, no volvieron a ver el sol. El suelo se volvió blando y húmedo, como ceniza volcánica, y la vegetación fue cada vez más insidiosa y se hicieron cada vez más lejanos los gritos de los pájaros y la bullaranga de los monos, y el mundo se volvió triste para siempre. Los hombres de la expedición se sintieron abrumados por sus recuerdos más antiguos en aquel paraíso de humedad y silencio, anterior al pecado original, donde las botas se hundían en pozos de aceites humeantes y los machetes destrozaban lirios sangrientos y salamandras doradas. Durante una semana, casi sin hablar, avanzaron como sonámbulos por un universo de pesadumbre, alumbrados apenas por una tenue reverberación de insectos luminosos y con los pulmones agobiados por un sofocante olor de sangre. No podían regresar, porque la trocha que iban abriendo a su paso se volvía a cerrar en poco tiempo, con una vegetación nueva que casi veían crecer ante sus ojos. «No importa -decía José Arcadio Buendía-. Lo esencial es no perder la orientación.» Siempre pendiente de la brújula, siguió guiando a sus hombres hacia el norte invisible, hasta que lograron salir de la región encantada. Era una noche densa, sin estrellas, pero la oscuridad estaba impregnada por un aire nuevo y limpio. Agotados por la prolongada travesía, colgaron las hamacas y durmieron a fondo por primera vez en dos semanas. Cuando despertaron, ya con el sol alto, se quedaron pasmados de fascinación. Frente a ellos, rodeado de helechos y palmeras, blanco y polvoriento en la silenciosa luz de la mañana, estaba un enorme galeón español.Ligeramente volteado a estribor, de su arboladura intacta colgaban las piltrafas escuálidas del velamen, entre jarcias adornadas de orquídeas. El casco, cubierto con una tersa coraza de rémora petrificada y musgo tierno, estaba firmemente enclavado en un suelo de piedras. Toda la estructura parecía ocupar un ámbito propio, un espacio de soledad y de olvido, vedado a los vicios del tiempo y a las costumbres de los pájaros. En el interior, que los expedicionarios exploraron con un fervor sigiloso, no había nada más que un apretado bosque de flores.El hallazgo del galeón, indicio de la proximidad del mar, quebrantó el ímpetu de José Arcadio Buendía. Consideraba como una burla de su travieso destino haber buscado el mar sin encontrarlo, al precio de sacrificios y penalidades sin cuento, y haberlo encontrado entonces sin buscarlo, atravesado en su camino como un obstáculo insalvable. Muchos años después, el coronel Aureliano Buendía volvió a travesar la región, cuando era ya una ruta regular del correo, y lo único que encontró de la nave fue el costillar carbonizado en medio de un campo de amapolas. Sólo entonces convencido de que aquella historia no había sido un engendro de la imaginación de su padre, se preguntó cómo había podido el galeón adentrarse hasta ese punto en tierra firme. Pero José Arcadio Buendía no se planteó esa inquietud cuando encontró el mar, al cabo de otros cuatro días de viaje, a doce kilómetros de distancia del galeón. Sus sueños terminaban frente a ese mar color de ceniza, espumoso y sucio, que no merecía los riesgos y sacrificios de su aventura.🔴 No olvide conectarse a la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.
Capítulo IMarsella. La llegadaEl 24 de febrero de 1815, el vigía de Notre-Dame de la Garde avistó el buque de tres palos, el Pharaon, que venía de Esmirna, Trieste y Nápoles.Como de costumbre, el práctico salió rápidamente del puerto, pasó bordeando el castillo de If y fue a abordar el navío entre el cabo de Morgion y la isla de Rion.Enseguida, como aún es costumbre, la plataforma del fuerte Saint-Jean se había llenado de curiosos; pues sigue siendo un gran acontecimiento en Marsella la llegada de un buque, sobre todo cuando ese buque, como el Pharaon, ha sido construido, aparejado y estibado en los astilleros de la antigua Focea y pertenece a un armador de la ciudad.Mientras tanto el buque se iba acercando; había franqueado felizmente ese estrecho que algún movimiento volcánico formó entre la isla de Calasareigne y la isla de Jaros; había doblado Pomègue y navegaba bajo sus tres gavias, su gran foque y su vela cangreja, pero tan lentamente y con un ritmo tan triste que los curiosos, con ese instinto que presiente las desgracias, se preguntaban qué accidente podía haber ocurrido a bordo. Sin embargo, los expertos en navegación reconocían que, si había sucedido un accidente, no podía ser al barco mismo, pues el navío se aproximaba con todas las condiciones de un navío perfectamente gobernado: el ancla preparada para el fondeo, los obenques del bauprés sueltos; y junto al práctico, que se disponía a dirigir al Pharaon por la estrecha entrada del puerto de Marsella, había un joven de gesto rápido y mirada activa, que vigilaba cada movimiento del navío y repetía cada orden dada por el práctico.La vaga inquietud que planeaba entre la gente había hecho mella particularmente en uno de los espectadores de la explanada de Saint-Jean, de modo que no pudo esperar a la entrada del buque en el puerto; saltó a un pequeño bote y ordenó remar para ir al encuentro del Pharaon, a quien alcanzó frente a la ensenada de la Reserve.Al ver venir a este hombre, el joven marino dejó su puesto junto al práctico, y, sombrero en mano, vino a apoyarse en el pretil del barco.Era un joven de dieciocho a veinte años, alto, esbelto, con unos hermosos ojos negros y cabello de ébano; toda su persona despedía ese aire tranquilo y resuelto propio de los hombres acostumbrados desde su infancia a luchar contra el peligro.—¡Ah, es usted, Dantès! —gritó el hombre del bote—; ¿qué es lo que ha pasado, por qué ese aire de tristeza que se percibe a bordo?—Una gran desgracia, señor Morrel —respondió el joven—, una gran desgracia, sobre todo para mí; a la altura de Civita-Vecchia hemos perdido al buen capitán Leclère.—¿Y la carga? —preguntó rápidamente el armador.—La carga llegó a buen puerto, señor Morrel, y creo que respecto a eso estará usted satisfecho; pero ese pobre capitán Leclère…—¿Pues que le ocurrió? —preguntó el armador visiblemente aliviado —; ¿pues entonces qué le ocurrió, a ese buen capitán?—Ha muerto.—¿Se cayó al mar?—No, señor; ha muerto de una fiebre cerebral, en medio de horribles sufrimientos.Después, volviéndose hacia sus hombres:—¡Vamos! —dijo—, ¡cada uno a su puesto para el fondeo!La tripulación obedeció. Al instante, los ocho o diez marineros que la componían se lanzaron unos a las escotas, otros a las brazas, otros a las drizas, otros a los cabos bajos de los foques; finalmente, otros a cada briol de las velas.El joven marino echó una indolente ojeada a todo ese comienzo de maniobra y, al ver que sus órdenes se iban ejecutando, volvió a su interlocutor.—Y entonces, ¿cómo sucedió esa desgracia? —continuó el armador, retomando la conversación allí donde el marino la había interrumpido.—Dios mío, señor, de la manera más imprevista: después de una larga conversación con el comandante del puerto, el capitán Leclère salió de Nápoles muy agitado; al cabo de veinticuatro horas le subió la fiebre; tres días después, murió.»Le hicimos los funerales de ordenanza, y descansa a la altura de la isla de El Giglio, decentemente envuelto en un coy, con una bala de cañón del treinta y seis a los pies y otra a la cabeza. Le traemos a la viuda su cruz de honor y su espada. Sí que es una lástima —continuó el joven con una melancólica sonrisa—, guerrear diez años contra los ingleses para venir a morir en su cama, como todo el mundo.—¡Hombre! Qué quiere usted, señor Edmond —repuso el armador que parecía consolarse cada vez más—, todos somos mortales, y es bien necesario que los viejos dejen el sitio a los jóvenes, sin eso no habría progreso, y puesto que usted me garantiza la carga…—Está en buen estado, señor Morrel, se lo aseguro. Este es un viaje del que le aconsejo contar con no menos de 25.000 francos de beneficio.Después, como acababa de sobrepasar el torreón:—¡Listos para cargar las velas de la cofa, el foque y la cangreja! — gritó el joven marino—. ¡Rápido!La orden se ejecutó casi con tanta rapidez como en un barco de guerra.—¡Arriar y recoger velas!Tras la última orden, todas las velas se arriaron y el navío se acercó de una manera casi insensible, navegando solamente por la impulsión dada.—Y ahora, si quiere embarcar, señor Morrel —dijo Dantès viendo la impaciencia del armador—, ahí está su contable, el señor Danglars, que sale de la cabina y que le dará toda la información que usted desee. En cuanto a mí, tengo que vigilar el fondeo y poner el navío en duelo.💬 Síganos en nuestro canal de WhatsApp aquíEl armador no esperó a que se lo dijera dos veces. Asió un cabo que le echó Dantès y, con una destreza que hubiera hecho honor a un hombre de mar, escaló los peldaños clavados en el flanco abombado del barco, mientras que Dantès, regresando a su puesto de segundo, cedía la conversación a quien había anunciado con el nombre de Danglars y que, saliendo de la cabina, iba efectivamente al encuentro del armador.El recién llegado era un hombre de veinticinco a veintiséis años, de rostro bastante sombrío, obsequioso con sus superiores, insolente con sus subordinados. Es cierto que, además del título de agente contable, que siempre es motivo de repulsa para los marineros, era, generalmente, tan mal visto por la tripulación como, por el contrario, bien visto y estimado era Edmond Dantès.—Y bien, señor Morrel —dijo Danglars—, ya conoce la desgracia, ¿no?—Sí, sí, ¡pobre capitán Leclère! ¡Era un buen hombre honrado!—Y un excelente marino, sobre todo, que había envejecido entre el cielo y el agua, como conviene a un hombre encargado de los intereses de una casa tan importante como la casa Morrel e hijo —respondió Danglars.—Pero —dijo el armador siguiendo con la mirada a Dantès, que intentaba el fondeo—, pero me parece que no hay necesidad de ser tan marino viejo como usted dice, Danglars, para conocer su oficio, y ahí tiene a nuestro amigo Edmond, que cumple con el suyo, me parece, como hombre que no necesita pedir consejos a nadie.—Sí —dijo Danglars echando a Dantès una aviesa mirada en la que brillaba un destello de odio—, sí, es joven, y no duda de nada. En cuanto murió el capitán tomó el mando sin consultar a nadie, y además nos hizo perder un día y medio en la isla de Elba en lugar de regresar directamente a Marsella.—En cuanto a tomar el mando del navío —dijo el armador— era su deber como segundo; en cuanto a perder un día y medio en la isla de Elba, ahí se equivocó, a menos que el navío tuviera que reparar alguna avería.—El navío estaba tan bien como yo, y como deseo que lo esté usted, señor Morrel; y esa jornada y media se perdió por puro capricho, por el gusto de bajar a tierra, eso es todo.—Dantès —dijo el armador volviéndose hacia el joven—, venga aquí.—Perdón, señor —dijo Dantès—, enseguida estoy con usted.Después, dirigiéndose a la tripulación:—¡Fondeo! —dijo.Rápidamente cayó el ancla y la cadena se deslizó ruidosamente. Dantès se quedó en su puesto, a pesar de la presencia del práctico, hasta que esta última maniobra se vio concluida; después, añadió:—¡Bajen el gallardete a medio mástil, pongan la bandera a media asta, embiquen las vergas!—Ve usted —dijo Danglars—, se cree ya capitán, palabra.—Y de hecho lo es —dijo el armador.—Sí, salvo la firma de usted y la de su socio, señor Morrel.—¡Hombre! ¿Por qué no íbamos a dejarle en ese puesto? —dijo el armador—. Es joven, ya lo sé, pero me parece muy apropiado y muy experimentado en su oficio.Una nube pasó por la frente de Danglars.—Perdón, señor Morrel —dijo Dantès al acercarse—; ahora que el navío está fondeado, ya soy todo suyo, me ha llamado usted, ¿verdad?Danglars retrocedió un paso.—Yo quería preguntarle, Dantès, por qué se detuvo usted en la isla de Elba.—Lo ignoro, señor, era para cumplir la última orden del capitán Leclère, que, al morir, me remitió un paquete para el gran mariscal Bertrand.—¿Entonces le vio usted, Edmond?—¿A quién?—Al gran mariscal.—Sí.Morrel miraba a su alrededor y atrajo a Dantès aparte.—¿Y cómo está el emperador? —preguntó rápidamente.—Bien, tal como pude juzgar por mis propios ojos.—¿Así que usted vio también al emperador?—Entró donde el mariscal cuando yo estaba con él.—¿Y le habló usted?—Mejor decir que fue él quien habló conmigo, señor —dijo Dantès sonriendo.—¿Y qué le dijo?—Me hizo preguntas sobre el buque, sobre la fecha en la que zarparía hacia Marsella, sobre la ruta que había seguido y sobre la carga que llevaba. Creo que si hubiera estado vacío y que si yo hubiera sido el dueño, su intención hubiera sido comprarlo; pero le dije que yo era un simple segundo, y que el buque pertenecía a la casa Morrel e hijo. «¡Ah!», dijo, «la conozco. Los Morrel son armadores de padre a hijo, y había un Morrel que servía en el mismo regimiento que yo, cuando yo estaba en guarnición en Valence».—¡Eso es cierto, pardiez! —exclamó el armador todo gozoso—; era Policar Morrel, mi tío, que llegó a capitán. Dantès, dirá a mi tío que el emperador se acordó de él, y le verá llorar, al viejo veterano. Vamos, vamos —continuó el armador, dando una palmada amistosa en el hombro del joven—, hizo usted bien, Dantès, en seguir las nstrucciones del capitán Leclère, y deteniéndose en la isla de Elba, aunque, si se supiera que remitió un paquete al mariscal y que habló con el emperador, podría comprometerle.—¿Y en qué iba a comprometerme, señor? —dijo Dantès—. Ni siquiera sé lo que llevaba, y el emperador no me hizo más preguntas de las que hubiera hecho a cualquier recién llegado. Pero, perdón —repuso Dantès—, aquí vienen sanidad y aduanas; me permite, ¿verdad?—Vaya, vaya, mi querido Dantès.El joven se alejó y, mientras se alejaba, se acercó Danglars.—Y bien —preguntó—, ¿parece que le ha dado buenas razones para haber fondeado en Portoferraio?—Excelentes razones, mi querido señor Danglars.—¡Ah! Mejor así —respondió este—, pues siempre es penoso ver a un compañero que no cumple con su deber.—Dantès sí ha cumplido con el suyo —respondió el armador—, y no hay nada más que decir. Era el capitán Leclère quien le había ordenado esa escala.—A propósito del capitán Leclère, ¿no os ha remitido una carta suya?—¿Quién?—Dantès.—¡A mí, no! ¿Es que tenía una carta?—Yo creía que, además del paquete, el capitán Leclère le había confiado una carta.—¿De qué paquete habla usted, Danglars?—¡Pues del que Dantès depositó al pasar por Portoferraio!—¿Cómo sabe usted que había un paquete que depositar en Portoferraio?Danglars se sonrojó.—Yo pasaba por delante de la puerta del capitán que estaba entreabierta, y vi que entregaba ese paquete y esa carta a Dantès.—No me ha dicho nada —dijo el armador—; pero si existe esa carta, me la entregará.Danglars reflexionó un instante.—Entonces, señor Morrel, se lo ruego, no hable de esto con Dantès; me habré equivocado.En ese momento el joven volvía; Danglars se alejó.—Y bien, mi querido Dantès, ¿ya está usted libre? —preguntó el armador.—Sí, señor.—La cosa no ha sido larga.—No, di al aduanero la lista de nuestras mercancías; y en cuanto a la Oficina de Sanidad, enviaron con el práctico a un hombre a quien entregué nuestros papeles.—¿Entonces ya no tiene usted nada más que hacer aquí?Dantés echó una rápida ojeada a su alrededor.—No, todo está en orden —dijo.—¿Entonces podrá usted venir a comer con nosotros?—Discúlpeme, señor Morrel, discúlpeme, se lo ruego, pero debo a mi padre la primera visita. No por eso dejo de agradecerle el honor que usted me hace.—Es justo, Dantès, es justo. Ya sé que es usted un buen hijo.—¿Y… —preguntó Dantès con cierta duda—, mi padre está bien de salud, que usted sepa?—Pues creo que sí, mi querido Edmond, aunque no le he visto.—Sí, se queda demasiado encerrado en su casa.—Al menos eso prueba de que no le falta de nada cuando usted está ausente.Dantès sonrió.—Mi padre es orgulloso, señor, y aunque le faltara de todo, dudo que pidiera algo a alguien, excepto a Dios.—Y bien, después de esa primera visita, contamos con usted.—Discúlpeme de nuevo, señor Morrel; pero después de esa primera visita tengo una segunda que no me preocupa menos que la primera.—¡Ah! Es cierto, Dantès; olvidaba que hay en Les Catalans alguien que debe esperarle con no menos impaciencia que su padre de usted; la bella Mercedes.Dantès sonrió.—¡Ah!, ¡ah! —dijo el armador—. No me extraña que la joven haya venido tres veces a preguntar por el Pharaon. ¡Pestes! Edmond, no es usted digno de lástima, ¡vaya una guapa amante que tiene usted!—No es mi amante, señor —dijo seriamente el joven marino—; es mi prometida.—A veces se es ambas cosas —dijo el armador riendo.—No para nosotros, señor —respondió Dantès.—Vamos, vamos, mi querido Edmond —continuó el armador—, que no quiero retenerle; demasiado bien ha llevado usted mis asuntos como para que no le deje yo todo su tiempo para llevar a cabo los suyos.¿Necesita usted dinero?—No, señor; tengo toda mi nómina del viaje, es decir, cerca de tres meses de sueldo.—Es usted un muchacho formal, Edmond.—Añada usted que tengo un padre pobre, señor Morrel.—Sí, sí, ya sé que es usted un buen hijo. Vaya, pues, a ver a su padre; yo también tengo un hijo, y odiaría a quien después de un viaje de tres meses, le retuviera lejos de mí.—Entonces, ¿me permite? —dijo el joven despidiéndose.—Sí, si no tiene usted nada más que decirme.—No.—¿El capitán Leclère no le dio, al morir, una carta para mí?—Le hubiera sido imposible escribirla, señor; pero eso me recuerda que tendré que pedirle un permiso de quince días.—¿Para casarse?—Primeramente, sí; después, para ir a París.—¡Bueno!, ¡bueno! Se tomará usted el tiempo que desee, Dantès; descargar el buque nos llevará unas seis semanas, y no embarcaremos antes de tres meses… Solamente que, dentro de tres meses, tendrá usted que estar aquí. El Pharaon —continuó el armador con una palmada en el hombro del joven marino—, no podría zarpar sin su capitán.—¡Sin su capitán! —exclamó Dantès con los ojos brillantes de alegría—. Mire usted bien lo que dice, señor, pues acaba usted de dar respuesta a las más secretas esperanzas de mi corazón. ¿Acaso es su intención nombrarme capitán del Pharaon?—Si fuera sólo yo, le estrecharía la mano, mi querido Dantès, y le diría: «eso está hecho». Pero tengo un socio, y ya conoce usted el proverbio latino: Che a compagne a padrone. Pero la mitad del trabajo está hecho, al menos, puesto que de dos votos ya tiene usted uno. Confíe en mí para obtener el otro y yo haré todo lo que pueda.—¡Oh! Señor Morrel —exclamó el joven marino, cogiendo las manos del armador con lágrimas en los ojos—; señor Morrel, se lo agradezco, en nombre de mi padre y de Mercedes.—Está bien, está bien, Edmond, hay un Dios en el Cielo para las buenas personas, ¡qué diablos! Vaya usted a ver a su padre, a ver a Mercedes, y vuelva a verme después.—¿Pero no quiere que le lleve a tierra?—No, gracias; me quedo para arreglar cuentas con Danglars. ¿Ha estado usted satisfecho de él durante el viaje?—Eso depende del sentido que quiera usted dar a esa pregunta, señor.Si es como buen compañero, no, pues creo que no le gusto mucho desde el día en el que cometí la tontería, tras una pequeña querella que tuvimos entre los dos, de proponerle que nos detuviéramos diez minutos en la isla de Montecristo para resolver esa querella; propuesta que reconozco que fue equivocada por mi parte, como acertada fue la suya al rechazarla. Si el sentido de su pregunta es como sobrecargo, creo que no tengo nada que decir y que usted estará satisfecho de cómo ha cumplido con su tarea.—Pero —preguntó el armador—, veamos, Dantès, ¿si usted fuera el capitán del Pharaon, mantendría a Danglars con gusto?—Capitán o segundo, señor Morrel —respondió Dantès—, tendré siempre la mayor consideración por quienes tengan la confianza de mis armadores.—Vamos, vamos, Dantès, veo que es usted un buen muchacho en todos los sentidos. No quiero retenerle más; vaya, pues ya veo que está sobre ascuas.—¿Tengo entonces ese permiso? —preguntó Dantès.—Vaya, le digo.—¿Me permite que coja su bote?—Cójalo.—Adiós, señor Morrel y mil veces gracias.—Adiós, mi querido Edmond, ¡buena suerte!El joven marino saltó al bote, fue a sentarse a popa y dio la orden de atracar en La Canebière. Dos marineros se inclinaron enseguida sobre los remos y la embarcación se deslizó tan rápidamente como era posible, en medio de miles de barcas que obstruían la especie de calle que lleva, entre dos filas de buques, de la entrada del puerto al muelle de Orleáns.El armador le siguió con la mirada sonriendo hasta la orilla, le vio saltar al pavimento del muelle y perderse enseguida en medio de esa masa abigarrada que, desde las cinco de la mañana a las nueve de la noche, atesta esa famosa calle de La Canebière, de la que los foceos modernos están tan orgullosos que dicen, con la seriedad más grande del mundo, y con ese acento que concede tanto carácter a lo que dicen: «si París tuviera La Canebière, París sería una pequeña Marsella».Cuando se dio la vuelta, el armador vio detrás de él a Danglars que, en apariencia, parecía esperar sus órdenes, pero que, en realidad, como él, seguía al joven marino con la mirada. Solamente que había una gran diferencia en la expresión de esa doble mirada que seguía al mismo hombre.🔴 No olvide conectarse a la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.
PRIMERA PARTEITodas las familias felices se parecen entre sí; pero cada familia desgraciada tiene un motivo especial para sentirse así. En casa de los Oblonsky andaba todo trastrocado. La esposa acababa de enterarse de que su marido mantenía relaciones con la institutriz francesa y se había apresurado a declararle que no podía seguir viviendo con él.Semejante situación duraba ya tres días y era tan dolorosa para los esposos como para los demás miembros de la familia. Todos, incluso los criados, sentían la íntima impresión de que aquella vida en común no tenía ya sentido y que, incluso en una posada, se encuentran más unidos los huéspedes de lo que ahora se sentían ellos entre sí.La mujer no salía de sus habitaciones; el marido no comía en casa desde hacía tres días; los niños corrían libremente de un lado a otro sin que nadie les molestara. La institutriz inglesa había tenido una disputa con el ama de llaves y escribió a una amiga suya pidiéndole que le buscase otra colocación; el cocinero se había ido dos días antes, precisamente a la hora de comer; y el cochero y la ayudante de cocina manifestaron que no querían continuar prestando sus servicios allí y que sólo esperaban que les saldasen sus haberes para irse.El tercer día después de la escena tenida con su mujer, el príncipe Esteban Arkadievich Oblonsky –Stiva, como le llamaban en sociedad–, al despertar a su hora de costumbre, es decir, a las ocho de la mañana, se halló, no en el dormitorio conyugal, sino en su despacho, tendido sobre el diván de cuero.Volvió su cuerpo, lleno y bien cuidado, sobre los flexibles muelles del diván, como si se dispusiera a dormir de nuevo, a la vez que abrazando el almohadón apoyaba en él la mejilla. De repente se incorporó, se sentó sobre el diván y abrió los ojos.«¿Cómo era», pensó, recordando su sueño. «¡A ver, a ver! Alabin daba una comida en Darmstadt… Sonaba una música americana… El caso es que Darmstadt estaba en América… ¡Eso es! Alabin daba un banquete, servido en mesas de cristal… Y las mesas cantaban: "Il mio tesoro"..: Y si no era eso, era algo más bonito todavía.» Había también unos frascos, que luego resultaron ser mujeres… »💬 Síganos en nuestro canal de WhatsApp aquíLos ojos de Esteban Arkadievich brillaron alegremente al recordar aquel sueño. Luego quedó pensativo y sonrió. «¡Qué bien estaba todo!» Había aún muchas otras cosas magníficas que, una vez despierto, no sabía expresar ni con palabras ni con pensamientos.Observó que un hilo de luz se filtraba por las rendijas de la persiana, alargó los pies, alcanzó sus zapatillas de tafilete bordado en oro, que su mujer le regalara el año anterior con ocasión de su cumpleaños, y, como desde hacía nueve años tenía por costumbre, extendió la mano hacia el lugar donde, en el dormitorio conyugal, acostumbraba tener colocada la bata.Sólo entonces se acordó de cómo y por qué se encontraba en su gabinete y no en la alcoba con su mujer; la sonrisa desapareció de su rostro y arrugó el entrecejo.–¡Ay, ay, ay! –se lamentó, acordándose de lo que había sucedido.Y de nuevo se presentaron a su imaginación los detalles de la escena terrible; pensó en la violenta situación en que se encontraba y pensó, sobre todo, en su propia culpa, que ahora se le aparecía con claridad.–No, no me perdonará. ¡Y lo malo es que yo tengo la culpa de todo. La culpa es mía, y, sin embargo, no soy culpable. Eso es lo terrible del caso! ¡Ay, ay, ay! –se repitió con desesperación, evocando de nuevo la escena en todos sus detalles.Lo peor había sido aquel primer momento, cuando al regreso del teatro, alegre y satisfecho con una manzana en las manos para su mujer, no la había hallado en el salón; asustado, la había buscado en su gabinete, para encontrarla al fin en su dormitorio examinando aquella malhadada carta que lo había descubierto todo.Dolly, aquella Dolly, eternamente ocupada, siempre llena de preocupaciones, tan poco inteligente, según opinaba él, se hallaba sentada con el papel en la mano, mirándole con una expresión de horror, de desesperación y de ira.–¿Qué es esto? ¿Qué me dices de esto? –preguntó, señalando la carta.Y ahora, al recordarlo, lo que más contrariaba a Esteban Arkadievich en aquel asunto no era el hecho en sí, sino la manera como había contestado entonces a su esposa.Le había sucedido lo que a toda persona sorprendida en una situación demasiado vergonzosa: no supo adaptar su aspecto a la situación en que se encontraba. Así, en vez de ofenderse, negar, disculparse, pedir perdón o incluso permanecer indiferente ––cualquiera de aquellas actitudes habría sido preferible–, hizo una cosa ajena a su voluntad («reflejos cerebrales», juzgó Esteban Arkadievich, que se interesaba mucho por la fisiología): sonreír, sonreír con su sonrisa habitual, benévola y en aquel caso necia.Aquella necia sonrisa era imperdonable. Al verla, Dolly se había estremecido como bajo el efecto de un dolor físico, y, según su costumbre, anonadó a Stiva bajo un torrente de palabras duras y apenas hubo terminado, huyó a refugiarse en su habitación. Desde aquel momento, se había negado a ver a su marido. «¡Todo por aquella necia sonrisa!», pensaba Esteban Arkadievich. Y se repetía, desesperado, sin hallar respuesta a su pregunta: «¿Qué hacer, qué hacer?».🔴 No olvide conectarse a la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.
IHoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.El asilo de ancianos está en Marengo, a ochenta kilómetros de Argel. Tomaré el autobús a las dos y llegaré por la tarde. De esa manera podré velarla, y regresaré mañana por la noche. Pedí dos días de licencia a mi patrón y no pudo negármelos ante una excusa semejante. Pero no parecía satisfecho. Llegué a decirle: «No es culpa mía.» No me respondió. Pensé entonces que no debía haberle dicho esto. Al fin y al cabo, no tenía por qué excusarme. Más bien le correspondía a él presentarme las condolencias. Pero lo hará sin duda pasado mañana, cuando me vea de luto. Por ahora, es un poco como si mamá no estuviera muerta. Después del entierro, por el contrario, será un asunto archivado y todo habrá adquirido aspecto más oficial.Tomé el autobús a las dos. Hacía mucho calor. Comí en el restaurante de Celeste como de costumbre. Todos se condolieron mucho de mí, y Celeste me dijo: «Madre hay una sola.» Cuando partí, me acompañaron hasta la puerta. Me sentía un poco aturdido pues fue necesario que subiera hasta la habitación de Manuel para pedirle prestados una corbata negra y un brazal. El perdió a su tío hace unos meses.Corrí para alcanzar el autobús. Me sentí adormecido sin duda por la prisa y la carrera, añadidas a los barquinazos, al olor a gasolina y a la reverberación del camino y del cielo. Dormí casi todo el trayecto. Y cuando desperté, estaba apoyado contra un militar que me sonrió y me preguntó si venía de lejos. Dije «sí» para no tener que hablar más.El asilo está a dos kilómetros del pueblo. Hice el camino a pie. Quise ver a mamá en seguida. Pero el portero me dijo que era necesario ver antes al director. Como estaba ocupado, esperé un poco. Mientras tanto, el portero me estuvo hablando, y en seguida vi al director. Me recibió en su despacho. Era un viejecito condecorado con la Legión de Honor. Me miró con sus ojos claros. Después me estrechó la mano y la retuvo tanto tiempo que yo no sabía cómo retirarla. Consultó un legajo y me dijo: «La señora de Meursault entró aquí hace tres años. Usted era su único sostén.» Creí que me reprochaba alguna cosa y empecé a darle explicaciones. Pero me interrumpió: «No tiene usted por qué justificarse, hijo mío. He leído el legajo de su madre. Usted no podía subvenir a sus necesidades. Ella necesitaba una enfermera. Su salario es modesto. Y, al fin de cuentas, era más feliz aquí.» Dije: «Sí, señor director.» El agregó: «Sabe usted, aquí tenía amigos, personas de su edad. Podía compartir recuerdos de otros tiempos. Usted es joven y ella debía de aburrirse con usted.»💬 Síganos en nuestro canal de WhatsApp aquíEra verdad. Cuando mamá estaba en casa pasaba el tiempo en silencio, siguiéndome con la mirada. Durante los primeros días que estuvo en el asilo lloraba a menudo. Pero era por la fuerza de la costumbre. Al cabo de unos meses habría llorado si se la hubiera retirado del asilo. Siempre por la fuerza de la costumbre. Un poco por eso en el último año casi no fui a verla. Y también porque me quitaba el domingo, sin contar el esfuerzo de ir hasta el autobús, tomar los billetes y hacer dos horas de camino.El director me habló aún. Pero casi no le escuchaba. Luego me dijo: «Supongo que usted quiere ver a su madre.» Me levanté sin decir nada, y salió delante de mí. En la escalera me explicó: «La hemos llevado a nuestro pequeño depósito. Para no impresionar a los otros. Cada vez que un pensionista muere, los otros se sienten nerviosos durante dos o tres días. Y dificulta el servicio.» Atravesamos un patio en donde había muchos ancianos, charlando en pequeños grupos. Callaban cuando pasábamos. Y reanudaban las conversaciones detrás de nosotros. Hubiérase dicho un sordo parloteo de cotorras. En la puerta de un pequeño edificio el director me abandonó: «Le dejo a usted, señor Meursault. Estoy a su disposición en mi despacho.En principio, el entierro está fijado para las diez de la mañana. Hemos pensado que así podría usted velar a la difunta. Una última palabra: según parece, su madre expresó a menudo a sus compañeros el deseo de ser enterrada religiosamente. He tomado a mi cargo hacer lo necesario. Pero quería informar a usted.» Le di las gracias. Mamá, sin ser atea, jamás había pensado en la religión mientras vivió.Entré. Era una sala muy clara, blanqueada a la cal, con techo de vidrio. Estaba amueblada con sillas y caballetes en forma de X. En el centro de la sala, dos caballetes sostenían un féretro cerrado con la tapa. Sólo se veían los tornillos relucientes, hundidos apenas, destacándose sobre las tapas pintadas de nogalina. Junto al féretro estaba una enfermera árabe, con blusa blanca y un pañuelo de color vivo en la cabeza.En ese momento el portero entró por detrás de mí. Debió de haber corrido. Tartamudeó un poco: «La hemos tapado, pero voy a destornillar el cajón para que usted pueda verla.» Se aproximaba al féretro cuando lo paré. Me dijo: «¿No quiere usted?» Respondí: «No.» Se detuvo, y yo estaba molesto porque sentía que no debí haber dicho esto. Al cabo de un instante me miró y me preguntó: «¿Por qué?», pero sin reproche, como si estuviera informándose. Dije: «No sé.» Entonces, retorciendo el bigote blanco, declaró, sin mirarme: «Comprendo.» Tenía ojos hermosos, azul claro, y la tez un poco roja. Me dio una silla y se sentó también, un poco a mis espaldas. La enfermera se levantó y se dirigió hacia la salida. El portero me dijo: «Tiene un chancro.» Como no comprendía, miré a la enfermera y vi que llevaba, por debajo de los ojos, una venda que le rodeaba la cabeza. A la altura de la nariz la venda estaba chata. En su rostro sólo se veía la blancura del vendaje.Cuando hubo salido, el portero habló: «Lo voy a dejar solo.» No sé qué ademán hice, pero se quedó, de pie detrás de mí. Su presencia a mis espaldas me molestaba.Llenaba la habitación una hermosa luz de media tarde. Dos abejorros zumbaban contra el techo de vidrio. Y sentía que el sueño se apoderaba de mí. Sin volverme hacia él, dije al portero: «¿Hace mucho tiempo que está usted aquí?» Inmediatamente respondió: «Cinco años», como si hubiese estado esperando mi pregunta.Charló mucho en seguida. Se habría que dado muy asombrado si alguien le hubiera dicho que acabaría de portero en el asilo de Marengo. Tenía sesenta y cuatro años y era parisiense. Le interrumpí en ese momento: «¡Ah! ¿Usted no es de aquí?» Luego recordé que antes de llevarme a ver al director me había hablado de mamá. Me había dicho que era necesario enterrarla cuanto antes porque en la llanura hacía calor, sobre todo en esta región. Entonces me había informado que había vivido en París y que le costaba mucho olvidarlo. En París se retiene al muerto tres, a veces cuatro días. Aquí no hay tiempo; todavía no se ha hecho uno a la idea cuando hay que salir corriendo detrás del coche fúnebre. Su mujer le había dicho: «Cállate, no son cosas para contarle al señor.» El viejo había enrojecido y había pedido disculpas. Yo intervine para decir: «Pero no, pero no…» Me pareció que lo que contaba era apropiado e interesante.En el pequeño depósito me informó que había ingresado en el asilo como indigente. Como se sentía válido, se había ofrecido para el puesto de portero. Le hice notar que en resumidas cuentas era pensionista. Me dijo que no. Ya me había llamado la atención la manera que tenía de decir: «ellos», «los otros» y, más raramente, «los viejos», al hablar de los pensionistas, algunos de los cuales no tenían más edad que él. Pero, naturalmente, no era la misma cosa. El era portero y, en cierta medida, tenía derechos sobre ellos.La enfermera entró en ese momento. La tarde había caído bruscamente. La noche habíase espesado muy rápidamente sobre el vidrio del techo. El portero oprimió el conmutador y quedé cegado por el repentino resplandor de la luz. Me invitó a dirigirme al refectorio para cenar. Pero no tenía hambre. Me ofreció entonces traerme una taza de café con leche. Como me gusta mucho el café con leche, acepté, y un momento después regresó con una bandeja. Bebí. Tuve deseos de fumar. Pero dudé, porque no sabía si podía hacerlo delante de mamá. Reflexioné. No tenía importancia alguna. Ofrecí un cigarrillo al portero y fumamos🔴 No olvide conectarse a la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.
Un modesto joven se dirigía en pleno verano desde Hamburgo, su ciudad natal, a Davos-Platz, en el cantón de los Grisones. Iba allí a hacer una visita de tres semanas. Pero desde Hamburgo hasta aquellas alturas, el viaje es largo; demasiado largo, en verdad, con relación a la brevedad de la estancia proyectada. Se pasa por diferentes comarcas, subiendo y bajando desde lo alto de la meseta de la Alemania meridional hasta la ribera del mar suabo, y luego, en buque, sobre las olas saltarinas, por encima de abismos que en otro tiempo se consideraban insondables. Pero el viaje, que tanto tiempo transcurre en línea recta, comienza de pronto a obstaculizarse. Hay paradas y complicaciones. En Rorschach, en territorio suizo, es preciso tomar de nuevo el ferrocarril; pero no se consigue llegar más que hasta Landquart, pequeña estación alpina donde hay que cambiar de tren. Es un ferrocarril de vía estrecha, que obliga a una espera prolongada a la intemperie, en una comarca bastante desprovista de encantos, y desde el instante en que la máquina, pequeña, pero de tracción aparentemente excepcional, se pone en movimiento, comienza la parte que pudiéramos llamar aventurera del viaje, iniciando una subida brusca y ardua que parece no ha de tener fin, ya que Landquart se halla situado a una altura todavía moderada.Se pasa por un camino rocoso, salvaje y áspero, de alta montaña. Hans Castorp —tal es el nombre del joven— se encontraba solo, con el maletín de piel de cocodrilo, regalo de su tío y tutor, el cónsul Tienappel —para designarle desde ahora con su nombre—, su capa de invierno, que se balanceaba colgada de un rosetón, y su manta de viaje enrollada en un pequeño departamento tapizado de gris. Estaba sentado junto a la ventanilla abierta y, como en aquella tarde el frío era cada vez más intenso, y él era un joven delicado y consentido, se había levantado el cuello de su sobretodo de verano, de corte amplio y forrado de seda, según la moda. Cerca de él, sobre el asiento, reposaba un libro encuadernado, titulado: Ocean steamships, que había abierto de vez en cuando al principio del viaje; pero ahora yacía abandonado y el resuello anhelante de la locomotora salpicaba su cubierta de motitas de grasa. Dos jornadas de viaje alejan al hombre —y con mucha más razón al joven cuyas débiles raíces no han profundizado aún en la existencia— de su universo cotidiano, de todo lo que él consideraba sus deberes, intereses, preocupaciones y esperanzas; le alejan infinitamente más de lo que pudo imaginar en el coche que le conducía a la estación. El espacio que, girando y huyendo, se interpone entre él y su punto de procedencia, desarrolla fuerzas que se cree reservadas al tiempo. Hora tras hora, el espacio determina transformaciones interiores muy semejantes a las que provoca el tiempo, pero de manera alguna las supera. Igual que éste, crea el olvido; pero lo hace desprendiendo a la persona humana de sus contingencias para transportarla a un estado de libertad inicial; incluso del pedante y el burgués hace, de un solo golpe, una especie de vagabundo. El tiempo, según se dice, es el Leteo. Pero el aire de las lejanías es un brebaje semejante, y si su efecto es menos radical, es en cambio mucho más rápido. Hans Castorp iba también a experimentarlo. No tenía la intención de tomar este viaje particularmente en serio, de mezclar en él su vida interior, sino más bien de realizarlo rápidamente, hacerlo porque era preciso, regresar a su casa tal como había partido y reanudar su vida exactamente en el punto en que la abandonó por un instante.💬 Síganos en nuestro canal de Whatsapp aquí.Ayer aún estaba absorbido totalmente por el curso ordinario de sus pensamientos, ocupado en el pasado más reciente, en su examen y el porvenir inmediato: el comienzo de sus prácticas en casa de Tunder y Wilms (astilleros y talleres de maquinaria y calderería), y había lanzado, por encima de las tres próximas semanas, una mirada todo lo impaciente que su carácter le permitía. Sin embargo, le parecía que las circunstancias exigían su plena atención y que no era admisible tomarlas a la ligera. Sentirse transportado a regiones donde no había respirado jamás y donde, como ya sabía, reinaban condiciones de vida absolutamente inusuales, desmenuzadas y escasas, comenzó a agitarle, produciendo en él cierta inquietud. El país natal y el orden habían quedado no sólo muy lejos, sino también muchas toesas debajo de él, y la ascensión continuaba. Remontándose sobre esas cosas y lo desconocido, se preguntaba lo que sería de él allá arriba. Tal vez era imprudente y malsano dejarse llevar a esas regiones extremas para él, que había nacido y estaba habituado a respirar a unos metros apenas sobre el nivel del mar, sin pasar algunos días en un lugar intermedio.Deseaba llegar, pues pensaba que allí arriba se viviría como en todas partes y nada le recordaría, como ahora, en qué esferas impropias se encontraba. Miró por la ventanilla. El tren serpenteaba sinuoso por un estrecho desfiladero; se veían los primeros vagones, y la máquina vomitaba penosamente masas oscuras de humo, verdes y negras, que se deshacían. A la derecha, el agua murmuraba en las profundidades; a la izquierda, abetos oscuros, entre bloques de rocas, se elevaban en un cielo gris pétreo. Túneles negros como hornos se sucedían y, cuando volvía la luz, se abrían profundos abismos con pequeñas aldeas en el fondo. Luego los abismos se cerraban y aparecían nuevos desfiladeros con restos de nieve en sus grietas y cortaduras. Se detuvieron ante pequeñas y miserables estaciones, en terminales que el tren abandonaba en sentido inverso produciendo un efecto deplorable, pues ya no era posible saber en qué dirección se iba ni recordar los puntos cardinales. Surgían grandiosas perspectivas del universo alpino, como torres sagradas y fantasmagóricas, que no tardaban en desaparecer de la mirada respetuosa del viajero. Hans Castorp se dijo que debía de haber dejado tras él la zona de los árboles frondosos y la de los pájaros cantores, y este pensamiento de cesación, de empobrecimiento, hizo que, poseído por el vértigo y las náuseas, se cubriese la cara con las manos durante dos segundos. Pero ya había pasado. Comprendió que la ascensión había terminado, y que habían culminado el desfiladero. En medio de un valle el tren rodaba ahora más fácilmente. Eran aproximadamente las ocho. Aún había luz. En la lejanía del paisaje apareció un lago: el agua era gris y los bosques de abetos se elevaban por encima de las riberas y a lo largo de las vertientes, esparciéndose, perdiéndose, dejando tras ellos una masa rocosa y desnuda cubierta de bruma. Se detuvieron cerca de una pequeña estación; era Davos-Dorf, según Hans oyó que se anunciaba. Faltaba muy poco para llegar al término de su viaje. De pronto, oyó cerca de él la voz tranquila y hamburguesada de su primo Joachim Ziemssen, que decía: —¡Buenos días! ¿Vas a bajar? Y al mirar por la ventanilla, vio en el andén a Joachim en persona, con un capote oscuro, sin sombrero y con un aspecto tan saludable como nunca le había visto. Joachim se echó a reír y dijo: —¡Baja de una vez! ¡Parece que no quieras molestarte! —¡Pero si aún no he llegado! —exclamó Hans Castorp, absorto y sin moverse de su asiento. —Claro que has llegado. Éste es el pueblo. El sanatorio está muy cerca de aquí. He tomado un coche. Dame las maletas. Riendo, confuso por la agitación de la llegada y por volver a ver a su primo, Hans Castorp le dio sus maletas, su manta de invierno enrollada en el bastón, el paraguas y finalmente el Ocean steamships.Luego atravesó corriendo el estrecho pasillo y saltó al andén para saludar a su primo de una manera más directa y en cierto modo personal; le saludó sin excesos, como conviene entre personas de costumbres sobrias y rígidas. Aunque parezca extraño siempre habían evitado llamarse por sus nombres, por temor a una excesiva cordialidad. Como tampoco era adecuado llamarse por sus apellidos, se limitaban al «tú». Era una costumbre establecida entre primos. Un hombre de librea y gorra galoneada observaba cómo se estrechaban la mano repetidamente —el joven Ziemssen con una rigidez militar— un poco cohibidos; luego se aproximó para pedir el talón del equipaje de Hans Castorp. Era el conserje del Sanatorio Internacional Berghof y manifestó su intención de ir a buscar la maleta grande del visitante a la estación de Davos-Platz, ya que los señores irían en el coche directamente a cenar.No olvide conectarse a la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.
PuertaEsto fue algo que sucedió hace mucho tiempo. Antes de firmar el contrato de arrendamiento, fui a ver el apartamento de nuevo. Su puerta metálica había sido blanca en otro tiempo, pero ese brillo se había desvanecido con el tiempo. Era un desastre cuando lo vi, la pintura se desprendía en parches para revelar el óxido que había debajo. Y si eso hubiera sido todo, lo habría recordado como nada más que una puerta vieja y desaliñada. Pero también estaba la forma en que su número, el 301, había sido inscrito. Alguien, tal vez otro en una larga fila de ocupantes temporales, había usado algún instrumento afilado, tal vez una broca, para rayar el número en la superficie de la puerta. Podía distinguir cada trazo individual: 3, a su vez de tres palmos de altura; 0, más pequeño, pero repasado varias veces, un garabato feroz que llamó la atención.Finalmente, 1, una línea larga y profunda, tensa por el esfuerzo de su hechura. A lo largo de esta colección de heridas rectas y curvas se había extendido el óxido, un vestigio de violencia, como manchas de sangre secas durante mucho tiempo, endurecidas, de color negro rojizo. No tengo nada que apreciar. Ni el lugar donde vivo, ni la puerta por la que paso todos los días, ni siquiera, maldita sea, mi vida. Esos números me miraban fijamente, apretando los dientes con fuerza.Ese era el apartamento que quería ese invierno, el apartamento que había elegido para pasar mis días. Tan pronto como desempaqué, compré una lata de pintura blanca y un pincel de buen tamaño. Ni la cocina ni el dormitorio habían sido empapelados, y sus paredes estaban manchadas de manchas grandes y pequeñas. Estas manchas oscuras eran especialmente llamativas alrededor de los interruptores eléctricos. Llevaba pantalones de chándal gris pálido y un viejo suéter blanco, para que las salpicaduras no se vieran tan mal. Incluso antes de empezar a pintar, no me preocupaba conseguir un acabado limpio y uniforme.Sería suficiente, razoné, con pintar sobre las manchas... ¿seguro que las manchas blancas son mejores que las sucias? Pasé mi pincel por los grandes parches del techo por donde la lluvia debió de filtrarse en algún momento, observando cómo el gris desaparecía bajo el blanco. Limpié el mugriento cuenco del fregadero con un paño antes de pintarlo de ese mismo blanco brillante, sin importar que su pedestal fuera marrón.Finalmente, salí al pasillo para pintar la puerta principal. Con cada movimiento del pincel sobre la superficie llena de cicatrices, sus imperfecciones se borraban. Esos números profundos desaparecieron, esas manchas de sangre oxidadas desaparecieron.💬 Síganos en nuestro canal de Whatsapp aquí.Volví a entrar en el apartamento para tomarme un descanso y entrar en calor, y cuando volví a salir una hora más tarde vi que la pintura se había corrido. Se veía desordenado, probablemente porque estaba usando un cepillo en lugar de un rodillo. Después de pintar una capa extra sobre la parte superior para que las rayas fueran menos visibles, volví a entrar para esperar. Pasó otra hora antes de que saliera arrastrando los pies en mis pantuflas. La nieve había comenzado a caer. Fuera, el callejón se había oscurecido; Las luces de la calle aún no estaban encendidas. Con una lata de pintura en una mano, un pincel en la otra, me quedé inmóvil, mudo testigo del lento descenso de los copos de nieve, como cientos de plumas que se empluman.Bandas para envolverSe enrollan pañales blancos como la nieve alrededor del bebé recién nacido. El útero habrá sido tan ceñido, que la enfermera ata el cuerpo con fuerza, para mitigar el impacto de su abrupta proyección en lo ilimitado. Persona que sólo ahora comienza a respirar, un primer llenado de los pulmones. Persona que no sabe quién es, dónde está, qué es lo que acaba de empezar.El más indefenso de todos los animales jóvenes, más indefenso incluso que un polluelo recién nacido. La mujer, pálida por la pérdida de sangre, mira al niño que llora. Nerviosa, toma su ser envuelto en pañales en sus brazos. Persona a la que aún se le desconoce la cura de este llanto. Que ha estado, hasta hace unos momentos, en medio de una agonía tan asombrosa. Inesperadamente, el niño se calma. Será por algún olor. O que los dos siguen conectados. Dos ojos negros que no ven se vuelven hacia el rostro de la mujer, atraídos en la dirección de su voz.Sin saber lo que se ha puesto en marcha, estos dos todavía están conectados. En un silencio atravesado por el olor de la sangre. Cuando lo que hay entre dos cuerpos es el blanco de los pañales.Bata de recién nacido El primer hijo de mi madre murió, me dijeron, a las dos horas de vida. Me dijeron que era una niña, con la cara tan blanca como un pastel de arroz en luna creciente. Aunque era muy pequeña, dos meses prematura, sus rasgos estaban claramente definidos. Nunca podré olvidar, me dijo mi madre, el momento en que abrió sus dos ojos negros y los volvió hacia mi cara. En ese momento, mis padres vivían en una casa aislada, en el campo, cerca de la escuela primaria donde mi padre enseñaba. La fecha de parto de mi madre aún estaba lejos, por lo que estaba completamente desprevenida cuando, una mañana, rompió fuente. No había nadie alrededor. El único teléfono del pueblo estaba en una pequeña tienda junto a la parada de autobús, a veinte minutos de distancia. Mi padre no volvería del trabajo hasta dentro de seis horas. Era el comienzo del invierno, la primera helada del año. Mi madre, de veintidós años, se arrastró hasta la cocina y hervido un poco de agua para esterilizar unas tijeras. Buscando a tientas en su costurero, encontró una tela blanca que serviría para el vestido de un recién nacido. Agarrada por las contracciones y terriblemente asustada, empuñó su aguja mientras las lágrimas comenzaban a caer. Terminó el diminuto vestido, buscó una colcha delgada para usarla como pañales y apretó los dientes mientras el dolor regresaba, cada vez más rápido e intenso. Finalmente, dio a luz. Todavía sola, cortó el cordón umbilical. Vistió el cuerpecito ensangrentado con el vestido que acababa de hacer, y sostuvo el retazo lloriqueante en sus brazos. Por el amor de Dios, no te mueras, murmuró con voz débil, una y otra vez como un mantra. Al cabo de una hora, los párpados herméticos del bebé se descosieron bruscamente. Cuando los ojos de mi madre se encontraron con los de su hija, sus labios se crisparon de nuevo. Por el amor de Dios, no mueras. Alrededor de una hora después, el bebé estaba muerto. Yacían en el suelo de la cocina, mi madre de costado con el bebé muerto apretado contra su pecho, sintiendo cómo el frío entraba poco a poco en la carne, hundiéndose hasta los huesos. No más llanto.🔴 No olvide conectarse a la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.