
Uno
«Yo soy el Señor Dios tuyo, el fuerte, el celoso, que
castiga la maldad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación».
Porque la Biblia, libro que a ojos de su abuela encerraba todos los prejuicios capaces de hacer avergonzar al hombre de su origen, y no sólo de su origen, sino además de las pulsiones, deseos, instintos o como se llame, inherentes a su naturaleza, convirtiendo el instante que dura su vida en un infierno de culpabilidad y remordimiento, de frustración y agresividad, contenía también la sabiduría propia al mundo que había ayudado a crear desde los tiempos en que fue escrito, razón por la cual había que leerlo cuidadosamente y reflexionar en sus afirmaciones por arbitrarias que pareciesen hasta comprender a fondo el cómo y el porqué de la miseria personal y de la ajena.
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Así que cuando un acontecimiento cualquiera agitaba la empañada, aunque a primera vista serena superficie de existencias iguales que hacía más de ciento cincuenta años formaba la élite de la ciudad, su abuela, sentada en una mecedora de mimbre, entre la algarabía de las chicharras y el aire denso, amodorrado de las dos de la tarde, le recordaba la maldición bíblica al explicarle que el suceso, o mejor dicho, su origen, se remontaba a un siglo atrás, o a varios siglos atrás, y que ella, su abuela, lo había estado esperando desde que tuvo uso de razón y fue capaz de establecer una relación de causa a efecto. ·
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Aquel fatalismo provocaba en Lina una reacción de miedo, no sorpresa -ya a los catorce años había perdido la facultad de asombrarse ante las cosas que su abuela y sus tías decían- sino un oscuro temor que le hormigueaba en las manos mientras se preguntaba por enésima vez a qué calamidad la habría condenado ya el destino. Viendo a su abuela sentada frente a ella, pequeñita, frágil como una niña de siete años, con los blancos cabellos peinados hacia atrás y recogidos en un discreto moño sobre la nuca, tenía la impresión de oír hablar a una Casandra milenaria, no excitada ni histérica, ni siquiera realmente Casandra puesto que no se lamentaba de su suerte ni de la de los demás, pero cuyas predicciones debían cumplirse inexorablemente. Alguien que llevaba el pasado guardado en su memoria, y de él, de su amiliación y comprensión, deducía el presente y hasta el futuro con una imprecisa tristeza, como una diosa bondadosa, pero ajena a la creación, y en consecuencia, incapaz de detener el error y el sufrimiento de los hombres.
Por eso, porque siempre había creído que de antemano todo había sido jugado, que una fuerza secreta nos impulsaba a dar cada paso en la vida, ese paso y no otro, se negaría a intervenir cuando ella se lo pidió para salvar a Dora de casarse con Benito Suárez, aunque teóricamente podía hacerlo, pues a nadie en el mundo la madre de Dora respetaba tanto como a su abuela.
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Lina pensaba que una sola llamada telefónica, un simple recado haría salir a doña Eulalia del Valle de su encierro y atravesar a pie las cuatro cuadras que la separaban de la casa donde ella y su abuela vivían; creía, también, que apenas doña Eulalia le hubiese contado a su abuela esa larga jeremiada que llamaba el calvario de su vida, es decir, cuando imaginara haber conmovido con sus lamentaciones, no ya a su hija y a sus sirvientas, sino a una persona a quien admiraba por su alcurnia y su conducta ejemplar -términos que siempre empleaba al referirse a su abuela-, aceptaría cualquier consejo, hasta el de rechazar el matrimonio de Dora, su purificación, pensaba, con un loco semejante como Benito Suárez.
Pero su abuela no había querido acercarse al teléfono diciéndole a ella, Lina, si no es Benito Suárez será otro parecido, porque a mi entender tu amiga Dora está destinada a dejarse escoger por un hombre capaz de quitarle el cinturón a su pantalón para darle latigazos la primera vez que haga el amor con ella.
Muchos años más tarde, en el otoño de su vida, después de haber conocido aquí o allá historias semejantes, de haber aprendido a escuchar y escucharse sin rebeldía, sin pretensiones, Lina, acordándose de repente de Dora mientras veía pasar a una mujer desde la terraza del Café Bonaparte, llegaría a preguntarse sonriendo si a lo mejor su abuela no había tenido razón: razón al decir que Dora debía unirse a cualquier hombre que la hubiese fueteado cuando hicieron el amor, primero por hacerlo, y luego, por haberlo hecho antes con otro hombre. Pero no entonces.
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Entonces acababa de cumplir catorce años y nadie, ni siquiera su abuela, podía convencerla de que Dora era arrastrada por una fuerza oscura hacia el hombre que sin lugar a dudas iba a causar su perdicion, tan inexplicablemente como el instinto lleva a un gato a arriesgar su vida sobre las quebradizas ramas de un guayabo sólo porque un pájaro revolotea entre las hojas, a sabiendas de que no va a atraparlo y a pesar de haber terminado de comer las sobras del almuerzo y encontrarse ahíto.
Las fuerzas que invocaba su abuela -y cuyo nombre apropiado descubriría Lina leyendo a Freud no sin un cierto escepticismo-le parecían por el momento uno de esos enemigos que acechan al hombre como la enfermedad y la locura, y contra los cuales es preciso defenderse por dignidad, es decir, para llegar al final de la vida con un cierto decoro evitando en lo posible molestar a la gente, lo mismo que un periódico debe ser cerrado en el estado en que lo abrimos, más manoseado si se quiere, pero de ninguna manera deshojado o destruido.
Y no en consideración a nadie, puesto que nadie nos lo dio ni a nadie debemos devolverlo, sino en la medida en que siempre es preferible luchar contra la negligencia, asi se nos diga que a la larga perdemos inexorablemente, porque hasta el mismo periódico irá a parar al tacho de la basura.
En otras palabras, ya entonces, y a su manera, Lina consideraba imperdonable ceder a toda forma de abandono por mucho que su abuela aludiera a la intervención de aquellas fuerzas misteriosas, especialmente si el abandono conducía a casarse con un hombre como Benito Suárez.
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