
Ser espectador de calamidades que tienen lugar en otro país es una experiencia intrínseca de la modernidad, la ofrenda acumulativa de más de siglo y medio de actividad de esos turistas especializados y profesionales llamados periodistas. Las guerras son ahora también las vistas y sonidos de las salas de estar. La información de lo que está sucediendo en otra parte, llamada “noticias”, destaca los conflictos y la violencia –“si hay sangre, va en los titulares”, reza la vetusta directriz de la prensa sensacionalista y de los programas de noticias que emiten titulares las veinticuatro horas–, a los que se responde con indignación, compasión, excitación o aprobación, mientras cada miseria se exhibe ante la vista.
Cómo se responde al constante y creciente caudal de información sobre las agonías de la guerra ya era una cuestión a finales del siglo XIX. En 1899, Gustave Moynier, el primer presidente del Comité Internacional de la Cruz Roja, escribió: “En la actualidad sabemos lo que ocurre todos los días a lo largo y ancho del mundo..., las descripciones que ofrecen los periodistas de los diarios son como si colocaran a los agonizantes de los campos de batalla ante la vista del lector [de periódicos] y los gritos resonaran en sus oídos”.
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Moynier estaba pensando en las elevadas bajas en todos los bandos de combatientes, y la Cruz Roja se había fundado para socorrer sus sufrimientos con imparcialidad. El poder mortífero de los ejércitos en combate había alcanzado nuevas magnitudes con las armas dadas a conocer poco después de la guerra de Crimea (1854-1856), como el fusil de repetición y la ametralladora. Pero, si bien las agonías del campo de batalla se habían hecho patentes como nunca antes entre los que sólo se enteraban de ellas por la prensa, era una evidente exageración, en 1899, afirmar que se sabía de lo sucedido “todos los días a lo largo y anchodel mundo”. Y si bien los sufrimientos padecidos en las remotas guerras de la actualidad asaltan nuestros ojos y oídos incluso mientras suceden, afirmarlo sigue siendo una exageración. Lo que se denomina en la jerga periodística “el mundo” – “Dénos veintidós minutos y nosotros le daremos el mundo”, salmodia una cadena radiofónica estadounidense varias veces cada hora– es (a diferencia del mundo) un lugar muy pequeño, tanto por su geografía como por sus temas, y se espera una transmisión concisa y enfática de lo que se supone que merece la pena conocerse al respecto.
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La conciencia del sufrimiento que se acumula en un selecto conjunto de guerras sucedidas en otras partes es algo construido. Sobre todo por la forma en que lo registran las cámaras, resplandece, lo comparten muchas personas y desaparece de la vista. Al contrario de la crónica escrita –la cual, según la complejidad de la reflexión, de las referencias y el vocabulario, se ajusta a un conjunto más amplio o reducido de lectores–, una fotografía sólo tiene un lenguaje y está destinada en potencia a todos.
En las primeras guerras importantes de las que los fotógrafos dieron cuenta, la de Crimea y la guerra de Secesión de Estados Unidos, y en cada una hasta la Primera Guerra Mundial, el combate mismo estaba fuera del alcance de la cámara. Respecto de las fotografías bélicas, casi todas anónimas, publicadas entre 1914 y 1918, su tono en general –en tanto que transmitieron, en efecto, parte del terror y la devastación– era épico, y casi siempre presentaban una secuela: el paisaje lunar o de cadáveres esparcidos que deja la guerra de trincheras; los destripados pueblos franceses por los que había pasado el conflicto. La observación fotográfica de la guerra tal como la conocemos tuvo que esperar unos cuantos años más para que mejorara radicalmente el equipo fotográfico profesional: cámaras ligeras, como la Leica, las cuales usaban una película de treinta y cinco milímetros que podía exponerse treinta y seis veces antes de que hiciera falta recargarlas. Ya se podían hacer fotografías en el fragor de la batalla, si lo permitía la censura militar, y se podía estudiar de cerca a las víctimas civiles y a los tiznados y exhaustos soldados. La Guerra Civilespañola (1936-1939) fue la primera guerra atestiguada (“cubierta”) en sentido moderno: por un cuerpo de fotógrafos profesionales en la línea de las acciones militares y en los pueblos bombardeados, cuya labor fue de inmediato vista en periódicos y revistas de España y el extranjero. La guerra que Estados Unidos libró en Vietnam, la primera que atestiguaron día tras día las cámaras de televisión, introdujo la teleintimidad de la muerte y la destrucción en el frente interno. Desde entonces, las batallas y las masacres rodadas al tiempo que se desarrollan han sido componente rutinario del incesante caudal de entretenimiento doméstico de la pequeña pantalla. Crear en la conciencia de los espectadores, expuestos a dramas de todas partes, un mirador para un conflicto determinado, precisa de la diaria transmisión y retransmisión de retazos de las secuencias sobre ese conflicto. El conocimiento de la guerra entre la gente que nunca la ha vivido es en la actualidad producto sobre todo del impacto de estas imágenes.
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Algo se vuelve real –para los que están en otros lugares siguiéndolo como “noticia”– al ser fotografiado. Pero una catástrofe vivida se parecerá, a menudo y de un modo fantástico, a su representación. El atentado al World Trade Center del 11 de septiembre de 2001 se calificó muchas veces de “irreal”, “surrealista”, “como una película” en las primeras crónicas de los que habían escapado de las torres o lo habían visto desde las inmediaciones. (Tras cuatro décadas de cintas hollywoodienses de desastres y elevados presupuestos, “Fue como una película” parece haber desplazado el modo como los super- vivientes de una catástrofe solían expresar su nula asimilación a corto plazo de lo que acababan de sufrir: “Fue como un sueño”).
El conjunto de imágenes incesantes (la televisión, el vídeo continuo, las películas) es nuestro entorno, pero a la hora de recordar, la fotografía cala más hondo. La memoria congela los cuadros; su unidad fundamental es la imagen individual. En una era de sobrecarga informativa, la fotografía ofrece un modo expedito de comprender algo y un medio compacto de memorizarlo. La fotografía es como una cita, una máxima o un proverbio. Cada cual almacena mentalmente cientos de fotografías, sujetas a la recuperación instantánea. Cítese la más célebre realizada en la Guerra Civil española, el soldado republicano al que Robert Capa “dispara” con su cámara justo en el momento en que es blanco de una bala enemiga, y casi todos los que han oído hablar de esa guerra pueden traer a la memoria la granulosa imagen en blanco y negro de un hombre de camisa blanca remangada que se desploma de espaldas en un montículo, con el brazo derecho echado atrás mientras el fusil deja su mano; a punto de caer, muerto, sobre su propia sombra.
Es una imagen perturbadora, y de eso se trata. Reclutadas a la fuerza como parte del periodismo, se confiaba en que las imágenes llamaran la atención, sobresaltaran, sorprendieran. Así lo indicaba el viejo lema publicitario de “Paris Match”, revista fundada en 1949: “El peso de las palabras, la conmoción de las fotos”. La búsqueda de imágenes más dramáticas (como a menudo se lascalifica) impulsa la empresa fotográfica, y es parte de la normalidad de una cultura en la que la conmoción se ha convertido en la principal fuente de valor y estímulo del consumo. “La belleza será convulsiva o no será”, proclamó André Bretón. Llamó “surrealista” a este ideal estético, pero en una cultura radicalmente renovada por el predominio de los valores mercantiles, pedir que las imágenes sean desapacibles, vociferantes, reveladoras parece elemental realismo así como buen sentido empresarial. ¿De qué otro modo sellama la atención sobre el producto o arte propios?
¿De qué otro modo se hace mella cuando hay una incesante exposición a las imágenes, y una sobreexposición a un puñado de imágenes vistas una y otra vez? La imagen como conmoción y la imagen como cliché son dos aspectos de la misma presencia. Hace sesenta y cinco años todas las fotografías eran en alguna medida novedosas. (Habría sido inconcebible para Woolf –ella misma, de hecho, fue portada de “Time” en 1937– que un día su rostro se convirtiera en una imagen muy reproducida en camisetas, tazas de café, bolsas para libros, imanes para neveras y alfombrillas para el ratón). Las fotografías de atrocidades eran escasas en el invierno de 1936 a 1937: la representación de los horrores bélicos en las fotografías que Woolf evoca en TresGuineas casi parece conocimiento clandestino. Nuestra situación es del todo distinta. La imagen ultra conocida y ultra celebrada –de una agonía, de la ruina– es atributo ineludible de nuestro conocimiento de la guerra mediado por la cámara.
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