
Trascendencias de la piel
Más que recubrirlo, entrega el cuerpo. Expone lo mis- mo que protege. La piel es lo más propio y, sin embargo, confirma la aparición ajena. Motor hipersensible, coleccio- na agresiones. Propaga las caricias. Y parece condenada a exagerar. Se le atribuyen aproximadamente cuatro kilo- gramos y dos metros cuadrados de infinito.
Además de constituir un solo, omnipresente órgano, la piel posee memoria absoluta, como un oído que sintiese el daño en todas las frecuencias. Recuerda cada día con rencor justiciero. En este sentido, representa una suerte de divinidad anatómica. Por eso la adoramos.
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Intercambia líquidos, toxinas, intuiciones y afectos con el mundo exterior. Vive rozando sus límites. Gracias a esa insistencia sabemos que el dolor y el placer son profundidades de superficie, buceos en el reino del ahora. Que no hay frío ni calor, solo pieles que buscan abrigo o se zambullen. Observada con lente cobra un aire de soga náutica, aca- so porque nace sospechando las tormentas de la edad. En etapas ancianas, su sequedad desprende partículas de experiencia y cada mancha adquiere cierta cualidad de Altamira. Al otro extremo, la piel de bebé se nos derrite casi entre los dedos y opera un pequeño prodigio: la cosquilla la siente quien la toca.
Una sedosa nos cautivará con sus brillos de papel de regalo, pero su carácter resbaladizo tenderá a escabullirse. Mejor tracción presenta una piel áspera, con sus terrenos propicios para la velocidad del tacto. Las sebosas se dejan amasar con paciencia panadera. Admiten amontonamientos, pliegues y todo género de pellizcos. Las sudorosas emergen al ritmo de las uvas bajo el agua. La falta de prestigio ha empañado su generosidad, que accede a confundir nuestra suciedad con la suya. Sumando otro relieve a su relato, la tatuada se enorgullece de refundarse. Algunos especialistas la llaman metapiel.
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En materia de colores, las cegueras políticas suelen eclip- sar las realidades ópticas. ¿No parece ridículo postular la hegemonía del color más tenue, el menos destacado en la escala cromática? El don de una piel clara reside en que la luz pasa a través de ella, dejando que las venas se iluminen. El de una piel oscura, en que absorbe esa misma luz, reforzando sus contornos. Otras destellan en función del horario: las aceitunadas se inspiran por las tardes, cuando el sol se hace tierra, mientras que las trigueñas agradecen las mañanas y su brío de yema de huevo.
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El capitalismo no ha tardado en explotar las mudanzas de tono, desde obsesivos tratamientos blanqueadores al chamuscado ultravioleta. Nadie ignora el abismo que separa las pigmentaciones de una modelo afro o una estrella del hip-hop y las de un inmigrante cualquiera. También la claridad tiene sus gamas. Nunca serán iguales la lividez malnutrida, la palidez del estudiante y esa blancura pre- servada bajo parasol.
Quizá la mayor impropiedad consista en reducir la piel a su primera capa. Que es, dermatológicamente hablando, anecdótica para su estructura. Si recurrimos a un dibujo longitudinal, su aspecto puede resultar desconcertante: un colchón por el que asoman los resortes del vello; un acuario poblado de algas psicodélicas; y un apacible suelo cereal. Examinemos estos tres estratos.
En la epidermis se manifiestan los accidentes de la iden- tidad. Unos cuantos fanáticos han creído ver jerarquías en sus índices de melanina, convirtiendo prejuicios en esen- cias. Ni siquiera la piel escapa al autoengaño.
Aparte de multiplicarla en grosor, la dermis la supera en sensaciones. En esta área se localiza el tejido conectivo o social. De ahí que en ella proliferen glándulas laborales y concentraciones elásticas. Acciones nerviosas y vasos sangrientos. Golpes y traumatismos. Todo eso, en síntesis, que somos más al fondo.
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En los espesos yacimientos de la hipodermis aguarda otra clase de energías. La reserva del peso de las cosas. La despensa general, con una convicción de abuela de pro- vincias. Ya no hay pose que valga en sus dominios, lo que impera aquí abajo es pura franqueza. Grasa. Vida. Verdad. Las patologías de la piel nos conquistan poro a poro.
Van trabajando la susceptibilidad hasta causarnos lesiones autorreferenciales. Ensayos clínicos realizados por los más rigurosos poetas demuestran que la dermatitis es un tem- peramento; la urticaria, un rubor que no cesa; el herpes, un regreso del fantasma; la psoriasis, una performance de la angustia; el vitíligo, un olvido en expansión; y el acné, una crisis ante el paso del tiempo.
Precisamente el tiempo va imprimiendo, como en có- digo morse, su interés por la piel. Puntos, rayas. Gozos, sustos. Celebramos y tememos esos mensajes. Narramos el argumento de cada marca. Sobrevolamos archipiélagos de lunares. Y a veces, conteniendo el aire, confiamos en la elipsis de alguna extirpación.
Procedería preguntarse si en la piel hay heridas o si, en términos históricos, la piel es una herida en movimiento. Desde la trinchera que separa las batallas del pasado y la supervivencia presente, responden las cicatrices.
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Magnitud de la cabeza
Para bien o para mal, aquí empieza y concluye la per- sona. Sus puntos de partida y sin retorno parecen concen- trarse en esta aparatosa corona que desafía el equilibrio de la especie.
El pacto entre cabeza e individuo funciona con impla- cable reciprocidad. La primera sostiene al segundo, con frecuencia a pesar de sus emociones; y este debe sopor- tar las múltiples cargas de aquella. Tal es el caso de las tradicionales cabezadas, que someten nuestra rectitud a la gravedad del sueño.
La cabeza puede pensarse en bloque, como un pesado todo. O bien como recipiente con ínfulas de contenido, una oquedad en torno al gran secreto. Las reglas de juego cambian cuando agita su sonajero de ideas.
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Es también cómplice del trajín like / dislike de nuestro tiempo: se pasa el día asintiendo o negando. Cada uno de estos tics, en apariencia irresistibles, tiene su propia dinámica.
Los síes comprometen a los sótanos occipitales y la vértebra Atlas, que sujeta el mundo mental. No es nada fácil asentir varias veces consecutivas, ya que el trabajo de la cabeza al dejarse caer y enderezarse de nuevo resulta extenuante. El placer de la negativa se nutre en cambio de la inercia, reproduciendo sin esfuerzo los noes. Tan solo se requiere el concurso del sujeto cabezón.
El repertorio de caricias capitales presenta numerosas inflexiones. Conocemos la de ternura, con tendencia a circu- lar por la región frontal o parietal. La condescendiente, que aplica un irritante repiqueteo en la coronilla. La protectora, con participación de ambas manos en la región temporal. Mayor duración muestran la de consuelo, respetuosamente limitada a las zonas posteriores, o la provocadora, a base de palmaditas laterales que repercuten en el hueso esfenoides y la paciencia del prójimo.
Para nuestra mano entrometida, cada cráneo infantil representa una lámpara de Aladino: esperamos que brote alguna maravilla. Si este ademán se acompaña de grititos y onomatopeyas, la malaventura quedará garantizada.
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Dos cabezas que se encuentran son capaces de todo. De producir conceptos más altos que la suma de sus vuelos. De anularse entre sí, desperdiciando con ejemplar torpeza sus respectivos recursos. Y de leer a la vez una misma línea de la realidad, acto que las corrientes esotéricas llaman telepatía y que aquí denominaremos atención en equipo.
Dominan asimismo el arte de encajar o permutarse en el saludo, bordeando la acrobacia cuando incluye un in- tercambio de dos, tres o más besos. En ausencia de roce, se distinguen los siguientes niveles de reconocimiento: alzado, inclinación y reverencia. Esta última exige a ambas cabezas un plus de coordinación, para evitar que el protocolo devenga en accidente.
Pero la testa es además instrumento de la mayor agre- sión en un bípedo con malas intenciones. Irónicamente, la trayectoria de este ataque comprende el arco de todos los saludos antedichos. Podemos observar una variante en el choque de cornamentas viriles, ceremonia de selección del macho alfa, mientras su comunidad evoluciona hacia las líderes omega.
Si tenemos en cuenta el desorbitado número de tareas que se ve obligada a simultanear, la cuestión del tamaño está lejos de resultar baladí. Ello no impide que, como de costumbre, la magnitud dependa de la destreza.
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Las cabezas voluminosas escenifican la amplitud natural del pensamiento, que rara vez acepta límites. Camuflarlas no es menos dificultoso que llevarles la contraria. Las pequeñas poseen un talento innato para acotar y reducir problemas que en cualquier otra se agigantarían. Por regla general, se lucen a posteriori . Las medianas llegan al sentido común con envidiable facilidad. No hay sombrero que deje de darles la razón.
En cuanto a su forma, las braquicéfalas o aplastadas abundan en quienes sienten el peso de cada opción, cada argumento, cada error. Las dolicocéfalas o alargadas suelen preocuparse bastante menos y se enfocan en sus aprendi- zajes; de ahí su diseño vertical. De contextura más afilada, las ovocéfalas analizan sin miramientos. Su aerodinámica logra que las críticas pasen con rapidez. No faltan investi- gadores empeñados en catalogarlas como étnicas. Cometen un desliz de principiantes: no ser conscientes de su propia tribu.
En mitad de estas consideraciones, o justo delante de ellas, sobresale una invitada estelar. La única, la grande, la inconfundible frente. Su prominencia desconoce el pudor. Taparla es todo un reto: siempre se escaparán porciones entre el flequillo, rodajas bajo el gorro. Pergamino vital, en ella va inscribiéndose la historia de su cabeza. Por eso los liftings y otros borrados revisten aquí consecuencias fatales.
El oficio de cubrir cabezas abarca de lo sagrado a lo iconoclasta, desde el temor divino hasta una irreverencia de suburbio, sin renunciar a la bohemia.
El sombrero les presta alas, en busca de una elevación acaso inalcanzable para lo que en realidad contienen. Me- nos aspiracional, la gorra las adorna sin transformarlas. Si el turbante las retuerce en consonancia con su lógica, un casco se propone resguardar, sustituir, omitir las cabezas. El modelo obrero finge cuidar del trabajador, que se lanza sin otras precauciones a la intemperie laboral. El deportivo incorpora protecciones delanteras, tonos épicos y fines mi- llonarios. Saltando al templo, una kipá corona la bóveda de la fe y un hiyab envuelve el trance de la plegaria.
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En postura cabizbaja las inquietudes se agolpan brusca- mente en la zona frontal, produciendo un efecto de maraca. Para ladear la testa, basta trasladar algunas dudas hacia los parietales. El retroceso se consigue amontonando los olvidos en el fondo occipital. Cuando lo acontecido no cabe en su reducto, solo queda agarrarse la cabeza.
Nos consta que sus juicios engendran monstruos. Dos bestias mitológicas, Cefalea y Migraña, la asedian sin piedad. Y no descansarán hasta que el cráneo pose calavera.
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