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Lea las primeras páginas de 'Manual para mujeres de la limpieza', de Lucia Berlin

A propósito del retiro de Pedro Almodóvar del proyecto cinematográfico para adaptar el libro de Lucia Berlin, le traemos un fragmento de esta colección de relatos de la escritora estadounidense que retrató a las mujeres de una manera distinta.

Lucia Berlin
Lucia Berlin falleció el mismo día de su cumpleaños número 68, el 12 de noviembre del 2004.
Cortesía.

Después de terminar grabaciones de Extraña forma de vida , Pedro Almodóvar, el icónico director español, decidió retirarse del proyecto para adaptar el libro de Lucia Berlin, Manual para mujeres de la limpieza . El director mencionó que no se siente preparado para un proyecto tan grande en inglés, así que Cate Blanchett, quien es la productora de la cinta, quedará a cargo del proyecto y se basará en el guion que dejó listo Almodóvar.

Ahora bien, ¿Quién fue Lucia Berlin? La escritora estadounidense se dedicó a escribir relatos que fueron recopilados años después de su muerte en el 2004. Berlin tuvo que sobrevivir con las uñas, tras varias separaciones para mantener a sus cuatro hijos, tuvo varios trabajos como recepcionista, telefonista, enfermera y limpiadora; de esto vivió la mayoría de sus días.

Lucia Berlin desarrollo un problema con el alcohol y se refugió en él tras el fuerte dolor que le causaba la escoliosis de la que sufría desde niña, por muchas décadas escribió relatos basados en sus trabajos, el amor, el desamor, la soledad, etc. Solo publicó tres libros en vida, también recibió becas para estudiar en el exterior, sin embargo, su vida siempre estuvo impedida por la enfermedad, sus matrimonios fallidos también afectaron su escritura y el dolor incesante permaneció hasta su muerte. Berlin falleció de un cáncer de pulmón provocado por la escoliosis.

Escuche aquí: "La campana de cristal", de Sylvia Plath.

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La escritora también fue maestra en la Universidad de Colorado, comenzó en 1996 y se retiró en el 2001 por su enfermedad que ya no le permitía la movilidad. Berlin fue migrante y viajó por Latinoamérica junto a su familia, vivió muchos años en México y Chile. Para que conozca mejor su obra le dejamos un fragmento del primer relato que hace parte de Manual para mujeres de la limpieza .

Lavandería Ángel

Un indio viejo y alto con unos Levi’s descoloridos y un bonito cinturón zuni. Su pelo blanco y largo, anudado en la nuca con un cordón morado. Lo raro fue que durante un año más o menos siempre estábamos en la Lavandería Ángel a la misma hora.
Aunque no a las mismas horas. Quiero decir que algunos días yo iba a las siete un lunes, o a las seis y media un viernes por la tarde, y me lo encontraba allí.

Con la señora Armitage había sido diferente, aunque ella también era vieja. Eso fue en Nueva York, en la Lavandería San Juan de la calle 15. Portorriqueños. El suelo siempre encharcado de espuma. Entonces yo tenía críos pequeños y solía ir a lavar los pañales el jueves por la mañana. Ella vivía en el piso de arriba, el 4-C. Una mañana en la lavandería me dio una llave y yo la cogí. Me dijo que si algún jueves no la veía por allí, hiciera el favor de entrar en su casa, porque querría decir que estaba muerta. Era terrible pedirle a alguien una cosa así, y además me obligaba a hacer la colada los jueves.

La señora Armitage murió un lunes, y nunca más volví a la Lavandería San Juan. El portero la encontró. No sé cómo.

Durante meses, en la Lavandería Ángel, el indio y yo no nos dirigimos la palabra, pero nos sentábamos uno al lado del otro en las sillas amarillas de plástico, unidas en hilera como las de los aeropuertos. Rechinaban en el linóleo rasgado y el ruido daba dentera.

El indio solía quedarse allí sentado tomando tragos de Jim Beam, mirándome las manos. No directamente, sino por el espejo colgado en la pared, encima de las lavadoras Speed Queen. Al principio no me molestó. Un viejo indio mirando fijamente mis manos a través del espejo sucio, entre un cartel amarillento de PLANCHA 1,50 $ LA DOCENA y plegarias en rótulos naranja fosforito. DIOS, CONCÉDEME LA SERENIDAD PARA ACEPTAR LAS COSAS QUE NO PUEDO CAMBIAR. Hasta que empecé a preguntarme si no tendría una especie de fetichismo con las manos. Me ponía nerviosa sentir que no dejaba de vigilarme mientras fumaba o me sonaba la nariz, mientras hojeaba revistas de hacía años. Lady Bird Johnson, cuando era primera dama, bajando los rápidos.

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Al final acabé por seguir la dirección de su mirada. Vi que le asomaba una sonrisa al darse cuenta de que también yo me estaba observando las manos. Por primera vez nuestras miradas se encontraron en el espejo, debajo del rótulo NO SOBRECARGUEN LAS LAVADORAS.

En mis ojos había pánico. Me miré a los ojos y volví a mirarme las manos. Horrendas manchas de la edad, dos cicatrices. Manos nada indias, manos nerviosas,
desamparadas. Vi hijos y hombres y jardines en mis manos.

Sus manos ese día (el día en que yo me fijé en las mías) agarraban las perneras tirantes de sus vaqueros azules. Normalmente le temblaban mucho y las dejaba apoyadas en el regazo, sin más. Ese día, en cambio, las apretaba para contener los temblores. Hacía tanta fuerza que sus nudillos de adobe se pusieron blancos.

La única vez que hablé fuera de la lavandería con la señora Armitage fue cuando su váter se atascó y el agua se filtró hasta mi casa por la lámpara del techo. Las luces seguían encendidas mientras el agua salpicaba arcoíris a través de ellas. La mujer me agarró del brazo con su mano fría y moribunda y dijo: «¿No es un milagro?».

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El indio se llamaba Tony. Era un apache jicarilla del norte. Un día, antes de verlo, supe que la mano tersa sobre mi hombro era la suya. Me dio tres monedas de diez centavos. Al principio no entendí, estuve a punto de darle las gracias, pero entonces me di cuenta de que temblaba tanto que no podía poner en marcha la secadora. Sobrio ya es difícil. Has de girar la flecha con una mano, meter la moneda con la otra, apretar el émbolo, y luego volver a girar la flecha para la siguiente moneda.

Volvió más tarde, borracho, justo cuando su ropa empezaba a esponjarse y caer suelta en el tambor. No consiguió abrir la portezuela, perdió el conocimiento en la silla amarilla. Seguí doblando mi ropa, que ya estaba seca.

Ángel y yo llevamos a Tony al cuarto de la plancha y lo acostamos en el suelo. Calor. Ángel es quien cuelga en las paredes las plegarias y los lemas de AA. NO PIENSES Y NO BEBAS. Ángel le puso a Tony un calcetín suelto húmedo en la frente y se arrodilló a su lado.
—Hermano, créeme, sé lo que es… He estado ahí, en la cloaca, donde estás tú. Sé exactamente cómo te sientes.
Tony no abrió los ojos. Cualquiera que diga que sabe cómo te sientes es un iluso.

La Lavandería Ángel está en Albuquerque, Nuevo México. Calle 4. Comercios destartalados y chatarrerías, locales donde venden cosas de segunda mano: catres del ejército, cajas de calcetines sueltos, ediciones de Higiene femenina de 1940. Almacenes de cereales y legumbres, pensiones para parejas y borrachos y ancianas teñidas con henna que hacen la colada en la lavandería de Ángel. Adolescentes chicanas recién casadas van a la lavandería de Ángel. Toallas, camisones rosas, braguitas que dicen «Jueves». Sus maridos llevan monos de faena con nombres impresos en los bolsillos. Me gusta esperar hasta que aparecen en la imagen especular de las secadoras. «Tina», «Corky», «Junior».

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La gente de paso va a la lavandería de Ángel. Colchones sucios, tronas herrumbrosas atadas al techo de viejos Buick abollados. Sartenes aceitosas que gotean, cantimploras de lienzo que gotean. Lavadoras que gotean. Los hombres se quedan en el coche bebiendo, descamisados, y estrujan con la mano las latas vacías de cerveza Hamm’s.

Pero sobre todo son indios los que van a la lavandería de Ángel. Indios pueblo de San Felipe, Laguna o Sandía. Tony fue el único apache que conocí, en la lavandería o en cualquier otro sitio. Me gusta mirar las secadoras llenas de ropas indias y seguir los brillantes remolinos de púrpuras, naranjas, rojos y rosas hasta quedarme bizca.

Escuche lo mejor de la música clásica por la señal en vivo de la HJCK.