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Lea aquí un fragmento de 'Muerte en el Nilo' de Agatha Christie, la dama del misterio

En 1890 nació Agatha Christie, una mujer que revolucionó su tiempo con sus historias de ladrones y misterios sin resolver, años después se convertiría en referente de la literatura universal. Escogimos un fragmento de una de sus novelas más reconocidas "Muerte en el Nilo".

Agatha Christie

Agatha Christie nació hace más de 100 años en una familia de clase media en Gran Bretaña, desde niña descubrió su amor por las letras y las preguntas sin resolver, decidió escribir sobre las historias que leía en los periódicos o que contaban los vecinos alimentadas de su magnífica imaginación. Años después sus historias fueron inspiradas por los viajes que hacía, por ejemplo, su voluntariado como enfermera en la Primera Guerra Mundial o los viajes que hizo al Oriente Medio.

Muerte en el Nilo , publicada en 1937, es una de las novelas más emblemáticas de Christie y cuenta la historia de Hércules Poirot, un detective que se encamina en una aventura para descubrir la verdad de un crimen atroz de un asesinato en Egipto. En medio de trampas, incógnitas y misterio al rededor de un asesinato Poirot tiene como misión esclarecer la verdad.

Esta novela tuvo una adaptación al cine por parte de 20th Century Studios en el 2022, con un reparto excepcional Hollywood encarnó la historia del detective Poirot quien descubrirá la verdad así como lo hizo Agatha Christie más de 100 años atrás. Aquí le dejamos un fragmento de la primera parte de la novela.

Capítulo I

—¡Linnet Ridgeway!
—¡Es ella misma! —dijo el señor Burnaby, propietario de «Las Tres Coronas», dirigiéndose a su compañero.
Ambos se quedaron mirando fijamente, con los ojos formando un círculo y la boca ligeramente entreabierta.
Un «Rolls Royce», rojo y sinuoso, acababa de detenerse frente a la oficina de Correos local.
Una muchacha se apeó del automóvil, una muchacha tocada con sombrero y luciendo un vestido que parecía —sólo parecía— sencillísimo. Una muchacha de cabello dorado y rasgos autoritarios. Una muchacha de formas encantadoras. Una muchacha como se veían pocas en Malton-Under-Wode.
Con paso imperioso penetró en la oficina de Correos.
—¡Es ella! —repitió de nuevo el señor Burnaby. Y continuó en voz baja, en tono confidencial—: ¡Posee millones…! Se gastará aquí miles y miles de dólares. Hará construir piscinas, jardines italianos y una sala de baile. Hará derribar la mitad de la casa y la volverá a edificar.
—Traerá dinero a la ciudad —dijo su compañero.
Éste era un individuo flaco. Hablaba con tono gruñón en que se advertía algo de envidia.

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El señor Burnaby parecía estar complacidísimo.
—Sí, es una suerte para Malton-Under-Wode. Una gran suerte.
El señor Burnaby asintió, moviendo la cabeza.
—¡Qué diferencia con sir Jorge! —exclamó el otro.
—Los caballos tuvieron la culpa —aseguró su compañero, con indulgencia—.
Nunca tuvo suerte.
—¿Cuánto se gastó él en esto?
—Apenas unos sesenta mil dólares, según dicen.
El hombre delgado dejó escapar un silbido.
—Y se asegura que ella se habrá gastado sesenta mil antes de acabar.
—¡Maldita sea! —dijo el hombre delgado—. ¿De dónde ha sacado tanto dinero?
—De América, por lo que yo he oído. Su madre era hija única de uno de esos groseros millonarios. Como en las películas, ¿sabe?
La muchacha salió de la oficina de Correos y subió al coche.
El hombre delgado la devoró con la mirada mientras ella emprendía la marcha, y murmuró entre dientes:
—No me parece justo que sea tan guapa. Dinero y belleza… es demasiado.
Cuando una joven es tan rica como ésa, no tiene derecho a ser bella al mismo tiempo… Y ella es bella al mismo tiempo… ¡Y ella es bella de verdad…! Tiene todo lo que puede apetecer una mujer… ¡No es justo!

Extracto de la página de sociedad del Daily Blague :
«Entre los asistentes a la cena en “Chez Ma Tante” tuve ocasión de admirar la belleza de Linnet Ridgeway. A su lado estaban la distinguida señorita Juana Southwood, lord Windleshaw y el señor Tobías Bryce. La señorita Ridgeway, como nadie ignora, es hija de Melhuish Ridgeway y de Ana Hartz. Hereda de su abuelo, Leopoldo Hartz, una inmensa fortuna. La encantadora Linnet es la sensación del momento; se rumorea que en breve se hará público un noviazgo. ¡Lord Windleshaw parecía, en efecto, muy entusiasmado!».

La distinguida señorita Juana Southwood dijo:
—Querida, creo que todo esto va a ser sencillamente maravilloso.
Estaba sentada en el dormitorio de Linnet Ridgeway, en Wode Hall. Desde la ventana contemplaba los jardines a sus pies y, más allá, veíase el campo abierto enmarcado por las sombras azules de los bosques.
—Es estupendo esto, ¿verdad? —dijo Linnet.
Apoyó los brazos sobre el antepecho de la ventana. Tenía una expresión ardiente, vivaracha, dinámica. A su lado, Juana Southwood parecía, en cierto modo, algo oscurecida. Era una dama joven, de veintisiete años, con un rostro largo e inteligente y cejas depiladas caprichosamente.
—¿Y has hecho todo esto en tan poco tiempo? Habrás empleado un gran número de arquitectos y además…
—Tres.
—¿Cómo son los arquitectos? No creo haber visto ninguno.
—Estaban bien. A veces los encontraba poco prácticos.
—Querida. ¡Eres encantadora! ¡Tú sí que eres práctica!
Juana cogió una sarta de perlas del tocador.
—Supongo que serán auténticas, ¿verdad, Linnet?
—Naturalmente.
—Esto te parecerá natural a ti, querida, pero no a todo el mundo. Por mucha cultura que posean o aunque se llamasen Woolworth. Amiga mía, parece increíble que estén unidas tan artísticamente. Deben valer una fortuna fabulosa.
—Unas cincuenta mil libras esterlinas a lo más.
—Es una cantidad bastante importante. ¿No tienes miedo de que te las roben?
—No. Las llevo siempre encima… Además están aseguradas.
—Déjame que las luzca en la comida. ¿Quieres, querida?
Linnet esbozó una sonrisa.
—Naturalmente. Si esto te agrada…
—¿Sabes, Linnet? Te envidio, realmente. Tú tienes todo cuanto se te antoja. Hete aquí a los veinte años dueña absoluta de tus propias acciones, con todo el dinero que deseas, belleza y una salud soberbia. ¡Tienes hasta talento! ¿Cuándo cumples los veintiuno?
—En junio próximo. Daré una fiesta de cumpleaños en Londres.
Sonó el teléfono y Linnet acudió presurosa.
—¡Diga…! ¡Diga!
—La señorita de Bellefort desea hablar con usted. ¿Le paso la comunicación?
—¿Bellefort…? ¡Oh, claro que sí!
Oyóse un chasquido e inmediatamente después una voz de ardiente tono, dulce y apresurada, se dejó oír.
—¡Oiga…! ¿Es la señorita Ridgeway? ¿Linnet?
—¡Jacqueline, querida…! Ya hacía un siglo que no sabía nada de ti.
—En efecto, querida amiga… ¡Es terrible lo que me ocurre…! ¡Tengo que verte inmediatamente!
—¿No puedes venir aquí? Quiero enseñarte un juguete nuevo.
—Me gustaría mucho.
—Bueno, pues cuando quieras, en tren… en coche.
—Iré en seguida. Tengo un dos asientos bastante usado. Lo compré por quince libras y hay días en que marcha estupendamente. Pero tiene sus rarezas. Si no he llegado a la hora del té, es que mi coche ha tenido una de sus rarezas. ¡Hasta luego, querida!
Linnet colgó el receptor. Regresó junto a Juana.
—Es mi antigua amiga Jacqueline de Bellefort. Estuvimos juntas en un colegio, en París. Ha tenido siempre una mala suerte terrible. Su padre es un conde francés, su madre americana… del Sur. Luego su progenitor se fugó con otra mujer y su pobre madre perdió hasta el último céntimo en la quiebra de Wall Street. Jacqueline quedó completamente arruinada. No sé cómo se las habrá arreglado para pasar estos dos años.

Juana estaba ocupada en pulir sus uñas de un color rojo sangriento con el polissoir de su amiga. Se hizo hacia atrás en la silla, con la mano extendida, para contemplar el efecto de su obra.
—Querida —dijo arrastrando las palabras—, ¿no crees que eso es demasiado aburrido? Si alguna de mis amigas tuviese una desgracia, yo la abandonaría inmediatamente. A primera vista parece inhumano, pero nos evita un gran número de molestias futuras. Luego te pedirían dinero prestado o te harían acompañarlas a una tienda de modas donde no tendrías más remedio que pagar los trajes que eligiesen. O pintarían pantallas horribles que tú te verías obligada a adquirir. O te harían corbatas de punto.
—Entonces, si yo perdiese mi dinero…, ¿me abandonarías mañana mismo?
—Sí, querida, lo haría. ¡No podrás decir que no soy franca! Sólo me gusta la gente que triunfa. Y lo mismo le pasa a todo el mundo, con la diferencia de que ellos son más hipócritas y no quieren confesarlo. Dicen, por ejemplo, que no pueden aguantar más a María, a Emilia o a Pamela. Sus sufrimientos la hacen tan amargada y tan peculiar… ¡Pobre chica!
—¡Qué cruel eres, Juana!
—Soy positiva, como todo el mundo.
—Yo no soy positiva .
—Tú tienes tus razones. No hay motivo para ser mezquina cuando se tienen apoderados jóvenes y bien parecidos que te envían tus enormes rentas cada cuatro meses.
—Y tú te equivocas respecto a Jacqueline —dijo Linnet—. Ella no es ninguna pedigüeña. Por el contrario, he querido ayudarla varias veces y no me lo ha permitido. Es tan orgullosa como el diablo.
—¡Pero ahora tenía tanta prisa en hablarte! ¡Apostaría que piensa pedirte algo! Ya lo verás.
—Parecía excitada por algo —admitió Linnet—. Jacqueline ha sido siempre excesivamente impulsiva. Una vez le clavó un cortaplumas a alguien.
—¡Querida, eso es estupendo!
—Fue a un chico que martirizaba a un pobre perro. Jacqueline intentó convencerle para que dejase en paz al desgraciado animal. Él no le hizo caso. Entonces ella le empujó con todas sus fuerzas, pero él la aventajaba en vigor y no cedió. Entonces Jacqueline sacó un cortaplumas y se lo clavó hasta la empuñadura. Fue una escena horrorosa.
—Eso iba yo a decirte. ¡Parece peligrosa la chica!
La doncella de Linnet entró en la habitación. Murmurando unas palabras de excusa, tomó un vestido del armario y volvió a salir.
—¿Qué le pasa a María? —preguntó Juana—. Parece que ha estado llorando.
—Pobrecita. ¿No te dije que quería casarse con un individuo que tenía un empleo en Egipto? Ella no sabía gran cosa de él y yo pensé que sería conveniente cerciorarme de sus buenas intenciones. Pues bien, hice practicar averiguaciones y resulta que el angelito estaba ya casado y tenía tres hijos.
—¡Cuántos enemigos debes tener, Linnet!
—¿Enemigos? —Linnet parecía sorprendida.
Juana insistió con un movimiento de cabeza y cogió un cigarrillo.
—¡Enemigos querida! ¡Eres tan devastadoramente inteligente! Además eres excesivamente bondadosa y haces todas las buenas acciones que puedes.
Linnet rió de todo corazón.
—¡No tengo un solo enemigo en todo el mundo!

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Lord Windleshaw estaba sentado bajo el cedro del jardín. Sus ojos acariciaban las graciosas proporciones de Wode Hall. No había nada que contrastase desagradablemente en sus líneas de antiguo estilo. Los edificios nuevos y los ensanches estaban fuera de la vista por alzarse al otro lado de la esquina. Constituía una visión apacible y bella bañada por la luz de un sol de otoño. Sin embargo, al contemplarlo, no le parecía ver Wode Hall. Lo que admiraba Carlos Windleshaw era una mansión magnífica de puro estilo isabelino, con un parque de gran extensión y un fondo muy sombrío… La residencia habitual de su familia, Charltonbury, y en primer plano se destacaba la figura de una muchacha de cabello brillante color de oro y una expresión ardiente y confiada… ¡Linnet sería la dueña de Charltonbury!

Estaba muy esperanzado… Su negativa no había sido definitiva… Fue tan sólo una petición de plazo… Bien, podía esperar algo más. ¡Cuán conveniente era todo para él! Indudablemente se casaba por dinero, pero no le era tan necesario que tuviese que posponer a todo aquello sus propios sentimientos. Además, amaba a Linnet. Habría deseado hacerla su esposa, aunque se hubiese tratado de una mendiga en vez de ser la mujer más rica de Inglaterra. Pero afortunadamente era la mujer más rica del Reino Unido… Su cerebro elaboraba sin cesar planes para lo futuro. Tal vez llegaría a poseer el condado de Rozdale, restauraría todo el ala derecha del edificio, no tendría necesidad de alquilar sus cotos de caza de Escocia… Carlos Windleshaw soñaba al sol…

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