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Blanca Varela: la arquitectura del silencio

A Blanca Varela no se la lee: se la enfrenta. En su poesía no hay consuelo, hay vértigo. Con una voz implacable y afilada, despojada de ornamentos, la escritora peruana desmontó con precisión quirúrgica los mitos de la belleza, del lenguaje y del yo, hasta convertir el poema en un campo de batalla.

Blanca Varela
Blanca Varela murió el 12 de marzo de 2009 en su tierra natal, Lima, Perú.

En la historia de la literatura hispanoamericana, pocas voces han sabido tensar con tanta lucidez la cuerda entre la belleza y la ruina como la de Blanca Varela. Su poesía no es un adorno ni un destello, sino una operación minuciosa de desmantelamiento: del yo, del lenguaje, del mito. Leerla es asistir a un despojo radical, a una ceremonia en la que las palabras pierden sus ropajes y revelan lo que casi nunca se dice: que escribir es también morir un poco.

Nacida en Lima en 1926, Blanca Varela fue hija de una cantante y poeta popular, Serafina Quinteras, y desde temprano entendió que el idioma materno no era sólo una herramienta sino un destino. Estudió Letras y Educación en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, y en 1949 viajó a París, donde trabó amistad con figuras clave del pensamiento y el arte de su tiempo: Octavio Paz, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, André Breton. Pero lejos de dejarse absorber por el brillo de las vanguardias, Varela afiló su propia voz en la sombra. París le ofreció el vértigo; ella eligió el vértice.

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Fue Octavio Paz quien escribió el prólogo a su primer libro, Ese puerto existe (1959), y quien no dudó en situarla entre las grandes poetas del siglo XX. Pero lo que Paz no podía anticipar —y tal vez Varela sí— es que esa voz, aparentemente contenida, iba a convertirse en una de las más radicales de la poesía latinoamericana. En un continente donde la exuberancia verbal era casi un mandato, Varela optó por la poda. Su poesía es una arquitectura del silencio, una exploración de la grieta.

Visitación

Dejé al demonio encerrado
en un cajón
en su pequeño lecho de crespón

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afuera el ángel vuela
toca la puerta
espera

en una mano la rima
como una lágrima
en la otra el silencio
como una espada

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échame de mi cuerpo
son las doce
sin sol ni estrellas

Alejada del lirismo complaciente o de la confesión sentimental, Blanca Varela hizo del lenguaje un campo de resistencia. No hay nostalgia en sus versos, sino una atención despiadada a lo real. En Luz de día (1963), Valses y otras falsas confesiones (1972), Canto villano (1978) y los libros que siguieron, la poeta escarba en la experiencia sin buscar redención. “Escribir es morder el fruto amargo”, dirá. Y en efecto, su poesía nunca endulza, nunca promete. Se trata de un trabajo de excavación —a veces violento, a veces delicado— que desmonta las ficciones con las que solemos protegernos del vacío.

En 2006, recibió el Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca —fue la primera mujer en ganarlo— y un año después obtuvo el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Pero para entonces Varela ya había dicho lo esencial. No vivía de la literatura, ni se dejó seducir por los circuitos del reconocimiento. Fue traductora, periodista cultural, madre. Vivió entre Lima, París, Florencia, Washington. Pero siempre volvió al silencio, ese territorio que fue su casa y su método.

Así debe ser el rostro de dios…

Así debe ser el rostro de dios
el cielo rabiosamente cruzado
por nubes grises, violetas
y naranjas
y su voz
el mar de abajo
diciendo siempre lo mismo
tan monótono
tan monótono
como el primer
y el último día

El poema es mi cuerpo

el poema es mi cuerpo
esto la poesía
la carne fatigada
el sueño el sol
atravesando desiertos
los extremos del alma se tocan
y te recuerdo dickinson
precioso suave fantasma
errando tiempo y distancia
en la boca del otro habitas
caes al aire eres el aire
que golpea con invisible sal
mi frente
los extremos del alma se tocan
se cierran se oye girar la tierra
ese ruido sin luz
arena ciega golpeándonos
así será ojos que fueron boca
que decía manos que se abren
y se cierran vacías
distante en tu ventana
ves al viento pasar
te ves pasar el rostro en llamas
póstuma estrella de verano
y caes hecha pájaro
hecha nieve en la fuente
en la tierra en el olvido
y vuelves con falso nombre de mujer
con tu ropa de invierno
con tu blanca ropa de
invierno
enlutado

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La lección

Como una moneda te apretaré entre mis manos
y todas las puertas cederán
y lo veré todo
y la sorpresa
no quemará mi lengua
y comprenderé entonces el crecimiento de las plantas
y el cambio de pelaje en las pequeñas crías.

Hallaré la señal
y la caída de los astros
me probará la existencia de otros caminos
y que cada movimiento engendra dos criaturas,
una abatida y otra triunfante,
y en cada mirada morirá la apariencia
y desnudo y bello
te arrojará la fábrica entre nosotros.

Media voz

la lentitud es belleza
copio estas líneas ajenas
respiro
acepto la luz
bajo el aire ralo de noviembre
bajo la hierba sin color
bajo el cielo cascado y gris
acepto el duelo
y la fiesta

no he llegado
no llegaré jamás
en el centro de todo está el poema
intacto sol
ineludible noche

sin volver la cabeza
merodeo su luz
su sombra
animal de palabras
husmeo su esplendor
su huella
sus restos
todo para decir
que alguna vez estuve
atenta desarmada
sola
casi en la muerte
casi en el fuego

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