Héctor Juan Pérez Martínez nació en Ponce en 1946, y desde muy pequeño la tragedia a su vida llegó: a los tres, con la muerte de Panchita, su madre, a causa de una tuberculosis y luego, a los diez, con la muerte de su padre, Luis. Así comenzó la historia del boricua más incomprendido que esperó su día de suerte, aunque siempre su condena fuera padecer en vida las canciones que cantaba. Muy joven y con apenas 17, se aventuró a viajar a Nueva York con el sueño de ser cantante y convertirse en sonero.
En la gran ciudad, Héctor fue un aguacate de noventa libras que llegó para fajarse con los bravos. Allí, fue perfeccionando su estilo pasando por varias agrupaciones hasta que, auspiciado por Johnny Pacheco, conocería a Willie Colón, su colega. De este encuentro, la insolente e inexperta voz de Lavoe se unió con el agrio y poco técnico sonido del trombón de Colón y se cocinó en los estudios de Fania Records su primer trabajo discográfico. Nueva York fue la ciudad que le dio todo a Héctor, y también la misma que se lo quitó, incluso a su amigo Willie, que en 1974 le entregaría su orquesta.
Detrás de esta decisión, estaba la naciente adicción que Lavoe tenía por las drogas, muy lejos de saber que se embarcaba en un crucero de placeres contra viento y marea, inocente de los tiburones de agua sucia que se le acercaron como si estuviera sangrando. Era la época dorada de la salsa y Lavoe acariciaba más que nunca la idolatría de sus fans y su condición iluminada con las manos, pero los descuidos y las irresponsabilidades en más de una ocasión acabaron con la disolución de su orquesta.
Con el éxito, también aumentó los abusos de sus pérfidas adicciones acompañadas de severas depresiones y repetidas recaídas que lo llevaron a internarse en un hospital, donde la realidad lo tenía delirando mientras la prensa morbosa contaba que el cantante de los cantantes había perdido sus prodigios vocales por un maleficio de brujería. En sus siguientes álbumes poco a poco se ausentaron los buenos arreglos y los aciertos musicales escasearon. Sus letras, poco frenéticas y con un mensaje que iba más allá del hedonismo del malandro de "El Barrio" , ocupaban ahora la cuota de éxito. La vida le empezaba a cerrar el paso y convertía su camino en tragedia, vivía su instinto autodestructivo sin descifrar la salida del laberinto de las drogas en el que estaba.
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Enfermo e inmóvil, decidió suicidarse. Él, tan impuntual como siempre, había decidido por primera vez cumplir una cita anticipada: la de su muerte. Pero esta nunca llegó. Su hazaña reveló una semiparálisis y un par de huesos rotos; su voz, intacta. A comienzos de 1992 su estado de salud se complicó y después del hermetismo y del secreto de su diagnóstico, se supo finalmente la verdad: La sangre de Lavoe estaba infectada con el temible SIDA. Este drama continuó agravándose más para el rey de la puntualidad. Ya estaba perdido para la vida. Nadie volvió a verlo, ni a mencionarlo, y como bruma, se fue desvaneciendo. En diciembre de ese año, un anónimo lo encontró tirado en una calle de Nueva York y lo internó en un centro de caridad para enfermos de SIDA. Allí y mientras estuvo internado, se dedicó a lo suyo, cantar, convirtiéndose en el paciente más famoso del hospital.
Al ser desahuciado y luego de una complicación médica producto de un infarto y pasado el mediodía del martes 29 de junio de 1993, consecuencia de un segundo paro cardíaco, se fue yendo en silencio el más escandaloso sonero, víctima de las amenazas del mundo y del engaño de los negocios. En cuestiones de amor y de amistades, el pueblo fue su cómplice. Lo malcrió. Héctor Lavoe murió triste y vacío, de fracaso, de desamor por la vida, de pobreza, de angustia. La noticia de su deceso fue titular que alcanzó página entera. Así, se convirtió en mártir de la salsa, ese monstruo que ayudó a crear.