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Larry Harlow: un judío maravilloso

"Salsa" fue el álbum definitivo que supo brindar a la música con maestría, el sincretismo de la cultura yoruba y los ritmos latinos.

Larry Harlow 2.png
Portada del álbum "Salsa", editado en 1974 por Fania Records.
FANIA

Si hubo un álbum en la historia de la música latina que supo capturar la esencia del sonido latino ese fue “Salsa”, un trabajo publicado por la orquesta de Larry Harlow en 1974. Su orquestación no solo es maravillosa y novedosa, sino que constituye un antes y un después en el repertorio de la Fania.

Para noviembre de 1973, la orquesta de Larry Harlow ya había alcanzado la madurez para integrar la selecta constelación de agrupaciones de salsa más importantes del momento. Con sus singulares arreglos jazzísticos y su estilo único, la orquesta había engendrado una sonoridad completamente nueva hasta entonces, “el sonido Harlow”, resultado de la frenética onda del boogaloo que invadió la radio a finales de 1964 y que dominó el mercado neoyorkino durante más de una década. Además, la experiencia musical que significó “Hommy”, la ópera en clave de salsa que Harlow había editado ese mismo año, consagró un sincretismo armónico entre los ritmos cubanos y orquestaciones más elaboradas y ricas que incluían finos arreglos de cuerdas y vientos, así como la flauta y el violín, dos instrumentos olvidados por la sonoridad latina luego de que la era de la charanga y de las big bands pasaran de moda, y que ahora servían como complementos melódicos antes que rítmicos.

Y es que su impacto tuvo tal fuerza que ese mismo año, el pianista Eddie Palmieri añadió un violín a su orquesta y algunos años más tarde, Willie Colón y Héctor Lavoe copiaron esa misma fórmula, cediéndole espacio en sus arreglos orquestales y creando solos memorables en “Periódico de ayer” en 1976, “El baquiné de angelitos negros” en 1977 y posteriormente, “El cantante” en 1978.

Para esta nueva producción que llevaría como título “Salsa”, la orquesta de Larry Harlow ya tenía una nómina de primera que contaba con una sección de ritmo comandada por él mismo al piano, seguido de Edwin Colón en los timbales; Tony Jiménez en la tumbadora; Pablo Rosario en los timbales, los bongós y el güiro; Reinaldo Jorge y Lewis Kahn en los trombones; Ralph Castrella, Ralph Maldonado y Charlie Miller en las trompetas; y cerrando la nómina rítmica, Eddie “guagua” Rivera en la ejecución del bajo. La voz era la de Junior González que se había estrenado en la ópera de Harlow y los coros estaban integrados por las voces de Adalberto Santiago, Marcelino guerra y de Yayo “El Indio”, además de contar con la participación estelar de Johnny Pacheco en la flauta, Harry Vigiano en el tres y Milton Cardona en la ejecución de los tambores batá.

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El álbum inicia con “No quiero”, un son original de Israel Rodríguez que se abre paso entre los surcos del vinilo con los mismos arreglos usados originalmente en la grabación de 1952. Su letra (“Laye laye orovivo, yo no quiero compromiso”) tiene el mismo cariz de la cosmogonía santera que identificará la lírica del resto de la producción. Su sonido, muy al ritmo del montuno, ofrece una orquestación que bebe de las notas del jazz y que ofrece uno de los mejores momentos del disco.

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A este le sigue “La Cartera”, otro tema de Arsenio Rodríguez, pero esta vez con un arreglo en ritmo charanga y con diferentes intensidades en clave de montuno acompañadas de un solo de piano de Larry, seguido del solo de trompeta de Ralph Castrella y uno final ejecutado en el violín de Kahn, “el otro judío maravilloso”, posiblemente el primero en su categoría en toda la historia de la salsa.

Quizás una de las mejores descargas de metales de toda la sesión de grabación está en “El paso de Encarnación”, una charanga que originalmente fue grabada por la Orquesta Aragón, y que esta vez, comandada por la excepcional flauta de Pacheco, engalana el álbum con un cubanísimo sonido.

Otro acercamiento a la santería es “Popo pa’ mí”, también inspiración de Arsenio Rodríguez, pero esta vez con un excepcional contrapunteo de trompetas entre Castrella y Miller. Le sigue un repertorio en tiempo de guaguancó con dos números: “no hay amigo”, de Eliseo Grenet, y “Wampo”, composición de Tito Puente que ya había interpretado en los años cincuenta junto a la voz de Vicentico Valdés; esta vez, él álbum cierra con “Silencio”, un viejo guaguancó que Celia Cruz ya había popularizado con la Sonora Matancera en 1954 y que ahora, arreglado por Harlow en clave de charanga, brillaba con un riff de violines y embestidas de metales en cadentes notas de montuno acompañadas de envolventes coros de “Omelenkó” al ritmo del sonido sagrado del tambor batá.

El álbum está muy bien producido. Su sonido, que es auténticamente delicioso, es el responsable de fraguar una fiesta que seduce al bailador con las notas de ese portentoso piano con el que se escucharía por primera vez el seudónimo con el que el mundo bautizó a Larry: “el judío maravilloso”.