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¿Qué implica protestar por el sufrimiento, a diferencia de reconocerlo?
La iconografía del sufrimiento es de antiguo linaje. Los sufrimientos que más a menudo se consideran dignos de representación son los que se entienden como resultado de la ira, humana o divina. (El sufrimiento por causas naturales, como la enfermedad o el parto, no está apenas representado en la historia del arte; el que causan los accidentes no lo está casi en absoluto: como si no existiera el sufrimiento ocasionado por la inadvertencia o el percance). El grupo escultórico de Laoconte y sus hijos debatiéndose, las incontables versiones pintadas o esculpidas de la Pasión de Cristo y el inagotable catálogo visual de las desalmadas ejecuciones de los mártires cristianos, sin duda están destinados a conmover y a emocionar, a ser instrucción y ejemplo. El espectador quizá se conmisere del dolor de quienes lo padecen —y, en el caso de los santos cristianos, se sienta amonestado o inspirado por una fe y fortaleza modélicas—, pero son destinos que están más allá de la lamentación o la impugnación.
Al parecer, la apetencia por las imágenes que muestran cuerpos dolientes es casi tan viva como el deseo por las que muestran cuerpos desnudos. Durante muchos siglos, en el arte cristiano las descripciones del infierno colmaron estas dos satisfacciones elementales. De cuando en cuando, el pretexto puede ser la anécdota de una decapitación bíblica (Holofernes, Juan Bautista) o el folletín de una masacre (los varones hebreos recién nacidos, las once mil vírgenes), o algo por el estilo, con rango de acontecimiento histórico real y destino implacable. También se tenía el repertorio de crueldades, que es duro mirar, proveniente de la antigüedad clásica; los mitos paganos, aún más que las historias cristianas, ofrecen algo para todos los gustos. La representación de semejantes crueldades está libre de peso moral. Sólo hay provocación: ¿puedes mirar esto? Está la satisfacción de poder ver la imagen sin arredrarse.
Está el placer de arredrarse. Estremecerse frente al grabado de Goltzius El dragón devora a los compañeros de Cadmo (1588), que representa la cara de un hombre arrancada de su cabeza de un mordisco, difiere mucho del estremecimiento que produce la fotografía de un ex combatiente de la Primera Guerra Mundial cuya cara ha sido arrancada de un disparo. Un horror tiene lugar en una composición compleja —las figuras en un paisaje— que pone de manifiesto la maestría de la mano y la mirada del artista. El otro es el registro de una cámara, un acercamiento, de la terrible e indescriptible mutilación de una persona real: eso y nada más. Un horror inventado puede ser en verdad abrumador. (Por mi parte, me resulta difícil ver el espléndido cuadro de Tiziano en el que Marsias es desollado, y sin duda cualquier otra imagen con este tema). Pero la vergüenza y la conmoción se dan por igual al ver el acercamiento de un horror real. Quizá las únicas personas con derecho a ver imágenes de semejante sufrimiento extremado son las que pueden hacer algo para aliviarlo —por ejemplo, los cirujanos del hospital militar donde se hizo la fotografía— o las que pueden aprender de ella. Los demás somos voyeurs, tengamos o no la intención de serlo.
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En cada caso, lo espeluznante nos induce a ser meros espectadores, o cobardes, incapaces de ver. Los que tienen entrañas para mirar desempeñan un papel que avalan muchas representaciones gloriosas del sufrimiento. El tormento, un tema canónico en el arte, a menudo se manifiesta en la pintura como espectáculo, algo que otras personas miran (o ignoran). Lo cual implica: no, no puede evitarse; y la amalgama de observadores desatentos y atentos realza este hecho.
La práctica de representar sufrimientos atroces como algo que ha de deplorarse y, si es posible, evitarse, entra en la historia de las imágenes con un tema específico: los sufrimientos que padece la población civil a manos del desbocado ejército victorioso. Es un tema intrínsecamente secular, que surge en el siglo XVII, cuando la reorganización de los poderes contemporáneos se convierte en materia prima para los artistas. En 1633 Jacques Callot publicó una serie de dieciocho grabados titulada Les misères et les malheurs de la guerre [Las miserias y desgracias de la guerra], la cual representa las atrocidades que cometieron las tropas francesas contra los civiles durante la invasión y la ocupación de su Lorena natal a comienzos del decenio de 1630. (Seis grabados pequeños del mismo tema que Callot había ejecutado antes de la serie mayor aparecieron en 1635, el año de su muerte). La perspectiva es amplia y profunda; son escenas con muchas figuras, escenas procedentes de una historia, y cada pie es un sentencioso comentario en verso sobre las diversas energías y destinos funestos retratados en las imágenes. Callot comienza con una lámina sobre el reclutamiento de soldados; muestra combates feroces, masacres, saqueos y violaciones, las máquinas de tortura y ejecución (la garrucha, el árbol de la horca, el pelotón de fusilamiento, la hoguera, la rueda), la venganza campesina contra los soldados; y termina con una distribución de recompensas. La reiteración de la ferocidad del ejército conquistador lámina tras lámina es asombrosa y no tiene precedentes, pero los soldados franceses son sólo los malhechores protagonistas de la orgía de violencia, y hay lugar en la sensibilidad cristiana y humanista de Callot no sólo para llorar el fin de la autonomía del ducado de Lorena, sino para dejar registro del apremio de los soldados desamparados en la posguerra que piden limosna acuclillados al lado del camino.
Callot tuvo algunos sucesores, como Hans Ulrich Franck, un artista alemán menor que en 1643, hacia el final de la guerra de los Treinta Años, comenzó a elaborar lo que a la postre (en 1656) fueron veinticinco grabados que representan a soldados asesinando campesinos. Pero es de Goya la preeminente concentración en los horrores de la guerra y en la vileza enloquecida de los soldados a comienzos del siglo XIX. Los desastres de la guerra, una serie numerada de ochenta y tres grabados realizados entre 1810 y 1820 (y publicados por primera vez, salvo tres láminas, en 1863, treinta y cinco años después de su muerte), representan las atrocidades que los soldados de Napoleón perpetraron al invadir España en 1808 con objeto de reprimir la insurrección contra el yugo francés. Las imágenes de Goya llevan al espectador cerca del horror. Se han eliminado todas las galas de lo espectacular: el paisaje es un ambiente, una oscuridad, apenas está esbozado. La guerra no es un espectáculo. Y la serie de grabados de Goya no es una narración: cada imagen, cuyo pie es una breve frase que lamenta la iniquidad de los invasores y la monstruosidad del sufrimiento infligido, es independiente de las otras. El efecto acumulado es devastador.
Las crueldades macabras en Los desastres de la guerra pretenden sacudir, indignar, herir al espectador. El arte de Goya, como el de Dostoievski, parece un punto de inflexión en la historia de la aflicción y los sentimientos morales: es tan profundo como original y exigente. Con Goya entra en el arte un nuevo criterio de respuesta ante el sufrimiento. (Y nuevos temas para la solidaridad: como su pintura, por ejemplo, de un albañil herido al que alejan a cuestas del solar). La relación de las crueldades bélicas está forjada como un asalto a la sensibilidad de los espectadores. Las expresivas frases en cursiva al pie de cada imagen comentan la provocación. Si bien la imagen, como cualquier otra, es una inducción a mirar, el pie reitera, las más veces, la patente dificultad de hacerlo. Una voz, acaso la del artista, acosa al espectador: ¿puedes mirar esto y soportarlo? Un pie afirma: «No se puede mirar». Otro señala: «Esto es malo». Otro responde: «Esto es peor». Uno grita: «¡Esto es lo peor!». Uno más declama: «¡Bárbaros!». «¡Qué locura!», pregona otro. Y otro más: «¡Fuerte cosa es!». Y aun otro: «¿Por qué?».
El pie de una fotografía ha sido, por tradición, neutro e informativo: una fecha, un lugar, nombres. Es improbable que una fotografía de reconocimiento de la Primera Guerra Mundial (cuando por primera vez se hizo uso extensivo de cámaras para el espionaje militar) se titulara «¡Cuánta urgencia de invadir!» o se anotara en la radiografía de una fractura múltiple «¡Tal vez el paciente quede cojo!». Tampoco ha de ser preciso hablar en nombre de la fotografía con la voz del fotógrafo, ofreciendo garantías de la veracidad de la imagen, como hace Goya en Los desastres de la guerra al escribir al pie: «Yo lo vi». Y debajo de otra: «Esto es lo verdadero». Por supuesto, el fotógrafo lo vio. Y salvo que se haya falsificado o tergiversado, es lo verdadero.
El habla común fija la diferencia entre las imágenes hechas a mano como las de Goya y las fotografías, mediante la convención de que los artistas «hacen» dibujos y pinturas y los fotógrafos «toman» fotografías. Pero la imagen fotográfica, incluso en la medida en que es un rastro (y no una construcción elaborada con rastros fotográficos diversos), no puede ser la mera transparencia de lo sucedido. Siempre es la imagen que eligió alguien; fotografiar es encuadrar, y encuadrar es excluir. Además, la manipulación de la foto antecede largamente a la era digital y los trucos de Photoshop: siempre ha sido posible que una fotografía tergiverse las cosas. Una pintura o un dibujo se consideran falsos cuando resulta que no son del artista a quien se le habían atribuido. Una fotografía —o un documento filmado disponible en la televisión o en Internet— se considera falsa cuando resulta que se ha engañado al espectador en relación con la escena que al parecer se representa.
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Que las atrocidades perpetradas por los soldados franceses en España no hayan sucedido exactamente como se muestra —digamos que la víctima no quedara exactamente así, que no ocurriera junto a un árbol— no desacredita en absoluto Los desastres de la guerra. Las imágenes de Goya son una síntesis. Su pretensión: sucedieron cosas como éstas. En contraste, una fotografía o secuencia de película pretende representar con exactitud lo que estaba frente a la lente de la cámara. Se supone que una fotografía no evoca sino muestra. Por eso, a diferencia de las imágenes hechas a mano, se pueden tener por pruebas. Pero ¿pruebas de qué? La sospecha de que «Muerte de un soldado republicano» de Capa quizá no muestra lo que se dice que muestra (una hipótesis afirma que presenta un ejercicio de instrucción cerca del frente) sigue rondando los debates sobre la fotografía bélica. Todo el mundo es literal cuando de fotografías se trata.
Traducción: Aurelio Major