Los asesinos de la luna ha sido una de las películas más esperadas de este año, el regreso de Martin Scorsese ha traido una historia conmovedora sobre la historia de la Nación Osage , un pueblo nativo americano que vivió desplazamientos forzados en los comienzos del siglo XX.
La Nación Osage se vio obligada a dejar sus tierras en en estado de Kansas, se transladaron a un terreno rocoso en Oklahoma, allí descubrieron que bajo ese suelo existía una fuente de petróleo inmensa. Los Osage fueron recuperando riqueza así como enemigos blancos quienes querían arrebatarles todo de nuevo, sin embargo, los bienes de los Osage solo se podían heredar entre generaciones, esto desató engaños y matrimonios forzados, terminando en asesinatos y masacres.
Este es el contexto del libro Los asesinos de la luna, escrito por David Grann y publicado en el 2017, la inspiración de Scorsese para la película. Por eso traemos un fragmento de la obra literaria.
Crónica 1: La mujer marcarda
La desaparición
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En abril, millones de flores diminutas cubren las colinas pobladas de robles y las inmensas praderas del territorio osage de Oklahoma. Hay violetas tricolor, bellezas de Virginia y estrellas violeta. El escritor osage John Joseph Mathews observó que esa galaxia de pétalos hace que parezca que «los dioses hubieran tirado confeti». En mayo, cuando aúllan los coyotes bajo una luna desconcertantemente grande, unas plantas más altas como lágrimas de dama y rudbeckias van privando poco a poco de luz y agua a las flores menudas. Los tallos de estas se quiebran, los pétalos se alejan revoloteando, y al poco tiempo quedan sepultadas bajo tierra. Por eso los indios osage dicen que mayo es el tiempo de la luna mataflores.
El 24 de mayo de 1921, Mollie Burkhart, con domicilio en el poblado osage de Gray Horse (Oklahoma), empezó a temer que algo le había ocurrido a Anna Brown, una de sus tres hermanas. Desde hacía tres días Anna, que contaba treinta y cuatro años, y era apenas un año mayor que Mollie, no daba señales de vida. Muchas veces se iba «de juerga», como solían decir despectivamente en su familia: a bailar y a beber con amigos hasta que despuntaba el día. Pero esta vez habían pasado ya dos noches y Anna no había comparecido en casa de Mollie como tenía por costumbre, con sus largos cabellos negros ligeramente revueltos y sus oscuros ojos despidiendo destellos como de cristal. Cuando entraba, a Anna le gustaba quitarse los zapatos, y Mollie echaba de menos oírla deambular por la casa, un sonido que siempre la reconfortaba. Por el contrario, reinaba un silencio tan estático como la llanura.
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Tres años atrás, Mollie había perdido a su otra hermana, Minnie, cuya muerte fue muy prematura. Aunque los médicos lo atribuyeron a «una enfermedad consuntiva peculiar», Mollie tuvo sus dudas. No en vano Minnie había muerto con solo veintisiete años y siempre había gozado de buena salud.
Al igual que sus padres, Mollie y sus hermanas estaban inscritas en la lista osage, es decir, sus nombres constaban en el registro de miembros de la tribu. Eso quería decir, también, que poseían una fortuna. En los primeros años de la década de 1870, los osage habían sido expulsados de sus tierras en Kansas y trasladados a una pedregosa reserva, aparentemente sin valor alguno, en la región nororiental de Oklahoma. Transcurridas unas décadas, descubrieron que la reserva se asentaba sobre uno de los mayores yacimientos petrolíferos de Estados Unidos. Para conseguir el petróleo, los prospectores hubieron de pagar arriendos y derechos a los osage. A principios del siglo XX, todas y cada una de las personas que figuraban en la lista de la tribu empezó a recibir un cheque trimestral. La cantidad inicial era de unos pocos dólares, pero a medida que se iba extrayendo petróleo los dividendos subieron a centenares, y luego a miles, de dólares. Y los pagos crecían prácticamente cada año, como crecían los arroyos que confluían en la pradera para formar el ancho y lodoso Cimarrón, hasta que el conjunto de la tribu osage llegó a acumular millones y millones de dólares. (Solo en 1921, la tribu ingresó más de treinta millones, lo que serían hoy más de cuatrocientos.) A los osage se los consideraba el pueblo más rico per cápita del mundo. «¡Quién lo iba a decir! —proclamaba el semanario neoyorquino Outlook—. El indio, en vez de morirse de hambre […] disfruta de unos ingresos fijos que ya quisiera para sí más de un banquero.»
La prosperidad de la tribu tenía perpleja a la opinión pública, pues se contradecía con las imágenes de indios americanos que se remontaban al primer y brutal contacto con los blancos, ese pecado original del cual había nacido el país. La prensa publicaba reportajes sobre los «plutócratas osage» y los «millonarios pieles rojas», con sus mansiones de ladrillo y terracota y sus arañas de luz, con sus anillos de diamante y sus abrigos de pieles, y sus automóviles con chófer. Un autor se asombraba del hecho de que muchachas osage fueran a los mejores internados y lucieran suntuosos vestidos franceses, como si «une très jolie demoiselle se hubiera extraviado en su paseo por los bulevares parisinos para acabar en este pequeño asentamiento».
Paralelamente, los periodistas no perdían ocasión de recalcar cualquier indicio del tradicional estilo de vida osage, cosa que parecía despertar en los lectores visiones tópicas de indios «salvajes». Un artículo en concreto hablaba de un «corro de automóviles caros alrededor de una fogata, en la que sus broncíneos propietarios, ataviados con mantas de vivos colores, asan carne al estilo primitivo». Otro se hacía eco de un grupo osage que llegó a una de sus ceremonias tradicionales en un avión privado, una escena que «ni el más imaginativo de los escritores podría haber inventado». Resumiendo la postura de la opinión pública sobre los osage, el Washington Post afirmaba: «Aquel típico lamento, “Ay, pobrecitos indios”, quizá habría que cambiarlo a un “Caray con los ricachones pieles rojas”».
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Gray Horse era uno de los asentamientos más antiguos de la reserva. Este y otros poblados —entre los cuales Fairfax, una localidad vecina de casi mil quinientos habitantes, y Pawhuska, la capital osage, con una población de más de seis mil almas— parecían visiones febriles. Por sus calles pululaban vaqueros, cazafortunas, contrabandistas, adivinos, curanderos, forajidos, alguaciles, financieros de Nueva York y magnates del petróleo. Los automóviles pasaban por caminos de carro pavimentados, y el olor a gasolina borraba la fragancia de las praderas. Un ejército de cuervos contemplaba el lugar desde los cables del teléfono. Había restaurantes —anunciados como cafeterías—, teatros de ópera y campos de polo.
Aunque Mollie no gastaba tanto como algunos de sus vecinos, sí se había hecho construir una hermosa y laberíntica casa de madera en Gray Horse, cerca de la vieja tienda que su familia había levantado con palos atados, esteras tejidas a mano y corteza de árbol. Poseía varios coches y muchos criados (los lamecacerolas de los indios, como solían llamar los colonos despectivamente a esos inmigrantes). Por regla general, los criados eran negros o mexicanos, y una persona que visitó la reserva a principios de la década de 1920 manifestó su rechazo al ver «incluso a blancos» realizando «todas las tareas domésticas que los osage consideran humillantes».
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