Hubo un tiempo en el que las pocas mujeres que leían y escribían debían mantenerse ocultas. La literatura era entonces una tierra fértil solo reservada para el hombre. Lo intelectual no les competía. Históricamente, siempre han tenido el camino más difícil a esas tareas que para los hombres ya es rutinario. Si ya para entonces era complicado publicar y narrar siendo una mujer heterosexual, ser lesbiana ponía un manto aún más oscuro sobre los ojos aún cuando muchas mujeres usaban seudónimos masculinos o en su mayoría, debían someterse a realizar publicaciones anónimas.
Incluso, el tratamiento de motivos lésbicos en la narrativa ha sido menos abundante que en la poesía, puesto que en la mayor parte de la narrativa lesbiana se ha concentrado en la exploración de lo autobiográfico y lo erótico como un eje circunstancial del amor que no es correspondido.
Un poderoso ejemplo de esta difícil tarea es el caso de la novela “Cumbres borrascosas”, editada en 1847 como una obra anónima. La crítica de su época la consideró una obra maestra auténtica, poderosa y original. Sin embargo, para 1850, en su segunda edición, se reveló el nombre de su autora: Emily Brontë. Desde entonces, la crítica cambió de "obra poderosa" a "novela de amor distorsionada".
Durante la década de los años setenta, ochenta y noventa del siglo pasado, las luchas de los grupos feministas favorecieron el desarrollo de un nuevo canon en la literatura lésbica en Latinoamérica, que la entiende como aquella que va más allá de meras representaciones eróticas, autobiográficas y sociopolíticas de la mujer. No obstante, aunque estas temáticas suelen estar yuxtapuestas por la narrativa, es difícil mantener distancia entre la una de la otra, así como entre género y sexualidad.
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Tradicionalmente, en la narrativa hispanoamericana las escritoras motivadas a explorar las huestes lésbicas en sus obras han tenido que recurrir a un discreto código lingüístico y de ocultamiento para pasar por inadvertidas a la crítica de lo social, transformando lo lésbico a un lenguaje aceptado por el convencionalismo heterosexual y enmascarándose a su vez en el eufemismo y lo perifrástico. Quizás los casos más destacados del canon literario lésbico son Sor Juana Inés de la Cruz y Gabriela Mistral.
El caso de Sor Juana Inés de la Cruz, aunque es muy famoso por su poesía lírica y filosófica desde los cuales se rebela en contra de las estructuras patriarcales de su tiempo, también ha dado lugar a lecturas con una interpretación lésbica de su obra, y por extensión, de su vida. Por otra parte, gran parte de la obra poética de Gabriela Mistral ha sido analizada desde un reflejo de desolación y frustración, así como de una profunda conciencia de una mujer que se identificaba a sí misma con lazos íntimamente emotivos hacia otras mujeres. Es un reflejo que ha permanecido en sus obras.
Para la segunda mitad del siglo XX, las obras de Alejandra Pizarnik y de Cristina Peli Rossi también dan testimonio de los discursos literarios desde una narrativa disidente. Tal es el caso de “La condesa sangrienta” de 1971 en el que Pizarnik condensa el erotismo lésbico con la muerte; por su parte en “Evohé”, Peli Rossi asume una voz masculina que celebra el deseo por lo femenino, encubriéndose a sí misma entre significados sexuales y políticos con los que buscaba escapar de la censura social.
La producción de la literatura lésbica en Colombia no es nueva. Incluso, desde sus orígenes, la alteridad de lo lésbico se construyó desde lo marginal y poco a poco, fue empujada hacia la periferia narrativa casi a punto de desaparecer. Esto sin mencionar ese eje fundamental que ha impulsado la producción cultural en el país: el sexo. Uno de los primeros vestigios salpicados de erotismo lésbico en la literatura colombiana se halla en “La mansión de Araucaima”, obra de Álvaro Mutis de 1973, donde “La Machiche”, un personaje que vive en la desmesura de la carne y la podredumbre del alma con Ángela, una modelo que llega a esta casa de lujuria luego de que su bicicleta se estropeara.
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En esta, la lesbiana, al igual que el dandi, se sitúa al margen de la cultura imperante, negándose a los convencionalismos impuestos, tanto en las formas de vestir como en los roles que estos deben asumir en la sociedad. Esta negativa aparece en las obras de la periodista y escritora Albalucía Ángel, donde en “Girasoles en invierno” publicada en 1970, analiza la realidad femenina y su violenta inscripción en los roles de género, y en “Misiá Señora” de 1982, Ángel explora la identidad sexual de la protagonista, la cual expresa el deseo homosexual que ha permanecido desde su infancia. Pero quizás es con “Las andariegas” que la autora rompe el estilo tradicional de la novela para transformarlo en una exquisita prosa poética en la que propone una disidencia de lo sexual como verdadera alternativa para que la mujer finalmente rompa con siglos de una hegemonía masculinizante.
No obstante, hay escritoras que, aunque se definen como lesbianas, en su narrativa abordan otros temas completamente alejados a esta identidad. E incluso, hay escritoras que desde la disidencia sexo-literaria, exploran otros márgenes y buscan salir de esos lugares comunes donde la vida del homosexual y de la lesbiana circunda desde lo trágico, la muerte y el derrotero romántico.
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Casos no explorados todavía por la crítica ha sido la obra de Ana María Reyes, que publicó en 2003 “Entre el cielo y el infierno: historias de gais y lesbianas”, con la que explora a través de doce cuentos, narrativas diversas desde experiencias ficcionadas a partir de sus perspectivas en clave de género. Otro caso es el de “La lesbiana, el oso y el ponqué” de Andrea Salgado, en el que mezcla la cultura ciberpunk con relatos lésbicos que retratan la sociedad de consumo en el mundo digital.