Algo explota y no daña a nadie. Una cuerda. Dos. Seis cuerdas justamente templadas para que un hombre con manos de fuego las rasgara. Más que una melodía, un estruendo sacudía una buena parte del mundo cada vez que Jimmi Hendrix tocaba guitarra. Capaz de replicar el sonido de una bomba en un escenario, Hendrix era un rayo o una llama, según el grito de la tierra lo pidiera. Esa fuerza, sin embargo, lo condujo por el mundo y terminó con él, porque como la mayoría de catástrofes, arrasó con todo. Esta es la historia del último concierto de Jimmi Hendrix.
Desde ese 27 de noviembre de 1943, cuando nació, todo su entorno funcionó en clave para que descubriera que su vida era la música. En Seattle, de la mano de una familia afroamericana, durante una navidad se encontró con la armónica, el primer instrumento que aprendió a tocar.
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Como los mejores músicos, fue sobre todo, un melómano de tiempo completo. Discos, radio, bandas en vivo fueron nutriendo sus oídos en cuanto logró andar solo por la calle. En la adolescencia, al cumplir 15, llegó la guitarra a sus manos y desde ese momento, hasta su muerte, cada nota que salía de Hendrix tenía la forma de una flecha hirviendo calentaba cualquier lugar.
Para Hendrix los días cambiaron la medida de tiempo, ya no eran horas las que pasaban, sino notas que se aprendía, canciones que nacían de ese pedazo de madera transformado y se fundían con lo más profundo de su entraña. Pero afuera, el mundo, sucedía. Sin llegar a cometer delitos, fue cercano a personas que lo hicieron e incluso, usó objetos robados y la policía parecía tener su rastro aprendido, hasta verse casi en la cárcel por manejar un auto robado.