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'Violeta verde mar y sin nombre', de Roberto Burgos Cantor

A 75 años del nacimiento del escritor colombiano Roberto Burgos Cantor compartimos su cuento “Violeta verde mar y sin nombre”, parte de una compilación publicada por la Universidad del Norte. La escritura de Burgos Cantor ha alimentado la esencia de la literatura colombiana, convirtiéndolo en una figura fundamental de ella.

Roberto Burgos Cantor
Roberto Burgos Cantor fue un escritor colombiano que dedicó su vida a escribir cuentos y novelas, además de dirigir varios estudios de literatura en distintas universidades del país.
JV Rodríguez.

Esta oscuridad que crea sombras en sitios que a la

orilla de un puerto salvaban a los marineros de las nostalgias del mar

o que por calles de una ciudad rompen su monotonía,

su continuidad desesperante

y se abren a otrazona en donde

recuperamos los sueños y el olvido,

está en mí, creo que siempre,

es la inventora de mentiras.

Vos buscas algo que no sabés lo que es.

Yo también y tampoco sé lo que es.

Pero son dos cosas diferentes.

La Maga

Al principio nos quedaba la sombra de los dedos de tus manos. La voz tuya deteniéndose para dar paso al cansancio, a la memoria. Creímos que sería imposible el recuerdo allí en ese campo vano donde se amontonaba tanto sábado y viernes y hastío.

Al principio —también— desaparecías en la madrugada y contigo el piano, la cercanía esa hecha de notas, teclas amarillas y sombra.

Sin embargo la primera historia surge como un silencio y había tanto que sería difícil olvidarlo. Además, eras preferible con tus dedos largos o la sombra y los ojos lejanos que nunca pudimos encontrar, a los tangos rancios que entre gimoteos y vómitos nos hacían sufrir después que te ibas. En esa época esperábamos algo, no sabíamos qué, ahora será imposible siquiera intentarlo, pero buscándote entre tanta costumbre y soles muertos, ahuyentamos la sumisión, la salida de la oficina, qué porquería, y sin escape.

Y pensar que media vida (da risa partirla así) estuvimos a la orilla sin atrevernos a cruzar murmurando pedazos de poemas tontos cuando un barco pitaba y se iba o pitaba y anclaba o un marino daba en la nalga a cualquier mesera y hasta el otro viaje. Era lo más extraño encontrarte en un bar del puerto sin que el óxido del cuerpo de los cargadores y marinos te rompiese, creando una vaga distancia en la que flotaban hilos rotos, manos, cosas así. Pero lo extraño ni siquiera lo descubrimos, tampoco los días en que esperábamos que algo sucediera y andábamos de escalera con sesenta escalones para subir y sesenta y dos bajando, muñecas de trapo en los bolsillos.

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Quién sabe si ahora lo creemos extraño por lejano, por no estar, en vez del ascensor, subsidio familiar y nevera nueva.

Sin que nadie dijese nada sabíamos que estar allí era aceptar una trampa que minuciosamente alguien o algo que no conocíamos fue tendiendo, con cautela, preparando la caída, el deslizarse infinito. Y a veces nos sentíamos tan alto, pero estábamos tan bajo que nos llegaba todo lo mentiroso de las palabras: débiles convenciones que dejaban un vacío insalvable. Sucedía algunas noches cuando tu cuerpo se iba tras las manos atrapando el extremo del piano y entregando allí algo semejante a un grito, un éxtasis en que lo demás desaparecía para caer luego estrepitosamente en lo mismo de antes que ya entonces nos corroía dándonos más resentimiento.

A partir de ideas así, entre escondite y justificación, proponías tu juego. O lo proponíamos nosotros sin darnos cuenta, buscando en estas vaguedades un impulso, una muralla a la nostalgia que se iba tendiendo de antemano sobre lo que venía.

1

Siempre espero que el barco vuelva, tenía una chimenea a dos colores y le faltaban letras al nombre: A RO A.
Aunque me asusté mucho de quedarme, sentirme sola frente a esa agua con manchas de aceite flotando, preferí caminar sobre las maderas oscuras del muelle, entre sus grúas amarillas y sus cajas grandotas llenas de leyenda, qué pensar en las maletas.

Es tan difícil hablar sin tener un punto de apoyo, como un escalón, que me siento pensando, lejos de ustedes que encuentran algo detrás de mis notas. Déjame llamarte Javier. Ustedes son Javier, tienes derecho a nombrar de alguna manera lo que buscas, aunque después lo pierdas. Así me recuerdo y saben que en un tiempo Javier fue un montón de cosas que yo no sabía pero creo estaban: esos sueños transparentes que ensucian tu almohada y no logras repetirlos bajo la luz que invade la pereza pero los sientes y estás triste o boba todo el día. Saben, Javier, no recuerdo cuándo aprendí a tocar el piano, pero me gusta tanto que se confunde con lo que no tengo, nunca practico nada, y hay días en los que no vengo porque estoy cansada, porque no tengo ganas o porque me duelen los dedos y entonces es tan fácil dormir e irme caminando por entre las casas viejas que se acaban allá al lado del muelle, en esa playa que tiene tanto mangle y tronco encima de la arena.

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Empezaríamos quedándonos, esperando que saliera de tu música enredada con tantos temas una madrugada distinta que nos embarcara en las naves ya idas. De pronto notábamos que nada había cambiado, que las cosas se iban enmascarando mientras conservaban su exacta, inevitable sustancia. Pero seguimos creyendo que en los tiempos de Duke Ellington, por allá en el 29 cuando andaba con Hodges y Stewart, estábamos más cerca de una pista desconocida.

Ahora cuando te dejas llevar y estás sola porque a nadie le interesan esos ruidos raros que vas interpretando nosotros los recordamos y lo vemos allí mientras parece que por un momento sostienes las notas en las manos y las mantienes en ese único instante en que te rompes los dedos, se van llenando de hilitos de sangre y entonces todo cae y cae.

Salir, caminar por entre el aire fresco que olía a mar y aceite nos enfrentaba a un hastío insuperable, a un vernos reflejados en el agua del puerto que a esta hora tenía la imagen de muchos barcos moviéndose entre la marea suave que golpeaba los pilotes y cascos.

A las 9 o 10 el sol era terrible y buscábamos la sombra de la casa. El silencio de ella que con madre en la cocina ya había aceptado estos rostros sin color y con ojeras.

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Indagar, hacernos la ilusión que entre tus manos y la sombra de tus dedos y tu rostro existían hilos o acaso una manera del deseo que no conocíamos y nos atraía por su lejanía, porque no era apremio sino esperanza y enseguida recuerdo cuando no quedaba nada y verificábamos que todo se iba, pura gelatina guardada en un bolsillo y corriendo, fría, por sobre las piernas.

2

Hay tantas palabras que preguntan, que ven mis notas como puertas a otro lugar que no existe, como escaleras Javier, que ustedes llegan a mí esperando un principio, una justificación a empecinarse en buscar aquí lo que no encuentran y que remplace el me da la gana que destroza el tiempo.
Esta oscuridad se instaló hace bastante. Ahora no es sino la continuidad de una niña que sola en la noche encontró refugio. Quién sabe si sucedió así, de esa vez no hay testigos, solo yo llorando y sintiendo cada día que sabía menos que no recordaba, que los propósitos de media hora antes se disolvían y quedaba parada con terror en mitad de la calle, y a veces llovía, a veces veía charcos con mi imagen al fondo rota, deformada, entonces corría a los cines y me iba sacando despacio los zapatos que empapados sonaban mucho mientras un frío helado me comía los pies antes de dormirme sin saber nada de un hombre que en la pantalla recogía papeles periódicos viejos a la orilla de un río y los guardaba en los bolsillos de la chaqueta vieja y rota.

Me encantaba caminar al atardecer tratar de descubrir el cielo de varios colores detrás de los edificios y tomar para mí sola esa dicha que no compartía con nadie. Una noche, Javier, no logré devolverme por más que buscaba. Los puntos que inconscientemente me servían para el regreso: un aviso roto, un jardín, un almacén, no aparecieron más.

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Todavía, Javier, no les he hablado de Esperanza. Tengo la idea de que ella aparece aquí. Esa noche el frío daba duro y me dolían los pies. Estaba cansada de no encontrar los pasos para volver y terminé por olvidarme. Si la ciudad había dado una vuelta y varió el orden de las calles no tenía por qué preocuparme ni volver a llorar. Recuerdo, Javier, que comencé a reírme y con el frío me hizo tantas cosquillas el letrero: OASSIS y las luces verdes.

A veces, no sé por qué, tengo una imagen hecha de varias cosas pero si veo una vitrina con libros en cualquier calle me pego con desesperación y empaño los vidrios con el aliento buscando llenar una parte en blanco. Tal vez alguien me contó que los oasis aparecían cuando los camellos y viajeros de turbantes, contrabandistas de armas y penitentes sufrían sed y el cansancio de la arena. Sin embargo lo que intento encontrar corresponde a algo más vago: un hombre construye cajas de cartón con huecos para un niño que tiene un cordero. Más tarde el niño desaparece. Varios días esperé encontrarlo. Cuando lloraba bastante me gustaba creer que estaba bajo mi almohada. Javier, ustedes no lo saben, bajo mi almohada guardo hilos, papeles, pedazos de madera que encuentro en la playa.

Pero esa trampa —¿podemos seguir llamándola así?— terminamos por aceptarla, por hallar en sus confusos encuentros una especie de permanencia que nos hacía imperecederos, invencibles, a la noche y al sueño.

Y acaso temíamos que alguna vez te fueras y entonces nosotros afrontáramos otras evidencias. Lo sentíamos con más fuerza cuando tus palabras sin ningún orden y a veces solo creíbles después del piano y media de ron se amontonaban, escondíanse en una parte donde el tiempo hecho de relojes y amaneceres no las ensuciaban. Lo que nunca sabremos es si todos buscábamos lo mismo, si veíamos igual en tus manos, si esta forma impersonal de recordar no será un escondite más doblemente sucio por su inutilidad.

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Y de alguna manera tú también lo hacías, claro, sin esta amargura de nosotros, más bien como un rescate en esa zona donde las revanchas no existían y se perseguía un presente absoluto y limpio. Parece que insistías en una condición blue, y fue la única vez que supimos de esa expresión. La tenías en una carta de cubierta arrugada en la cual el rostro cuatros veces repetido y con lentes de Franklin D. Roosevelt —6c US. Postage— y un Washington, sin sonrisa, —5c— y una dirección indescifrable llenaban la superficie. En ella alguien que jugaba con el rostro de Charlie Brown (y no lo olvides este es el sitio más solitario del mundo) te contaba estar blue en una ciudad plana con edificios pequeños y un verano perpetuo y un solo teatro que pasaba westerns italianos y toda la serie de Polansky con sus vampiros cuando no pensaba que con hilos transparentes devorarían a su mujer.

Nos sorprendimos o nos sorprendemos encontrándonos en tus historias, como si las noches en que dejabas el piano y fustigábamos tu rostro con acercamientos apenas existiéramos —una invención más tuya—, y entonces venía un diluirse o el descubrimiento de algo insalvable y que después nos acababa.

3

Aunque la esperanza no fuera más que una palmira gorda y tanta risa por lo y de cuando en cuando unpedo, Javier de pronto ustedes conocen ese libro, en un tiempo anduve tanto con él que acabé por gastarle la pasta con los dedos y su nombre es un juego, creo que ahora es lo mismo aunque se me haya perdido, pero en otro plano, uno de los muchos que hay entre el uno y el cielo. Y Esperanza también es gorda, negra, gorda. Yo me iba caminado con él y hablábamos, sentía que respondía, a la suerte, capítulo 32 o 73, era tan distinto al devocionario o las flores de la pureza, esas cosas con que un cura viejo me llenaba los bolsillos tocándome los muslos.
Y Esperanza tan inmortal y sola, entre el hastío y la locura del insomnio y el dolor de cabeza repetido hasta el amanecer de los borrachos tristes y los policías con ametralladoras que ordenaban el cierre.

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Entonces se desvanecía el encanto de los monstruos agazapados en la sombra y se despedía Arsenio Rodríguez con uno de esos sones que a esta hora recobraban la sabiduría y nostalgia de la noche.

Era un universo a la orilla de lo real donde las personas y cosas mostraban la belleza y el terror de unos rostros gastados. Mientras ordenaba el dinero en montoncitos Esperanza me relataba episodios nombraba al soldado que todos los meses entraba bailando solo y antes de irse lloraba a gritos contando sombras en el suelo. Después me mostraba sus discos de 78 R P M firmados por Benny Moré o por Rolando y los recordaba cuando la isla era el reino de la vagabundería y ella se lo pasaba viajando para visitar al Tropicana y aprender la movida del negocio. Yo creo Javier que Esperanza quiso ser cantante de boleros.

Los puentes, las señales, eran más claros cuando podíamos inventarlos sin tu ayuda. Sentada al piano
olvidabas, o éramos nosotros quienes olvidábamos, cualquier justificación y asumías tu silencio. Queríamos buscar un poco de otra pista, la clave que venciera las distancias, lo que no entendíamos en tus historias a pesar del esfuerzo, de los dibujos que formabas con las manos. Sentíamos que en medio de tantas y tantas palabras existía una manera de vivirse sin los signos habituales escapando del terror y del sometimiento. A pesar de que los días fueran negándonos esa libertad y nos viéramos reducidos cada vez que había más espacio en nuestra mesa y nos tocaba preguntar por alguno y ya estaba en Venezuela o Nueva York y que ganándose la vida como dicen para reprocharnos esta única desesperada manera de afrontar la muerte.

Nunca tuvimos nada que contarte, esperábamos que todas las variaciones alrededor de ti misma, de
tu riesgo negando itinerarios y mapas, llegando a deshora a ningún sitio, nos dejaran un espacio para decir algo diferente a estos balbuceos. Concretar un relato un sueño o inventarlo.

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Ahora no hay nada o menos que antes cuando enfrentados a tu cuerpo a todo lo que nos atraía en ti desterrábamos los deseos y esperábamos en la ambigüedad y el cansancio de unas palabras —que formadas hoy quizás son otras— un muro o la posibilidad de una rebelión que nos liberara del adocenamiento y el suicido. Ahora, cuando podemos ser una mentira, un opaco espejismo o la invención no siempre detallada de alguien que a la orilla de un puerto abrió un café y se arruinó fiándole a los marineros que no regresaban o lo hacían con el rostro cambiado por el abatimiento de las olas y los naufragios, pensamos en si tú estabas muy lejos de nuestro secreto fracaso o si eras apenas un tablón tendido a lo imprevisto, una mera posibilidad como tantas, la de los barcos que no pisamos. Creíamos que sin el piano, sin Ellington ni Clifford Brown, sin las pinturas que traían los marinos italianos para venderlas en el puerto, sin ti sin los libros que tú leías, era posible hallar una forma de construirse, de soñarse limpiamente y con paciencia.

4

La pasaba inventándome, atravesando puentes imaginarios iluminados con faroles oxidados y grandes. Deteniéndome a recoger los peces muertos que los pescadores dejaban tirados con los ojos opacos y la boca destrozada. Me gustaba, después de huir bastante, encontrar un puente que tenía al lado escaleras para bajar al agua. Allí me sentaba en una barca podrida remendada con brea y latón, esos días dormía mucho ocupada en buscar lo que solo era perceptible en esa zona, a ese lado de los ojos.
Cuando encontré a Esperanza quise llamar a dos locos fabulosos que deseaban un lugar donde tender la tienda para jugar un rato. Fue la primera muestra de que también existe un kibutz de la libertad, un sitio donde buscamos el rostro, representamos un papel que afuera está prohibido: es el camino de unos gestos que nos comuniquen, y estamos solos Javier. Es bueno olvidarlo mientras comprendemos que tantas palabras no te salvarán de nada. Y vuelvas a las recomendaciones de buen hijo happy birthday y muerte con corona de hierba y flores.

Al principio —que también puede ser la repetición infinita de posibilidades, al despertar de un sueño

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logrado a medias— aparecen otra vez tus manos. Recorren de: ahcereD a adreiuqzl el mismo piano. Quedan las sombras de los dedos. Queda un rostro. Una soledad.

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