Antes de que mi mujer se hiciera vegetariana, nunca pensé que fuera una persona especial. Para ser franco, ni siquiera me atrajo cuando la vi por primera vez. No era ni muy alta ni muy baja, llevaba una melena ni larga ni corta, tenía la piel seca y amarillenta, sus ojos eran pequeños, los pómulos algo prominentes, y vestía ropas sin color como si tuviera miedo de verse demasiado personal. Calzada con unos zapatos negros muy sencillos, se acercó a la mesa en la que yo estaba sentado con pasos que no eran ni rápidos ni lentos, ni enérgicos ni débiles.
Si me casé con ella fue porque, así como no parecía tener ningún atractivo especial, tampoco parecía tener ningún defecto en particular. Su manera de ser, sobria y sin ninguna traza de frescura, ingenio o elegancia, me hacía sentir a mis anchas. No hacía falta que me mostrara culto para atraer su atención ni tenía que andarme con prisas para llegar a tiempo a nuestras citas. Tampoco había razón para que me sintiera menos cuando me comparaba a solas con los modelos que aparecían en los catálogos de moda masculina. Ni mi barriga, que había comenzado a abultar a partir de los veintitantos, ni mis delgados brazos y piernas, que no ganaban músculo a pesar de los esfuerzos que hacía —ni siquiera mi pequeño pene, que era la causa de un secreto complejo de inferioridad—, me preocupaban lo más mínimo cuando estaba con ella.
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Nunca he pretendido más de lo que creo merecer. Cuando era pequeño me las di de bravucón en las calles poniéndome al frente de una banda de chiquillos que eran menores que yo. Cuando me hice mayor, solicité ingresar en la universidad que me concedía la beca más jugosa y luego me di por satisfecho entrando en una pequeña compañía que, además de apreciar mi escasa capacidad, me entregaba todos los meses un sueldo modesto. Así pues, fue natural que eligiera casarme con ella, que tenía el aspecto de ser la mujer más corriente del mundo. De hecho, jamás he podido sentirme cómodo con las mujeres bonitas, inteligentes, sensuales o provenientes de familias adineradas.
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Tal como lo había esperado, mi mujer se ajustó sin problemas al rol de esposa común y corriente que yo deseaba. Todas las mañanas se levantaba a las seis y me preparaba como desayuno arroz, sopa y un trozo de pescado. También continuaba haciendo los trabajos temporales que desempeñaba de soltera, lo que constituía una aportación —si bien modesta— a la economía familiar. Era profesora asistente en una academia de computación gráfica, donde había estudiado, un año y en casa trabajaba por encargo transcribiendo los textos a los globos de diálogo de las historietas.
Era más bien callada. Rara vez me pedía algo y no se quejaba por muy tarde que yo volviera del trabajo. Tampoco me insistía en que saliéramos los domingos o festivos que estábamos juntos en casa. Mientras yo me pasaba toda la tarde haraganeando frente al televisor con el mando en la mano, ella solía quedarse metida en su habitación. Seguramente trabajaba o leía algún libro —su única afición era la lectura, pero la mayoría de los libros que escogía parecían tan aburridos que ni daban ganas de abrirlos—. Cuando se acercaba la hora de cenar, salía del cuarto y se ponía a cocinar en silencio. Para ser sincero, no era nada divertido vivir con alguien así, pero yo estaba agradecido por ello, pues no soportaba a las mujeres que hacían sonar varias veces al día los móviles de sus maridos —como las esposas de mis compañeros de trabajo y amigos—, o a las que los regañaban frecuentemente y terminaban provocando ruidosas peleas matrimoniales.
Si había algo que la hacía diferente al resto de las mujeres era que no le gustaba usar sujetador. Durante nuestro corto e insulso noviazgo le puse un día por casualidad la mano sobre la espalda y me excité ligeramente al comprobar que no llevaba el sujetador debajo del jersey. La observé durante un rato por si acaso me estaba enviando algún tipo de señal intencionada, pero llegué a la conclusión de que no era así. Si no era eso, ¿qué era? ¿Pereza? ¿Acaso negligencia? No podía entenderlo. El que no llevara sujetador no se correspondía con su escaso pecho. Si al menos hubiera usado un sostén con relleno, no me habría hecho quedar tan mal cuando la presenté a mis amigos.
En casa prescindía por completo del sujetador. Durante el verano se lo ponía, muy a su pesar, si tenía que salir, para que no se le notaran los pezones, pero en menos de un minuto se lo desabrochaba. Si tenía puesto algo fino y de color claro o un poco ajustado, se le marcaba claramente el sostén suelto, pero a ella no parecía preocuparle en absoluto. Cuando la critiqué por eso, prefirió ponerse un chaleco encima antes que el sostén, a pesar de que era un día de calor abrasador. Se justificó diciendo que el sujetador la fastidiaba, que no podía soportar que le oprimiera el pecho. Como yo nunca los he usado, no tengo la menor idea de lo asfixiante que es llevar uno, pero según lo que podía apreciar, era evidente que a las demás mujeres no les molestaba tanto como la mía, así que su susceptibilidad al respecto me desconcertaba.
Excepto eso, todo transcurría con normalidad. Aquel año cumplíamos cinco de casados, pero como nunca habíamos estado locamente enamorados, no había motivos para sentir que la relación se hubiera desgastado. Habíamos aplazado el tener hijos hasta que compráramos una casa y como eso lo habíamos hecho por fin en otoño, yo había comenzado a pensar que ya era tiempo de oír que me llamaran «papá». Hasta que la descubrí una madrugada del pasado mes de febrero en la cocina, vestida únicamente con un camisón, nunca imaginé que nuestra vida diaria fuera a cambiar en lo más mínimo.
*Este libro fue publicado por Literatura Random House en Colombia y está ahora en todas las librerías del país.
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