I: Coloquio de las perras
Kati
Kati inclina el cuello, alza las orejas y afina el oído, como siempre hace para descifrar los enigmas.
-¡Eche pa la casa, mi chanda hermosa! - le ordena él con ese amor recio con el que suele hablarle, mientras dos hombres uniformados lo alzan de los brazos y él patalea en el aire.
Ella dobla el pescuezo hacia el otro lado y vuelve a ladrar. Debe de saber que ya está en la casa, aunque tan solo hace unos días hayan llegado a vivir a aquel parque.
Quizás se pregunte si él le está hablando del callejón de antes, en el que vivieron hasta hace poco, de donde los sacaron con muchos otros una madrugada reciente a punta de chorros de agua y gases lacrimógenos.
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Parecen enfurecerla aún más los gritos que él lanza cuando los tipos lo arrastran hacia la camioneta. Entonces se une al alboroto con aullidos más roncos que le llenan de espuma la boca. Intenta lanzársele a uno de ellos, pero se refrena para esquivar la patada que recibe.
- Cuídese, mi Katica, y espéreme en la casa, que yo ya vuelvo - le ruega el cautivo mientras lo suben al baúl de la camioneta que chisporrotea luces azules sobre la calle - Le prometo que ya casito, mi niña. Cuente com eso. ¡A la casa!.
A lo mejor Kati deja de escucharlo cuando los hombres cierran la puerta. Corre hacia la máquina que arranca y lo destierra. La persigue por dos cuadras al galope, como queriendo hacerla frenar con su coraje, como si no tuviera duda de que sus ladridos pueden des. guazarla. Parece no saber qué hacer con su furor cuan. do ve que ha perdido la carrera. Esquiva una motocicleta que por poco la arrolla en medio de la calle. Ladra más desde la acera solitaria. Tal vez sea rabia lo que dispara por los pelos erizados del lomo. Quizás en las muelas se le condensen las ansias de morder a alguien. Gruñe sin escucha. No queda nadie que la advierta a esa hora de la noche en que las calles del centro están casi desiertas.
Dejando escapar de vez en cuando alguno de los ladridos iracundos que aún le bullen por dentro, parece recordar la orden y la promesa que él le hizo, y regresa. A la casa de ahora, al pie del guayacán joven del parque, donde en la madrugada él aparca la carreta y tiende los plásticos y arma el cambuche de cartones, donde suelen enroscarse ambos entre las cobijas a batallar contra la fatiga y el helaje.
Encoje las patas y se enrolla en las mantas como buscando aferrarse al calor que él alcanzó a dejar untado allí antes de que se lo llevaran. Esta vez no duerme, aunque quizás esté cansada después del merodeo nocturno de siempre. Jadea, pero tal vez no de calor. Vigila la esquina por la que él se fue, como si no quisiera perderse el momento en que regrese. Algunos hombres vuelven de trabajar con sus carretas y las plantan cerca. Gente que también tuvo que salir corriendo la madrugada en que entraron los tanques y las mangueras del desalojo a destruir su refugio. Parece reconocerlos. También a la señora que llega a esas horas a instalar el carrito de arepas frente al motel que siempre está abierto. Tal vez desde allí Kati huela, y le guste, el aroma a mantequilla quemada y queso. Entre el polvero los buses anuncian la llegada de la madrugada con su ronquera de máquinas menguadas. Brota un olor a lluvia ligera, a nubes diáfanas que rozan el suelo, y ella se resguarda un poco más debajo de la carreta sin perder de vista la esquina por donde él desapareció con su promesa.
Desde pequeña sabe defender la casa de los ladrones. Sabe cuidar los cartones y las latas, las mantas, el radio, las bolsas de pan, las botellas de agua, la caja en que él guarda los sobrados para ella, las botas de caucho y el impermeable para los aguaceros, las herramientas y la cuerda, los costales con reciclaje y las lonas plásticas que hace poco les regalaron en una obra. Sabe erizar los pe-los, encoger los labios bigotudos, destapar los colmillos y ladrar para amedrentar a quien sea. Pero esta vez no tiene que morder a nadie. Los dos tipos que rondan la carreta se alejan al notar su vigilia atenta. Después llega a saludarla el perro blanco que cojea. El amigo de tanto tiempo, el vecino que ahora también se ha mudado al parque como ella. Se huelen los pliegues con entusiasmo y se restriegan los pelos, como queriendo contar con piel y fibras las hazañas de una noche de peregrinar por el cemento. Parece que la consuela un poco verlo. Es posible que él alcance a percibir la sustancia y vibración que cimentan la zozobra de ella.
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i A media mañana, con el hocico urgido, Kati rasga la bolsa en la que el hombre guarda la comida que recoge para ella en restaurantes y tiendas. Se traga con velocidad el mazacote que encuentra. Como ya no hay agua en su vasija sale a buscarla en los charcos aledaños. Bebe de un pozo que se forma en el tobogán del parque infantil y regresa al trote a la carreta para no apartarse por mucho tiempo de ella. En las calles las tiendas ya están abiertas. El rumor de los carros se confunde con el pregón de los parlantes de los vendedores ambulantes que se instalan en los andenes del parque a rogar que alguien les compre aguacates, chontaduros, candados, cargadores de teléfono y pantuflas en descuento.
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