Cuando le preguntaban a Cristina Peri Rossi por su familia materna, que, por cierto, era de origen genovés y con quien compartió las horas más cruciales de su infancia, la escritora Cristina Peri Rossi se refería a ella como “la familia numerosa, la mafia, el clan italiano”. Creció rodeada de varios hombres quienes le causaban cierto horror, ese peso que llevaban sobre sus espaldas las mujeres de su familia. Peri Rossi observaba a esas mujeres hablar y fumar en la cocina, escuchaba lo que compartían y advertía cómo crecían sus frustraciones. Destinadas, al parecer, a vivir solo para tres cosas en la vida: los quehaceres domésticos, atender a sus maridos y criar a sus hijos.
Tenía solo seis años cuando empezó a oír minuciosamente dichas conversaciones y a enfrentarse a la que sería su futura y cruel realidad, en las noches mientras todos dormían, ella, en medio de la oscuridad, pensaba en lo frustrante y devastador que sería convertirse en sus tías o sus vecinas quienes vivían sin esperanza, sin voluntad, sin ningún deseo. En las tardes se escabullía a lo largo del pasillo y entraba a escondidas a la biblioteca que le pertenecía a su tío materno, “la oveja negra de la familia”, un oficinista que soñó con algo distinto para su vida; alguna vez Peri Rossi mencionó que pensaba que a su tío le faltó, quizá, coraje. Pese a su corta edad, Peri Rossi no sabía cómo dejar de sentir ese vacío, esa angustia lacerante que la perseguía, probablemente, se negaba a atravesar ese mismo sendero que no le había dejado ningún propósito ni le había otorgado ningún sentido a las mujeres que hasta el momento conocía.
Durante todo un verano se propuso aprender a silbar, ensayaba cada vez que podía y le costó mucho, finalmente, cuando una noche lo logró, una de sus tías la tomó del brazo y en voz baja le dijo: “Las nenas no silban”. En el siguiente verano, se interesó por el fútbol, pero no entendía porque su mundo, o más bien, el mundo de las mujeres estaba lleno de “no”, cuando trataba de preguntarle a su mamá, Julieta Rossi, porque no podía correr por el pasto e ir detrás de la pelota como los demás, ella solo se limitaba a mencionar: “Las verdaderas nenas no juegan al fútbol”.
Empecinada por encontrar respuestas a las preguntas que le surgían a lo largo del día y que además nadie se preocupaba por aclararle, se encerraba durante horas en la biblioteca, se aferraba a las historias grecolatinas, a las pinturas que yacían en los libros, se sumergía en varias historias de novelas. Por esa época, encontró una frase del poeta francés Arthur Rimbaud “para escribir hay que leer y estar dispuesto a todo” y que transcribió en una libreta diminuta que conservaba siempre en el bolsillo de su pantalón.
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De repente una noche decidió que escribiría durante cada noche, registró sus primeros cuentos titulados “El terutero”, “Mis juguetes”. Una tarde, mientras todos comían espaguetis y abrían varias botellas de vino, observó a lo lejos una silla vacía— aprovechando el ruido y las carcajadas que se escuchaban de sus familiares— se subió sobre ella y sin preocupaciones por la posible respuesta de los demás se atrevió a gritar “les anuncio que voy a ser escritora”. “¿Qué dice la nena? —Está loca”. Así reaccionaron ante su declaración, excepto su madre, quien la conocía muy bien, sabía que cuando una idea se posaba por su mente no descansaba hasta conseguirla.
Esa noche la señora Rossi pronunció las siguientes palabras: “Ésta, efectivamente, desgraciadamente, va a ser escritora”. No le disgustaba imaginar esa profesión para su hija mayor pero no podía ignorar los acontecimientos políticos que desde ya comenzaban a asomarse, avecinarse y a desprenderse.
Con el tiempo comprendió que para no echar bajo tierra sus sueños de ser escritora debía permitirse vivir, aprender y, sobre todo, pasara lo que pasara, permitirse siempre avanzar, luchar. “La única manera de no frústrame era defendiendo ese deseo, contra lo que fuera”, esa era la frase que se repitió una y otra vez durante años, la dijo en voz alta en la madrugada del 4 de octubre de 1972 cuando llenó su maleta de hojas de papel y no empacó nada más, por miedo a que la secuestraran a que le arrebataran sus objetos, sus tesoros más preciados. Se repitió la misma frase antes de llamar a su amigo el poeta Hugo Achugar para decirle que la llevara al puerto y poder viajar por primera vez en barco, alejándose por obligación de todos los que amaba. Muchas veces les confesó a sus amigos más cercanos: “Vamos a entendernos: si a mí no me saca la dictadura, no me saca nadie. Yo nunca había pensado en irme de Uruguay. Me costó mucho irme… la decisión de salvar el pellejo me fue muy difícil de tomar, muy dramático. No quería irme y me costó ponerme de acuerdo con esa decisión”.
Alguna vez en una entrevista que le hicieron en 1987 Peri Rossi confesó: “El exilio significa soledad, pero también un contacto muchísimo más profundo con las partes oscuras… con las zonas donde la experiencia del dolor es inevitable”. Justamente de eso nos hablan las ciento veintiséis páginas de “Solitario de amor”, su segunda novela publicada, una historia narrada por una voz masculina, un hombre que no se preocupa en absoluto por revelar su nombre, su identidad, tal vez, porque a lo largo de estas páginas argumenta que su identidad es Aída, su enamorada, por quien vive, come y respira. Él se siente perdido, se siente exiliado por el simple hecho de no sentirse seguro del amor que ella le profesa.
Razón tenía el filósofo español Ortega y Gasset cuando mencionó que el amor “es un acto centrifugo del alma que va hacia el objeto en flujo constante y lo envuelve en cálida corroboración (…) Desafortunadamente también es un eterno insatisfecho”.
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Peri Rossi nos habla del amor obsesivo, compulsivo, egoísta, malsano y desgastante por parte de un hombre que no encuentra consuelo en su vida exterior porque no cree pertenecer a ella, solo disfruta el interior, la casa de Aída, sus senos, su cuerpo, sus gemidos, sus gestos, movimientos, sus secreciones, sus fluidos, su aroma, sus palabras y texturas, su saliva espesa y pura. Aída, por su parte, es una mujer que no le teme a la soledad, que no tiene afán de correr a toda prisa por la vida. Todo lo contrario, al parecer, ya sufrió lo suficiente como para entender que la vida no debe depender de nadie y menos de un amor, por eso al final de estas páginas nos regala una frase un tanto escandalosa, fría y amarga si se quiere, pero llena de certezas. “Nunca quise ser el sueño de ningún hombre: yo soy mi propio sueño”.
“Lamo tu ropa. Primero, el delgado bretel negro que, lamido por mi lengua, se balancea sobre tu hombro ancho y blanco, bárbaro, columpio báquico. El bretel es de seda, una fina cinta negra que puedo deslizar con la lengua (…) Tiro de él. El seno se mueve. Sé que con el bretel negro en la boca estoy dirigiendo tu seno, elevándolo como un globo de aire que empieza a ascender…”. La mayor parte del tiempo la palabra exilio se limita simplemente a una persona que sufre al ser desterrada de su lugar de nacimiento. En esta novela erótica, entendemos que el exilio también se concibe a través del amor, en esta obra, el desamor es sinónimo de soledad y destierro, nos resulta lacerante cuando el otro no nos reconoce, nos ignora, nos lastima con su indiferencia, con sus miedos; amamos tanto al otro que al mismo tiempo le profesamos envidia porque puede seguir adelante, sin que nuestra presencia afecte su forma de respirar, caminar y sentir.
Este hombre le confiesa al lector “Cómo los argonautas del espacio, yo giro en pos de Aída, en mi propia cápsula aislada, en mi nave de subjetividad, y el sol, quizás no sabe que es el sol, pues gira solo entorno a sí mismo. Yo soy el hombre del limbo, el extraviado, el perdido. Soy el ausente del tiempo, el que se fugó en una órbita incomprensible para los demás”. No repara en recuperar su vida anterior, es más, se empeña en negar esa vida misma, argumentando que no había tenido sueños y propósitos antes de conocerla. Lo cierto es que insiste en este amor tóxico y ciego porque tal vez cree que aferrándose a sus besos y a cada parte de su cuerpo pueda conquistar el corazón de su amante, pero no repara en darse cuenta como ese mismo cuerpo, esa misma mirada de mujer triste y vacía lo está llevando al mismísimo abismo. Con el personaje de Aída, la escritora uruguaya quiso mostrarnos su coraje y fortaleza que tejió poco a poco con su escritura, le da sentido a las palabras que mencionó alguna vez “La mía es una vida que está marcada por un deseo y la fidelidad de ese deseo, colocado en primer lugar, sin negociaciones”.
Frases de Cristina Peri Rossi en “Solitario de amor”
- “Soy un tipo sin memoria, un hombre sin raíz, sin hábitos y lo que es peor: soy un niño sin madre que le enseñe a comer, a vestirse, hablar, a relacionarse, con los demás”.
- “Para Amar a Aída, desaprendí el mundo, olvidé la cultura. Soy un hombre incivilizado, alguien que no sabe… soy un hombre que ama, que está enamorado, es decir alguien improductivo, insociable, salvaje”.
- “Nunca quise ser el sueño de ningún hombre: yo soy mi propio sueño”.
- “Cómo los argonautas del espacio, yo giro en pos de Aída, en mi propia cápsula aislada, en mi nave de subjetividad, y el sol, quizás no sabe que es el sol, pues gira solo entorno a sí mismo. Yo soy el hombre del limbo el extraviado, el perdido. So el ausente del tiempo, el que se fugó en una órbita incomprensible para los demás”.
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