El presidente electo de Colombia, Gustavo Petro designó de forma oficial a Sergio Cabrera director de películas de La estrategia del caracol (1992) , Perder es cuestión de método (2004), entre otras, como nuevo embajador de Colombia en China.
Cabrera con una carrera que incluye grandes títulos en el cine y la televisión a lo largo de 40 años, contó para Blu Radio su relación con el país asiático: "Yo viví desde junio de 1963 hasta finales de 1968 en China. Estuve cuatro años en Colombia y regresé a China entre 1972 y 1975. Hice todos mis estudios de secundaria y la universidad, en el sistema público. Ahora es posible hacerlo en colegios bilingües, entonces las clases eran en mandarín”, declaró".
Para el 2021, el escritor Juan Gabriel Vásquez, ganador del Premio Alfaguara 2011 con El ruido de las cosas al caer publicó Volver la vista atrás , que relata la vida del director en sus primeros años en China, su adolescencia en medio de la Revolución cultural y su regreso a Colombia para unirse al EPL en medio de saltos temporales en lo que era la vida del director en el 2016.
En la misma entrevista con Blu Radio, “La parte del régimen chino que me tocó vivir, que narra el libro ‘Volver la vista atrás’ de Juan Gabriel Vásquez, es la época de la revolución cultural, que me desencantó no solo a mí, sino a todos los chinos, que recuerdan con horror esa época, cuando se cometieron desmanes y se salió de control una revuelta muy interesante”, contó. Lea un fragmento del libro aquí.
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Volver la vista atrás, fragmento capítulo V.
Juan Gabriel Vásquez
El hombre tenía una misión por lo menos exótica: conseguir profesores de Español para el Instituto de Lenguas Extranjeras de Pekín. La búsqueda era parte del gran esfuerzo chino por entender al resto del mundo, o por llevar al resto del mundo su propaganda o su mensaje, pero hasta ahora sus profesores habían sido españoles exiliados de la Guerra Civil que, tras pasar un tiempo en la Unión Soviética, habían sido enviados a China por los rusos como parte del esfuerzo por construir un nuevo socialismo. Ahora había problemas en ese frente: de unos años para acá, las relaciones
entre China y la Unión Soviética se habían agriado; y una de las muchas consecuencias de esas tensiones había sido el lento retiro de los profesores de Español. Las autoridades preocupadas comenzaron entonces a mirar hacia América Latina, pero no hacia cualquier país. Sin pudor alguno, el agregado cultural explicaba que, a pesar de encontrarse en Cuba, no quería cubanos, pues todo el mundo le decía que el acento de la isla no era bueno para aprender la lengua. La única razón por la que llevaba esta misión a cabo en La Habana era sencilla: entre los países de habla hispana, sólo Cuba tenía relaciones diplomáticas con la China comunista. Había llegado a los estudios de Radio Habana buscando al barítono chileno para convertirlo en profesor de lengua, y las condiciones eran tan buenas que a Mario no le costó ningún esfuerzo aceptar. Después de un año largo, cuando las autoridades chinas le pidieron que recomendara a alguien más (ojalá un colombiano, porque se decía que su español era el mejor), un solo nombre le vino a la mente: Fausto Cabrera. Era español de nacimiento, pero no estaba contaminado por prejuicios soviéticos; lo que era más importante, hablaba la lengua como los dioses, había estudiado la gran literatura de su siglo y sabía transmitir sus entusiasmos. Era el candidato perfecto.
Todo esto lo explicaba la carta de Mario Arancibia. Fausto recordó una carta anterior en que Arancibia mencionaba el mismo asunto, pero sólo de pasada y sólo en un par de líneas; y esa carta había llegado a Bogotá antes de la segunda huelga en la televisora, cuando parecía que las cosas todavía podían enderezarse, de manera que Fausto no le prestó en ese momento la atención suficiente. Ahora todo había cambiado. Fausto respondió de inmediato: le interesaba, por supuesto que sí, le interesaba mucho. Tendría que hablar con su familia, como podían imaginarse, pero estaba seguro de que a ellos les interesaría también. Las instrucciones para Arancibia eran claras: poner en marcha el asunto. A las pocas semanas llegaba a la casa de la calle 85 un sobre con estampillas varias e ideogramas de colores.
La invitación oficial, más que un salvavidas, era como una declaración de amor para el hombre en horas bajas que era Fausto Cabrera. El gobierno chino le ofrecía un salario generoso en divisas, los viajes de toda la familia y alojamiento privilegiado; además de todo, les prometía a Fausto y a Luz Elena, pero no a los niños, un viaje de regreso a Colombia cada dos años. Las condiciones parecían inmejorables. Para Fausto, la idea de sacar a la familia de la crisis en que estaba sumida, la promesa del cambio de aires que podría tal vez renovar su relación con Luz Elena no eran menos seductoras que la posibilidad doble de estudiar teatro en China mientras veía de cerca la revolución de Mao Tse-Tung. El tío Felipe ya le había hablado de Mao, allá por los años remotos de la guerra civil española, y lo había hecho con admiración; y en cuanto al teatro, no había sido el tío Felipe, sino un artículo de Bertolt Brecht, lo que le había metido en la cabeza la idea de que el drama tradicional chino guardaba lecciones infinitas, y entenderlas era entender una parte del teatro —de sus posibilidades políticas— que todavía no había sido explotada en América Latina.
De manera que una noche de junio Fausto convocó a una reunión familiar en el salón de la casa, y solemnemente explicó lo que había pasado. Había llegado una carta, dijo; los invitaban a China, al otro lado del mundo, a ese lugar exótico y apasionante del que habían hablado durante semanas. Presentó la situación como si él no tuviera en ella ningún interés, entusiasmando a sus hijos con frases que no eran frases sino invitaciones a la aventura, diciéndoles que aquello sería igual a darle una vuelta al mundo, igual a ser la tripulación del capitán Nemo. Pero la familia no estaba obligada a aceptar, desde luego: podían rechazar esa posibilidad maravillosa que nadie más tenía en Colombia, y ellos, Sergio y Marianella, tenían todo el derecho de negarse a hacer lo que ninguno de sus compañeros podía soñar ni en sus sueños más atrevidos. Todo el mundo era libre de perder oportunidades únicas, claro que sí, y él, Fausto, no iba a obligar a nadie a nada. Para el final de la cena, Sergio y Marianella estaban rogándole a su padre que aceptara, que no dejaran pasar esa oportunidad, que se fueran todos al otro lado del mundo. Y Fausto, como si sus hijos acabaran de convencerlo, o como si lo estuviera haciendo solamente para darles gusto, tomó a Luz Elena de la mano y anunció con la ceremonia de quien indulta a un ladrón: «Está bien. Nos vamos a China».
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