Bebés de nueve meses de vida y sus cuidadores asistieron a un laboratorio durante un mes, en total fueron doce sesiones de 15 minutos cada una. Allí la mitad de los asistentes participaron activamente en clases de música; sus cuidadores por ejemplo, los movían al ritmo de la música.
La otra mitad de las familias jugó libremente en otro espacio. El resultado de este experimentó mostró que “los bebés asignados aleatoriamente a la intervención musical mostraron respuestas cerebrales mejoradas que reflejaban la detección de pequeñas diferencias no sólo en los sonidos musicales, sino también en los sonidos del habla”.
La encargada de liderar este estudio fue Christina Zhao, doctora del Departamento de Ciencias del Habla y la Audición de la Universidad de Washington, quien se ha dedicado a la investigación desde la neurociencia auditiva. En este campo, Zhao, quien además toca piano y tiene una formación musical, ha estudiado física sobre acústica, psicología sobre percepción auditiva, desarrollo del lenguaje y biología sobre neurociencia.
A través de este ensayo aleatorio controlado, Zhao buscaba indagar si tener una experiencia en un área sonora como la música podía beneficiar otro campo, el habla en este caso.
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Las respuestas positivas del cerebro de los bebés obtenidas un mes después de las pruebas, mediante una tecnología de neuroimagen de última generación llamada magnetoencefalografía, desataron preguntas como si “¿existen efectos significativos en la vida real cuando se escucha música y se participa en más actividades musicales durante la infancia? o “si se traduce el efecto obtenido en el laboratorio en diferencias a mayor escala, como una mejora de las habilidades lingüísticas y una menor prevalencia del retraso lingüístico al entrar en la escuela”.
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Así que el experimento se reprodujo con un grupo diferente de niños en Estados Unidos y una nueva medida que se centraba en actividades de una región cerebral más profunda.
En esta ocasión el objeto de estudio fueron datos de grabaciones de audio de un día de duración realizadas en el entorno familiar de bebés cuando tenían 6, 10, 14, 18 y 24 meses.
Entre los hallazgos de dichas grabaciones, Zhao y su equipo lograron identificar que los bebés oyen muy poca música en su entorno en comparación con el habla y que además, la música que llega a ellos proviene de dispositivos electrónicos en su mayoría y hacen parte de su paisaje sonoro, más no es música dirigida o pensada para ellos.
Es decir, lo que los bebés escuchan directamente es el habla, con lo que interactúan, mientras que su acercamiento musical está limitado como fondo de su entorno. “Lo que los bebés experimentan en la vida cotidiana dista mucho de ser el tipo de experiencias musicales interactivas y altamente participativas que implementamos en nuestros estudios de laboratorio”, explica Zhao.
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Esta investigación también mostró que pese a las dimensiones de la industria musical, la facilidad para acceder a ella a través de plataformas digitales y otras alternativas, el acceso a una experiencia musical fructífera es reducido para los niños.
En su ensayo, la científica además hace un llamado sobre los programas musicales de los distritos escolares de Estados Unidos que corren el riesgo de ser desfinanciados, lo que a la larga hará que los niños y niñas “se pierdan de una experiencia musical de calidad en casa que podría ser muy beneficiosa para su desarrollo”.
Otras investigaciones, citadas por la publicación de la revista Science en noviembre de 2024, evidencian cómo los cerebros de los músicos adultos son estructural y funcionalmente diferentes de los no músicos, en gran medida, cuando la formación musical inició a temprana edad.
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