Un hombre, con las dimensiones de un volcán toca la viola en la entrada de la Capilla del Hotel Santa Clara, en Cartagena. Este hombre, que tiene el cabello encanecido y las manos de un animal mitológico, tantea algunos acordes de “Bosques silenciosos”, de Antonín Dvořák. Después de permanecer apenas unos minutos de pie, se sienta en una sillita al lado de la puerta, pone su cuaderno de partituras sobre sus piernas y repasa, nuevamente, los mismos acordes. De pronto baja la viola del hombro y se queda mirando hacia el recibidor del hotel. La noche es cálida, gelatinosa, chorrea, él se toca el cuello con el gesto de querer desapretar el moño, pero sigue mirando al centro de la entrada, ahora la música solo suena para él. Dentro de él.
Cuando parece que ha terminado su elucubración revisa el reloj y mira hacia la puerta, tiene en la vista el don del presagio porque de inmediato aparecen dos hombres más —uno de ellos lleva un corno— y se paran justo a su lado. Ninguno de ellos se saluda, pero es posible reconocer el afecto. Cuando uno se conoce con el otro hay un movimiento entre los cuerpos dispuesto para la confianza, puede que no haya palabras, pero es calculable la forma en las que se conocen dos personas dependiendo de la distancia, por ejemplo, de sus hombros. Los de estos tres hombres es corta, se rozan porque quieren.
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El trío no habla con nadie, ni entre ellos mismos. El del corno mira hacia la pared y el gigante sigue repasando los acordes. El otro revisa su celular. Cuando llega el encargado del escenario y abre las puertas de la capilla, ellos siguen impávidos, pero el que tenía el móvil en la mano lo guarda y extiende sus brazos sobre los otros dos. Abre la boca. Dice: “Siempre es un honor y un placer tocar junto a ustedes. Amigos míos. La música nos ha unido, pero nosotros nos mantenemos juntos por coraje. De todas las formas de existir, nos tocó esta. Buena suerte”. No hay más palabras después de eso. Los tres profesores de música del conservatorio de Bolonia suben al escenario. Tocan lo que tienen que tocar. Son ovacionados. Bajan del escenario y se abrazan.
El mundo está lleno de certezas: hábiles actos calculados para ser lo que hay que ser. A la duda, en cambio, le queda menos espacio. A la duda la acompaña la valentía, aunque pareciera que no. La duda te obliga a elegir y elegir siempre es saltar al vacío. A veces, sin embargo, mantenernos juntos por coraje es el abismo al que hay que arrojarse. Y estar convencidos de que estamos acá: la única certeza aceptable.