
Mario Vargas Llosa siempre leyó con los ojos de un hermeneuta. Comprendió desde muy joven que la lectura, ese placer sin límites que lo salvó de las estrecheces de la precaria realidad, era esencialmente un proceso de desciframiento y descomposición. Por ello practicó paralelamente a su oficio de novelista la ingrata y no pocas veces denostada labor de crítica literaria. La entendió siempre como una deriva de la literatura con posibilidades de alcanzar el rango de arte cuando se ejercita con conciencia y rigor. Conocedor de sus facultades de excepcional lector, tempranamente se aventuró a la disección de una de las novelas esenciales del canon universal escrita por quien siempre representó para él al autor proverbial en su vocación y estética. En La Orgía Perpetua , libro que se ocupa de Madame Bovary de Gustave Flaubert , distinguió tres tipos de crítica: una impresionista o clásica, una científica y una plana o estrictamente historicista.
El escribidor que en 1972 le manifestara a Ricardo Cano Gaviria que “ningún novelista puede evitar un permanente sentimiento de frustración, una constante sensación de fracaso”, en su rol de examinador estilaba una certidumbre coronada por un aura inobjetable. Dominio absoluto que le otorgaba prerrogativas para transitar los tres caminos de maniobra para el escalpelo revisor. El Vargas Llosa polemista e incisivo, transmutaba en iluminado ensayista cuando se adentraba en la comprensión estructural de una obra. Prueba de ello es la indagación que en La Orgía Perpetua hizo de la obra cumbre de la novela francesa. De su relación fetichista con el personaje, escaló a una inmersión en la rebeldía social, la insatisfacción con su entorno, el erotismo como elemento transgresor y lo melodramático, ese componente que él definió como la “… distorsión o exacerbación del sentimiento, de la perversión de gusto entronizado en cada época”.
En 1969, y luego de haberla leído con desmedida delectación, persuadió al editor Carlos Barral de reeditar Tirant lo Blanc de Joanot Martorell. La que era para muchos una curiosidad de las novelas de caballería insalvable por su prosa farragosa, el autor de La Guerra del Fin del Mundo , la redescubre como una creación fundante de la novela moderna. Inadvertida en la tradición de la lengua castellana, de ella destaca la capacidad persuasiva de su universo simétrico y total. Desdeñoso de lo fragmentario, el novelista siempre defendería las historias circulares que configuran cosmos narrativos sin fisuras ni desajustes. Esa desmesura que destacará en Tirant lo Blanc como atributo definitorio del género novelístico, luego él la practicará como un credo conventual en cada una de sus ficciones.
Sobre Mario Vargas Llosa
Creyente de la capacidad de la literatura para permear nuestros imaginarios, alimentar nuestras quimeras y moldear nuestras vidas, en La tentación de lo imposible, reivindica la tramoya del escritor, ese laboratorio que da vida a personajes concebidos a su antojo y a los que traza un itinerario acorde a sus manías y neurosis, virtudes y ambiciones. Por ello identifica a los personajes de Los Miserables de Victo Hugo como seres signados por un destino que muchas veces es azar, otras veces es fortuito, casi nunca es albur y siempre es derrotero vital. Contrario a lo que las tediosas y predecibles clases de literatura han repetido hasta el agotamiento, Mario Vargas Llosa nos demuestra que el personaje principal de la novela del genio del romanticismo francés no es Jean Valjean. Es ese sibilino y entreverado personaje facultado hasta el extremo y antojadizo por convicción: el narrador.
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En su selección de reseñas de novelas predilectas agrupadas bajo el título de La verdad de las mentiras, detalla las psicologías y comportamientos de aquellos seres revelados contra la pesadumbre de los días y el transcurrir rutinario en sus existencias. Fatigados por lo que parecen vidas inalterables y grises apenas salvadas por la fugacidad de un heroísmo muchas veces anodino o caricatural, el cadete del Leoncio Prado manifiesta una predilección por aquellos espíritus propensos a la insurrección y el desacomodo de sus destinos. Si en Historia de un Deicidio, ese estudio cimero y descomunal sobre Gabriel García Márquez reaviva las raíces telúricas del universo macondiano para hallar una vocación atentatoria cuando se usurpan las licencias divinas, en su voracidad lectora escoge aquellas criaturas que en su aparente marginalidad y penumbra luchan por asirse a los ideales para desentrañar un plano que rivalice o anule la opresiva realidad.
Por profesar a pie juntillas la defensa a ultranza de la ficción en el tiempo desvanecido de la contemporaneidad, no sorprende que su mirada se haya consagrado por años a la lectura y estudio de un escritor tan distinto a él en sus formas y búsquedas, pero afín en su concepción de la literatura como proceso de transmutación de los hechos apenas vividos y tortuosamente negados por la opacidad para la dimensión de la trascendencia. En El Viaje a la ficción, el diestro novelista se sumerge en el mundo del más ensimismado y reticente de los autores latinoamericanos. Juan Carlos Onetti , ajeno a los encasillamientos, rebelde en sus formas e innovador en sus concreciones lingüísticas, siempre apostó por una literatura del individuo que mostrara los infiernos domésticos del mundo citadino. Por eso nos explica que Juan María Brausen, el publicista protagonista de La vida breve, es un “soñador desesperado” que se limita a cumplir sus deberes diarios como una resignada y al tiempo lúcida escapatoria a la ruina y el tedio de su vida.
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A esta pertinaz y aguda revisión crítica materializada en una prosa lúdica y juguetona, regodeada en escarceos figurativos y logradas analogías, cimentada en una erudición abierta y generosa, agregó una cuota endógena. Quienes no ahorran descalificaciones para llamarlo europeísta y peruano vergonzante, ignoran que La utopía arcaica es el más sesudo y hondo, prolijo y brillante análisis de la obra del autor que truncó su vida con el suicidio el 2 de diciembre de 1969. José María Arguedas, predecesor en el deseo de tematizar el mundo andino y figurar los sentires de la sierra en los predios de la ficción, lo embargó una lacerante nostalgia que lo agobió hasta su muerte. El marxista consagrado, el folclorista comprometido que propugnó en su ardor revolucionario por un levantamiento popular para lograr los cambios en el Perú no supo, según el análisis del nobel, entender su excesiva sensibilidad. Tan necesaria para el arte más decantado, esa fragilidad y mirada dúctil de la vida le permitió escribir Los ríos profundos, pero también, esa bullente conciencia comprometida, lo llevó a una malsana politización de su arte literario y una incomprensión de las pruebas y adversidades en su carrera de escritor.
El novelista de arquitecturas narrativas perfectas y armoniosas que cimentara historias sobre personajes que simbolizaban los extravíos del fanatismo y las luchas libertarias, fue un lector perspicaz que volcó su experiencia interpretativa en obras de audacia crítica. No era un fabulador que se travestía en lector inquisitorial según su estado de ánimo o voluntad. Era un implacable intérprete que escudriñaba con el deseo de transmitir a sus lectores los festejos iniciáticos y pueriles del voraz revelador que nunca dejó de ser. Si el mundo hispanohablante despide al gran perfilador de tiranos y sátrapas; al memorialista que en la ficción dibujó un país y un continente determinado por su universo popular y sincrético, es justo tributar al mayor crítico que desde las coordenadas del hispanismo nos enseñó que la nuestra es también una lengua de diálogo, reciprocidad y reflexión. ¡Lo seguiremos leyendo Don Mario!
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