Publicidad

Publicidad

Publicidad

Publicidad

push logo
Sabemos que las notificaciones pueden resultar horribles, pero prometemos no abusar. Entérate de todo el mundo cultural en HJCK.
No, gracias.
¡Claro que sí!

Publicidad

Primer capítulo de "La enfermedad y sus metáforas", de Susan Sontag

"La enfermedad y sus metáforas" es un libro que examina cómo se emplean las metáforas para describir enfermedades y el efecto que tienen. Sontag sostiene que el uso de un lenguaje bélico al hablar de enfermedades no solo es impreciso, sino que también perjudicial, pues fomenta la estigmatización y la marginalización de quienes están enfermos.

Portadas notas (22).png
Susan Sontag fue una escritora, novelista, filósofa y ensayista estadounidense de origen judío. Además de su prolífica carrera literaria y ensayística, también se desempeñó como profesora, directora de cine y guionista. A lo largo de su vida, se dedicó tanto a la docencia como a la dirección de películas y obras teatrales.

Dos enfermedades conllevan, por igual y con la misma aparatosidad, el peso agobiador de la metáfora: la tuberculosis y el cáncer.

Las fantasías inspiradas por la tuberculosis en el siglo XIX y por el cáncer hoy, son reacciones ante enfermedades consideradas intratables y caprichosas —es decir, enfermedades incomprendidas— precisamente en una época en que la premisa básica de la medicina es que todas las enfermedades pueden curarse. Las enfermedades de ese tipo son, por definición, misteriosas. Porque mientras no se comprendieron las causas de la tuberculosis y las atenciones médicas fueron tan ineficaces, esta enfermedad se presentaba como el robo insidioso e implacable de una vida. Ahora es el cáncer la enfermedad que entra sin llamar, la enfermedad vivida como invasión despiadada y secreta papel que hará hasta el día en que se aclare su etiología y su tratamiento sea tan eficaz como ha llegado a serlo el de la tuberculosis.

Aunque la mitificación de una enfermedad siempre tiene lugar en un marco de esperanzas renovadas, la enfermedad en sí (ayer la tuberculosis, hoy el cáncer) infunde un terror totalmente pasado de moda. Basta ver una enfermedad cualquiera como un misterio, y temerla intensamente, para que se vuelva moralmente, si no literalmente, contagiosa. Así, sorprende el número de enfermos de cáncer cuyos amigos y parientes los evitan, y cuyas familias les aplican medidas de descontaminación, como si el cáncer, al igual que la tuberculosis, fuera una enfermedad infecciosa. El contacto con quien sufre una enfermedad supuestamente misteriosa tiene inevitablemente algo de infracción; o peor, algo de violación de un tabú. Los nombres mismos de estas enfermedades tienen algo así como un poder mágico. En Annance, de Stendhal (1827), la madre del héroe rehúsa decir «tuberculosis», no vaya a ser que con sólo pronunciar la palabra acelere el curso de la enfermedad de su hijo. Y Karl Menninger, en The Vital Balance, ha observado que «la misma palabra “cáncer” dicen que ha llegado a matar a ciertos pacientes que no hubieran sucumbido (tan rápidamente) a la enfermedad que los aquejaba». Esta observación la hace en apoyo de las beaterías anti intelectuales y esa compasión fácil tan ampliamente difundidas en la medicina y la psiquiatría contemporáneas. «Los pacientes que vienen a vernos con sus sufrimientos, sus miserias y su invalidez», sigue diciendo, «tienen todo el derecho de ofenderse si se les pone una etiqueta condenatoria». El doctor Menninger aconseja a los médicos que no usen «nombres» ni «etiquetas» («nuestra función es la de ayudar a la gente, no la de contribuir a afligirla») —lo cual, concretamente, es decirles a los médicos que aumenten su reserva y su paternalismo. No es el hecho de nombrar, de por sí, lo peyorativo o condenatorio, sino específicamente la palabra «cáncer». Hasta tanto tratemos a una dada enfermedad como a un animal de rapiña, perverso e invencible, y no como a una mera enfermedad, la mayoría de los enfermos de cáncer, efectivamente, se desmoralizarán al enterarse de qué padecen. La solución no está en no decirles la verdad sino en rectificar la idea que tienen de ella, desmitificándola.

💬 Síganos en nuestro canal de Whatsapp aquí.

Publicidad

Hace pocas décadas, cuando saber que se tenía tuberculosis equivalía a una sentencia de muerte —tal como hoy, para la imaginación popular, el cáncer es sinónimo de muerte— era corriente esconder el nombre de la enfermedad a los pacientes y, una vez muertos, esconderlo a sus hijos. Aun a los pacientes que sí sabían qué tenían, médicos y familiares se resistían a hablarles libremente. «Verbalmente, no me entero de nada concreto», escribía Kafka a un amigo, en abril de 1924 desde el sanatorio en que moriría dos meses más tarde, «cuando se discute de tuberculosis... todos se expresan de manera tímida, evasiva, mortecina». Las convenciones con que se esconde el cáncer son aún acérrimas. Como regla general, los médicos de Francia e Italia sólo comunican un diagnóstico de cáncer a la familia, no al paciente; consideran que la verdad no sería tolerable más que para los pacientes excepcionalmente maduros e inteligentes. (Un eminente oncólogo francés me dijo que menos del diez por ciento de sus pacientes sabía que tenía cáncer.) En Estados Unidos, en parte a causa del miedo ante las posibles consecuencias legales, los médicos son hoy mucho más sinceros con los pacientes; sin embargo, el hospital de cáncer más grande del país envía la correspondencia y las facturas a sus pacientes externos en sobres sin membrete, suponiendo que la enfermedad puede ser un secreto para las familias. Dado que un cáncer puede ser un escándalo que comprometa la vida sentimental, las posibilidades de carrera y hasta el propio empleo del enfermo, los pacientes que saben qué tienen tienden a ser extremadamente remilgados acerca de su enfermedad, cuando no francamente reservados. Y hay una ley federal, la Ley sobre la Libertad de Información, de 1966, que cita «el tratamiento del cáncer» en una cláusula que autoriza a ocultar asuntos cuya revelación «sería una inexcusable invasión de la vida privada». No se menciona otra dolencia. Que se mienta tanto a los pacientes de cáncer, y que estos mismos mientan, da la pauta de lo difícil que se ha vuelto en las sociedades industriales avanzadas y convivir con la muerte. Tal como la muerte es ahora un hecho ofensivamente falto de significado, así una enfermedad comúnmente considerada como sinónimo de muerte es cosa que hay que esconder. La política de tratar ambiguamente con los cancerosos no depende más que de una convicción: a los moribundos es mejor ahorrarles la noticia de que se están muriendo, y la buena muerte es la muerte repentina, mejor aun cuando estamos inconscientes o durmiendo. Sin embargo, la negación de la muerte no explica por qué se miente tanto ni por qué uno desea que le mientan; no se toca el pavor más hondo. Quien ya ha tenido un infarto tiene por lo menos la misma probabilidad de sucumbir de otro infarto a los pocos años que la de un canceroso de morir de cáncer. Pero a nadie se le ocurre ocultarle la verdad a un cardíaco: un ataque al corazón no tiene nada de vergonzoso. A los pacientes de cáncer se les miente no simplemente porque la enfermedad es (o se piensa que sea) una condena a muerte, sino porque se la considera obscena —en el sentido original de la palabra, es decir: de mal augurio, abominable, repugnante para los sentidos—. La enfermedad cardiaca implica un problema, un fallo mecánico; no implica escándalo ni tiene nada de aquel tabú que rodeaba a los tuberculosos y que rodea hoy a los cancerosos. Las metáforas ligadas a la tuberculosis y al cáncer suponen que unos procesos vitales de tipo particularmente resonante y horrido están teniendo lugar.

No olvide conectarse a la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.