El punto de vista propuesto en Sobre la fotografía -según el cual nuestra capacidad de responder a nuestras experiencias con renovadas emociones y pertinencia ética está siendo so cavada por la incesante difusión de imágenes vulgares y espantosas-- puede catalogarse como la crítica conservadora de la difusión de tales imágenes.
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Califico este argumento como conservador porque lo que se erosiona es el sentido de la realidad. Todavía perdura una realidad que existe con independencia de los intentos por atenuar su autoridad. El argumento es de hecho una defensa de la realidad y de las pautas de respuesta más plena frente a esa realidad, las cuales se encuentran en riesgo.
En el desarrollo radical cínico-- de esta crítica, no hay nada que defender: las enormes fauces de la modernidad han masticado la realidad y escupido todo el revoltijo en forma de imágenes. Según un análisis harto influyente, vivimos en una «sociedad del espectáculo». Toda situación ha de ser convertida en espectáculo a fin de que sea real - es decir, interesan-te- para nosotros. Las personas mismas anhelan convertirse en imágenes: celebridades. La realidad ha abdicado. Solo hay representaciones: los medios de comunicación.
Retórica florida, esta. Y muy persuasiva para muchos, pues una de las características de la modernidad es que a la gente le gusta sentir que puede anticiparse a su propia experiencia. (Este concepto está vinculado sobre todo a los escritos de Guy Debord, el cual pensaba que estaba describiendo una ilusión, un truco, y de Jean Baudrillard, el cual dice sostener que las imágenes, realidades simuladas, ya son todo lo que existe en la actualidad: al parecer es una suerte de especialidad francesa.) La afirmación de que la guerra, como todo lo demás que parece real, es médiatique, resulta común. Ese era diagnóstico de distinguidos franceses que por un día se de-ron ver en la Sarajevo asediada, entre ellos André Glucks-mann: que la victoria o derrota bélica no dependía en absoluto de lo que sucediera en Sarajevo, o de hecho en Bosnia, sino de lo que sucediera en los medios. A menudo se declara que «Occidente» ha llegado a considerar cada vez más la guerra como un espectáculo. Los informes sobre la muerte de la realidad - como la muerte de la razón, la muerte del intelectual, la muerte de la literatura seria-- parecen haber sido aceptados sin mucha reflexión por las personas innumerables que intentan comprender lo que parece mal, vacuo o estúpidamente triunfalista en la política y la cultura contemporáneas.
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La afirmación de que la realidad se está convirtiendo en un espectáculo es de un provincianismo pasmoso. Convierte en universales los hábitos visuales de una reducida población instruida que vive en una de las regiones opulentas del mundo, donde las noticias han sido transformadas en entretenimiento; ese estilo de ver, maduro, es una de las principales adquisiciones de «lo moderno» y requisito previo para desmantelar las formas de la política tradicional basada en partidos, la cual depara el debate y la discrepancia verdaderas. Supone que cada cual es un espectador. Insinúa, de modo perverso, a la ligera, que en el mundo no hay sufrimiento real. No obstante, es absurdo identificar al mundo con las regiones de los países ricos donde la gente goza del dudoso privilegio de ser espectadora, o de negarse a serlo, del dolor de otras personas, al igual que es absurdo generalizar sobre la capacidad de respuesta ante los sufrimientos de los demás a partir de la disposición de aquellos consumidores de noticias que nada saben de primera mano sobre la guerra, la injusticia generalizada y el terror. Cientos de millones de espectadores de televisión no están en absoluto curtidos por lo que ven en el televisor. No pueden darse el lujo de menospreciar la realidad.
Se ha vuelto un lugar común en el debate cosmopolita sobre las imágenes de atrocidades suponer que tienen escaso efecto, y que hay algo intrínsecamente cínico en su difusión. Aunque la gente crea que en la actualidad las imágenes de la guerra importan, esto no disipa la persistente sospecha sobre el interés en estas imágenes y las intenciones de quienes las producen. Tal respuesta proviene de los dos extremos del abanico: de los cínicos que nunca han estado cerca de una guerra y de los hastiados del conflicto soportando sus desgracias cuando se les fotografía.
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Los ciudadanos de la modernidad, los consumidores de la violencia como espectáculo, los adeptos a la proximidad sin riesgos han sido instruidos para ser cínicos respecto de la posibilidad de la sinceridad. Algunas personas harán lo que esté a su alcance para evitar que las conmuevan. Qué fácil resulta, desde el sillón, lejos del peligro, sostener un talante de superioridad. De hecho, escarnecer el esfuerzo de quienes han sido testigos en zonas de conflicto calificándolo como «turismo bélico» es un juicio tan recurrente que ha invadido el debate sobre la fotografía de guerra en cuanto profesión.
Persiste la impresión de que la apetencia por semejantes imágenes es vulgar o baja; que es necrofagia comercial. En Sarajevo, durante los años del asedio, no era infrecuente oír, en medio del bombardeo o la ráfaga de los francotiradores, a algún habitante gritando a los fotoperiodistas, fácilmente identificables por el equipo que pendía de sus cuellos: «¿Esperas que estalle la bomba para poder fotografiar unos cadáveres?».
A veces así fue, aunque menos a menudo de lo que cabría imaginar, pues el o la fotógrafa en las calles en medio de un bombardeo o de la ráfaga de un francotirador corría tantos riesgos de morir como los ciudadanos a los que iba siguiendo.
Además, la búsqueda de un buen reportaje no era el único motivo de la avidez y el valor de los fotoperiodistas que cubrían el asedio.
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