María Luisa Bombal fue una destacada escritora chilena nacida el 8 de junio de 1910 y fallecida el 6 de mayo de 1980. Su obra se caracteriza por explorar temas relacionados con la identidad femenina, el amor y la opresión social.
Nacida en Viña del Mar, Chile, Bombal comenzó su carrera literaria en la década de 1930. Su obra más conocida es la novela corta "La última niebla" (1934), que es considerada una de las primeras expresiones literarias del feminismo en América Latina.
Esta obra es esencial en la literatura latinoamericana. La protagonista anónima se enfrenta a la alienación en su matrimonio y explora su propia identidad. La novela es conocida por su estilo poético y su enfoque en los deseos y la psicología femenina.
Otra obra destacada de Bombal es "La amortajada" (1938), una novela que combina elementos de realismo mágico y se centra en la vida y muerte de una mujer llamada Ana María. La obra es una mezcla única de elementos surrealistas y exploración psicológica.
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María Luisa Bombal es elogiada por su estilo lírico y experimental. Sus obras a menudo incorporan elementos oníricos y simbólicos, contribuyendo al desarrollo del realismo mágico en la literatura latinoamericana.
La escritura de Bombal ha sido analizada desde una perspectiva feminista, ya que aborda temas como la emancipación de la mujer, la sexualidad y la búsqueda de identidad en un contexto patriarcal.
Aunque su obra es relativamente breve, el impacto de María Luisa Bombal en la literatura latinoamericana es significativo. Su enfoque en la voz femenina y su estilo innovador han influido en generaciones de escritores.
La crítica literaria ha elogiado la habilidad de Bombal para explorar la psique femenina y su capacidad para fusionar lo real y lo surrealista en su narrativa.
Aquí un fragmento de "La última niebla"
El vendaval de la noche anterior había removido las tejas de la vieja casa de campo. Cuando llegamos, la lluvia goteaba en todos los cuartos.
—Los techos no están preparados para un invierno semejante —dijeron los criados al introducimos en la sala, y como echaran sobre mí una mirada de extrañeza, Daniel explicó rápidamente: —Mi prima y yo nos casamos esta mañana.
Tuve dos segundos de perplejidad.
«Por muy poca importancia que se haya dado a nuestro repentino enlace, Daniel debió haber advertido a su gente», pensé, escandalizada.
A la verdad, desde que el coche franqueó los límites de la hacienda, mi marido se había mostrado nervioso, casi agresivo.
Y era natural.
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Hacía apenas un año efectuaba el mismo trayecto con su primera mujer; aquella muchacha huraña y flaca a quien adoraba, y que debiera morir tan inesperadamente tres meses después. Pero ahora, ahora hay algo como de recelo en la mirada con que me envuelve de pies a cabeza. Es la mirada hostil con la que de costumbre acoge siempre a todo extranjero.
—¿Qué te pasa? —le pregunto.
—Te miro —me contesta—. Te miro y pienso que te conozco demasiado…
Lo sacude un escalofrío. Se allega a la chimenea y mientras se empeña en avivar la llama azulada que ahúma unos leños empapados, prosigue con mucha calma:
—Hasta los ocho años, nos bañaron a un tiempo en la misma bañera. Luego, verano tras verano, ocultos de bruces en la maleza, Felipe y yo hemos acechado y visto zambullirse en el río a todas las muchachas de la familia. No necesito ni siquiera desnudarte. De ti conozco hasta la cicatriz de tu operación de apendicitis.
Mi cansancio es tan grande que en lugar de contestar prefiero dejarme caer en un sillón. A mi vez, miro este cuerpo de hombre que se mueve delante de mí. Este cuerpo grande y un poco torpe yo también lo conozco de memoria, yo también lo he visto crecer y desarrollarse. Desde hace años, no me canso de repetir que si Daniel no procura mantenerse derecho terminará por ser jorobado. Y como a menudo enredé en ellos dedos temblorosos de rabia, conozco la resistencia de sus cabellos rubios, ásperos y crespos. En él, sin embargo, esa especie de inquietud en los movimientos, esa mirada angustiada, son algo nuevo para mí.
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Cuando era niño, Daniel no temía a los fantasmas ni a los muebles que crujen en la oscuridad durante la noche. Desde la muerte de su mujer, diríase que tiene siempre miedo de estar solo.
Pasamos a una segunda habitación más fría aún que la primera. Comemos sin hablar.
—¿Te aburres? —interroga de improviso mi marido.
—Estoy extenuada —contesto.
Apoyados los codos en la mesa, me mira fijamente largo rato y vuelve a interrogarme:
—¿Para qué nos casamos?
—Por casarnos —respondo.
Daniel deja escapar una pequeña risa.
—¿Sabes que has tenido una gran suerte al casarte conmigo?
—Sí, lo sé —replico, cayéndome de sueño.
—¿Te hubiera gustado ser una solterona arrugada, que teje para los pobres de la hacienda?
Me encojo de hombros.
—Ése es el porvenir que aguarda a tus hermanas…
Permanezco muda. No me hacen ya el menor efecto las frases cáusticas con que me turbaba no hace aún quince días.
Una nueva y violenta racha de lluvia se descarga contra los vidrios. Allá, en el fondo del parque, oigo acercarse y alejarse el incesante ladrido de los perros. Daniel se levanta y toma la lámpara. Echa a andar. Mientras lo sigo, arrebujada en la vieja manta de vicuña, que me echara compasivamente sobre los hombros la buena mujer que nos sirviera una comida improvisada, compruebo con sorpresa que sus sarcasmos no hacen sino revolverse contra él mismo. Está lívido y parece sufrir.
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Al entrar en el dormitorio, suelta la lámpara y vuelve rápidamente la cabeza, a la par que una especie de ronquido que no alcanza a reprimir le desgarra la garganta. Le miro extrañada. Tardo un segundo en comprender que está llorando.
Me aparto de él, tratando de persuadirme de que la actitud más discreta está en fingir una absoluta ignorancia de su dolor. Pero en mi fuero interno algo me dice que ésta es también la actitud más cómoda.
Y entonces, más que el llanto de mi marido, me molesta la idea de mi propio egoísmo. Lo dejo pasar al cuarto contiguo sin esbozar un gesto hacia él, sin balbucir una palabra de consuelo. Me desvisto, me acuesto y, sin saber cómo, me deslizo instantáneamente en el sueño.
A la mañana siguiente, cuando me despierto, hay a mi lado un surco vacío en el lecho; me informan que, al rayar el alba, Daniel salió camino del pueblo.
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