Desde 1945 suelo pasearme por el barrio vestida de mujer. Claro que en invierno llevo pantalones y abrigo largo, pero, siempre que el tiempo lo permite, me pongo mi vestido.
Naturalmente con semejante atuendo corría el peligro de que se me acercara algún ruso con no muy buenas intenciones. Lo cierto, sin embargo, es que tuve bastante suerte. Un día unos soldados se abalanzaron sobre mí y, cuando ya me tenían a su merced y me habían incluso levantado la falda, se echaron a reír a carcajadas al ver que no encontraban lo que andaban buscando. Uno de ellos me propinó un azote en el trasero y la cosa no pasó de ahí. Habría podido ser peor.
Mis vecinos de Mahlsdorf, que me conocían desde la infancia, reaccionaban encogiéndose simplemente de hombros con benevolencia.
—¡Qué curioso! — decían —. Ese lleva siempre a algún chico al lado y nunca va con chicas. ¡Y qué ropa más anticuada lleva! ¿Será que es marica?
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Y eso era todo.
Christinchen, mi viejo amigo del colegio, aquel que me acompañaba cuando a los catorce años nos detuvo una patrulla de las Juventudes Hitlerianas vestidos de mujer, tuvo menos suerte. Le encantaba salir de pendoneo y frecuentar los puntos de reunión de mariquitas llevando algún vestido de verano y zapatos de tacón, pechos postizos y sujetador. Una vez, después de la guerra, andaba ella pavoneándose por los alrededores de los lavabos de caballeros de la estación de Friedrichs-hagen cuando de manos a boca se encontró con cinco rusos, que, al parecer, la habían tomado por toda una señorita alemana.
—¡Ven, mujer! ¡Acostarnos, chica, ven! ¡Rápido, rápido!
Christinchen sacudió altivamente su rubia melena, pero los rusos la agarraron por el brazo. Ella logró soltarse y echar a correr por la hierba en dirección al cine de verano -natural-mente con el camarada «Ruski» detrás gritándole: « Eh, oye!»—, hasta que tropezó con un tronco. Se cayó dando una voltereta mientras el bolso salía por los aires y se le abría de golpe.
Evidentemente, en un momento así, en lo primero que piensa una loca es en su pintalabios y en la polvera; en todo menos en salir corriendo. Los cinco rusos se llevaron a rastras a la pobre Christinchen hasta un rincón oscuro, la tiraron sobre un banco y se le echaron encima. Total, que fuera macho o hembra a ellos les tenía sin cuidado.
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Christinchen vino a desahogarse a mi casa. Estaba completamente dolorida y hube de acompañarla al médico. El doctor meneó la cabeza en señal de desaprobación, pero se limitó a diagnosticar una irritación.
Christinchen trabajó muchos años como secretaria contando siempre con la aceptación de sus compañeras. En 1980 se jubiló y, como primera providencia, se trasladó al Berlín occidental, para después seguir al hombre de sus sueños hasta la República Federal.
¿Relojería o tienda de muebles? Mi madre hacía cábalas intentando averiguar a qué acabaría dedicándome. Mi tío abuelo ya me había desaconsejado la profesión de relojero:
—¿Relojero? ¿Pasarte el día entero en el taller con la lupa en la mano? Ni hablar! Cuando llegues a viejo, ni siquiera podrás ver en condiciones —me decía preocupado.
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Cuando en los años treinta se pusieron de moda los muebles lisos y empezaron a fabricarse todos esos mazacotes, se me fueron las ganas de pasarme la vida rodeado de muebles que no dataran de la Grinderzeit. Conque nada, cuando acabó la guerra me convertí en una especie de criada, hasta que un día me cogió mi madre y me dijo:
-Mira, esto no puede seguir así. Tienes que aprender un oficio como Dios manda.
Las piezas que contenían los cilindros de mis fonógrafos estaban casi todas en inglés, así que me sentí atraído por este idioma. Asistí a unos cursos y en 1949 obtuve mi diploma de intérprete. Con lo cual ya había aprendido un oficio 'Dios manda' antes de comenzar mi formación de conservador de museo.
El invierno de 1948-1949 fue increíblemente frío. En cuanto podíamos, cambiábamos las gélidas aulas de la escuela de idiomas, en las que apenas podíamos sujetar la pluma de lo agarrotados que teníamos los dedos, por el señorial piso de vieja construcción de mi compañera Mechthild. Los alumnos estábamos obligados a llevar a cada clase una bola de carbón para mantener encendida la pequeña estufa con la que teníamos que apañárnoslas. A pesar de todo, nunca podíamos quitarnos el abrigo.
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La mejor amiga de Mechthild era Uschi Dressler, hija del pintor August-Wilhelm Dressler. Inquieta como una tarabilla y, para remate, vestida siempre de colorines, era muy bohemia y, respondiendo al típico cliché de hija de artista, nunca llevaba dinero en el bolsillo. Mirándome con aquellos ojos pillines que brillaban en su hermoso rostro ovalado, me saludaba gesticulando exageradamente como suelen hacerlo los actores y me decía:
—iAy, Lotharchen!
August-Wilhelm Dressler, de estatura no muy alta, rechoncho y canoso, se quedó mirando lleno de interés mis piernas desnudas cuando me presenté en su taller a reparar el reloj de la chimenea llevando unos simples pantalones cortos. En los caballetes tenía numerosos cuadros en los que aparecían representadas mujeres gordas desnudas. Durante la época nazi había sido proscrito por cultivar la pintura expresionista.
-¿Te gustaría posar para mí por diez marcos la hora? —me dijo persuasivamente.Tras unos primeros instantes de vacilación, la idea me hizo gracia. Total, ¿por qué no? Yo era tímida, sí, pero no mojigata.
Por otra parte, el dinero me atraía bastante. Los discos del gramófono costaban únicamente cincuenta pfennige; una blusa, tres marcos y cincuenta prennige; una falda bonita de primera mano, cinco. Por ocho marcos y medio podía quedar tan arregladita y equiparme para todo el verano.
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«La verdad es que soy mona», pensé sin poder evitar mirarme en el enorme espejo de marco redondeado por la parte superior, mientras posaba desnuda para los chicos y chicas que asistían a las clases de pintura de Dressler e intentaban reproducir mi pierna doblada y apoyada en un taburete. Cuando me aburría, me ponía a observar las hermosas ventanas, con los vidrios sujetados por vergas, y los muebles de estilo Biedermeier que atestaban el taller.
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