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Lea un fragmento de 'La Frontera' de Can Xue

A vísperas de la entrega del Premio Nobel de Literatura, traemos un fragmento de "La Frontera" de una de las favoritas para el galardón, la escritora china Can Xue. Su escritura ha sido influenciada por figuras de la literatura como Franz Kafka, Italo Calvino y Jorge Luis Borges.

 Can Xue
La escritora china Can Xue, pseudónimo de Deng Xiaohua (Changsha, Hunan, China, 1953).
Cedida por la editorial a El Continental.

Capítulo I

Liu Jin

Ya era muy tarde cuando Liu Jin se encontró de pie frente a la puerta de madera de la entrada de su casa. Bajo la luz de la luna, grandes racimos de uvas arrojaban tímidamente unos reflejos brillantes que parecían desprender su propia luz. Debido al fuerte viento que de tanto en tanto se arremolinaba en el lugar, las hojas de los álamos blancos emitían sonidos agradables al oído.

Alguien hablaba al mismo tiempo, y su voz se mezclaba con el rumor acompasado de las hojas al agitarse por el viento. Liu Jin era incapaz de oír claramente lo que estaba diciendo esa persona, pero sabía quién era, ya que no era la primera vez que lo veía en ese lugar, como también sabía que cada noche se presentaba allí y se sentaba siempre en el mismo bloque de piedra. Liu Jin, al principio, le tenía miedo y se quedaba dentro de casa sin querer salir, y sólo se atrevía a mirarlo una y otra vez a través de la ventana de su habitación.

Sólo después, tras observar detenidamente su sombra, Liu Jin supo que era como la de los viejos que se pasean inofensivamente sin rumbo alguno por los caminos de los pueblos, y dejó de repente de tenerle miedo. Se armó de valor y se acercó a él. El hombre tenía una mirada penetrante y con sus ojos podía distinguir a la gente incluso en la semioscuridad. Sus manos estaban siempre ocupadas. Liu Jin se dio cuenta de que manoseaba constantemente un cordel y le daba vueltas. Al hombre no le gustaba hablar con nadie, y se lo hizo saber a Liu Jin. Se expresaba con sonidos discordantes, más que con palabras bien pronunciadas destinadas a construir un discurso fonéticamente concatenado y comprensible, y lo hacía para exteriorizar un estado de confusión que le obligó a decirle a Liu Jin como si quisiese excusarse:

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—No consigo aclarar mis pensamientos; no, no consigo hacerlo…

El hombre vivía cerca de Liu Jin, y ambos eran, por consiguiente, vecinos; pero ¿dónde vivía exactamente? ¿De dónde había salido? ¿Cuál era su origen? Aunque no hablaba como Liu Jin, ella confiaba en sus palabras, que se mezclaban con la musiquilla de las hojas al vibrar. El viento se paraba, y sus palabras se hacían un poco más inteligibles. El viento arrancaba de nuevo sacudiendo las hojas del álamo, y las palabras de ese hombre con apariencia de viejo se distorsionaban. Era verdaderamente extraño, y su voz en medio de la noche aguijoneaba los oídos sensibles de Liu Jin:

—A mediodía, en el mercado del pueblo, en ese lugar preciso…, ¿te acuerdas? —le dijo el viejo haciendo un esfuerzo.

Liu Jin, haciendo también un esfuerzo, trató de escuchar al hombre y acordarse del mercado a esa hora: las ropas, los ornamentos dorados y plateados, los racimos de uva con sus innumerables granos, los extranjeros que ella esperaba que le comprasen algo, etc. Tras pensarlo un rato, no llegó a ninguna conclusión. Aquella noche también podías escuchar a una mujer cantando en la calle, y por la voz parecía ser una mujer joven que se lamentaba de algo. ¿Y el viejo?, ¿podía oír esa voz desgarrada? Se diría que no, porque no se sentía conmovido por la triste melodía.

El hombre sólo escuchaba sus propias palabras. Liu Jin ya se había acostumbrado durante el día a aquella voz y pensaba que era muy parecida a la de otros ancianos que se juntaban en el patio bajo los álamos. Los ancianos eran como los álamos: muy viejos, igual que ese hombre que se sentaba sobre el banco formado por un bloque de piedra. Cuando Liu Jin le hacía preguntas, él manoseaba nerviosamente la cuerda. ¿Qué vendía? ¿Cuerdas? Había trozos de cordel en el suelo, y a ella le picó la curiosidad; por qué estaban ahí, si ella vendía ropa en el mercado… Le preguntó si vendía cuerdas, pero el viejo no contestó. Ya era tarde y a Liu Jin le entró sueño, pues estaba cansada del día de mercado, y se fue a dormir, dejando solo al hombre.

En la espesa neblina de la noche, la canción de la joven se había vuelto más amarga y desolada que antes, y así lo percibió Liu Jin. A la mañana siguiente regresó al lugar para ver si el viejo continuaba allí, pero no había ni rastro de él. Tampoco estaban los trozos de cuerda en el suelo. Ese hombre era verdaderamente raro, volvió a pensar Liu Jin. Azuzada por la curiosidad, preguntó por él en el vecindario. Nadie, sin embargo, lo conocía. Ni siquiera lo habían visto, le dijeron una y otra vez.

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Las gentes de ese lugar no salían por las noches, se quedaban en sus casas; por esa razón no se habían fijado. Liu Jin no se lo creyó. Seguro que no era cierto, pero ella sabía que era un pueblo pequeño, gente muy conservadora y temerosa de los que venían de fuera. Salir por la noche no era una de las costumbres locales, y quien lo hacía se delataba: era un extranjero. ¿Conocería al viejo de la cuerda la joven que cantaba en la calle? A Liu Jin le pareció que era la mujer de la familia del laodie Meng Yu—una familia que criaba ovejas y corderos que llevaba luego al matadero y posteriormente al mercado para venderlos—.

Liu Jin les había comprado más de una vez algo de carne. Aquella noche de otoño, el viejo de conducta y apariencia extrañas había dejado un poco fría a Liu Jin y con una amalgama de sentimientos contradictorios en su cabeza que la habían confundido mucho. Ese estado mental no era el suyo de siempre ni el que tenía poco antes de ver al hombre.

Hacía cinco años que vivía en un patio. Sus padres (Hu Shan y Nian Si) la habían traído tiempo atrás a ese burgo lejano desde un pueblo industrial del interior del país donde Liu Jin ni siquiera había nacido y que le resultaba totalmente extraño. Cinco años antes, sus padres, ya envejecidos, fueron desplazados de nuevo al interior del país y regresaron a su pueblo de origen con un equipo de trabajo formado por caballos y hombres, y ella volvió a ese lugar perdido en ninguna parte donde había vivido con ellos muchos años atrás. ¿Por qué había regresado al pueblo fronterizo? ¿No tendría que haberse dirigido a una gran ciudad próspera para trabajar en lugar de a un pueblo miserable? De esa gran ciudad, Liu Jin sólo tenía la imagen idealizada y distorsionada a partir de lo que le habían explicado sus padres en su infancia —una imagen allá en el confín que perdía su contenido y los límites que la definían como entidad visible a medida que pasaba el tiempo—, pero el pueblo real al que había vuelto aparecía monstruosamente ante sus ojos. Sin embargo, la gran ciudad imaginaria que le habían prometido sus padres se había convertido ya para ella, antes de pisarla de nuevo, en un recuerdo. También recordaba cuando ellos prepararon las maletas para llevarla a ese pueblo fronterizo.

No supo entonces por qué la habían trasladado a ese lugar lejos de la civilización, y nunca lo llegó a saber. Ahora que había regresado recordaba las primeras noches tras su llegada y el murmullo de las hojas de los álamos junto al río, que era como una explosión repentina con diferentes niveles de intensidad y duración.16 Liu Jin aprendió a distinguir qué sonido emitía cada árbol, como si fueran voces humanas. A veces, cuando no lo reconocía, se asustaba, pero no tardaba en recuperarse gradualmente. Su padre, cuando la veía, levantaba la ceja de su ojo derecho, que era su manera de reaccionar siempre que sucedía algo. «Ya eres grande, no te asustes por esas cosas…, y acabarás acostumbrándote a este pueblo», le decía cuando llegaron.

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Liu Jin se acordó de la actitud absurda que mantenía con su madre: se hacía la tonta. Las maletas de sus padres eran muy pesadas, y ella se hizo la tonta para no tener que cargar con ellas. Liu Jin tenía 30 años cuando regresó al pueblo en el que había vivido con sus padres; ¿por qué ahora seguía sus pasos?, se preguntaba. Cuando salió el tren que se los llevaba lejos del pueblo, ni siquiera se asomaron a la ventanilla del vagón para despedirse de ella. Liu Jin tampoco sabía lo que pensaban en esos momentos, cuando dejaban ese pueblo lleno de aparentes promesas. Una vez desapareció de su vista el último vagón del tren, el pueblucho de la frontera hizo de repente su aparición a lo lejos, ante sus ojos, como si de un fantasma se tratase.

Liu Jin había regresado al pueblo fronterizo. Sus padres ya se habían ido y ella estaba de nuevo sola en el mismo lugar donde había pasado su infancia con ellos. Al contemplarlo en la lejanía, desde la estación de tren a la que acababa de llegar, ese pueblucho ya no era el pueblo fronterizo, pensó Liu Jin, sino que era el pueblo de Humo. Ese pueblo blanco y denso como el humo de un cigarrillo dispersándose en el aire era su lugar de origen en el interior del país. Luego le pareció ver un espejismo —el pueblo no era real, era un complejo de construcciones irreales—. Contempló el edificio alto y desnudo donde vivieron sus padres y le llamaron la atención las ventanas del exterior. ¿Por qué salía luz a través de ellas? El interior del apartamento debía de estar vacío y a oscuras. ¿Quién había dentro? Se acordó de la falda de cien pliegues al viejo estilo que su madre le había regalado y que ella llevaba en ese momento. Al regresar a su hogar, Liu Jin oyó sus propios pasos, constantes y serenos. Quería volver a su casa, aunque de ninguna manera se consideraba una mujer sentimental a quien le pueden más los recuerdos del pasado que la vida del presente; pero tenía miedo y le temblaba el cuerpo mientras dejaba la estación.

No olvide conectarse a la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.

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