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Lea aquí la introducción de "Tenés derecho a permanecer gorda", de Virgie Tovar

“Tenés derecho a permanecer gorda”, el potente libro de Virgie Tovar, desafía los estándares de belleza impuestos por la cultura de la delgadez y reivindica el derecho a habitar el cuerpo sin culpa. En su introducción, la autora lanza una declaración de independencia corporal que invita a repensar la relación con el peso, el deseo y la libertad.

Virgie Tovar
"Tenés derecho a estar gorda" fue traducido por Begoña Martínez y publicado por Ediciones Godot.
Cortesía

Mi cuerpo solía ser mío.Cuando era pequeña, mi parte favorita del día era el momento de llegar a casa de hacer tareas o de ir al colegio. Abría la puerta delantera de un empujón con unas manitos diminutas y echaba a correr. Cruzaba corriendo el salón, lleno de muebles tapizados en plástico. Pasaba por delante de la lavadora secadora, que hacía unos ruidos que me gustaban. Dejaba a un lado mi habitación, que cada vez estaba más llena de juguetes de Winnie the Pooh. Y por fin llegaba al baño. Me sacaba toda la ropa tan rápido como podía, me sacudía la ropa interior y los pantalones, y me arrancaba la camiseta como si fuera una membrana incómoda. Mi ropa se quedaba en una pila en el suelo y yo volvía a salir corriendo, sin que nada me parase, riendo encantada hasta la cocina, donde estaba siempre mi abuela cocinando.

Al final del corto pasillo se encontraba la alfombra color gato calicó con el linóleo del suelo del salón comedor. Al llegar ahí estiraba los brazos y las piernas tanto como podía. Y me sacudía. Los muslos y la barriga, los mofletes y todo mi cuerpo se bamboleaban. Hacía círculos con la cabeza. Me gustaba que todo se moviera y ondulara. Mi cuerpo era como el agua de la bañera o la de la pileta comunitaria, que tanto me gustaba en verano.

Mi cuerpo era como esa agua, una fuente de alivio y diversión, un lugar al que podía saltar y que me sostuviera. Me sentía bien. Ay, me sentía tan bien. Me acuerdo de lo curiosa que era, y de cómo me encantaba que mi cuerpo pudiera hacer cosas así de increíbles. No era consciente de mí misma, solo de la inmediatez del placer.

Recuerdo ese momento de mi vida como si fuera una historia que me hubiese contado alguien. Lo siento muy lejano, y quiero proteger a aquella niñita, que no se imaginaba la horrible educación que le esperaba.

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Menos de un año más tarde, se acabarían las tardes llenas de bamboleos. Los niños del colegio me enseñarían algunas cosas, como que nadie me querría nunca y que era asquerosa por culpa de mi cuerpo gordo. Perdería de vista lo mágico que era mi cuerpo, lo mágica que era yo.

Perdería del todo esa sensación de que mi cuerpo era mío. Toda la libertad y maravilla que sentía se vieron sustituidas por una fuerte sensación de que me había equivocado mucho en algo grande. Y que era mi trabajo arreglarlo, que era mi trabajo "arreglarme". En lugar de aprender a confiar en mis instintos y valorarme a mí misma, descubrí que el tamaño de mi cuerpo era la única cosa de mí que importaba.

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Gracias a una serie de acontecimientos violentos, apoyados por la cultura (tan comunes que las mujeres simplemente los llaman "la vida"), se me arrebató mi relación innata con mi cuerpo, y acabó reemplazada por algo extraño, alienígena y dañino. Se sustituyó mi relación con mi cuerpo con una idea tóxica: tu cuerpo está mal. Esta idea amenazaría mi felicidad y mi salud durante casi dos décadas.

Me encantaría que no fuera así, pero mi historia no es única. Es, de muchas maneras, la historia de las mujeres estadounidenses.

Mientras escribía la introducción a este libro, recibí un correo electrónico de una mujer que me contaba que estaba en tratamiento de su bulimia, un trastorno que afecta a las mujeres de forma desproporcionada, y que solo existe en las culturas que glorifican la delgadez. A pesar de que se estaba tratando un trastorno alimentario que amenazaba su propia vida, había gente que aún le advertía de que no debía ganar "demasiado" peso mientras se recuperaba. Su mensaje me recordó a la primera vez que escuché una historia semejante. Una mujer con cáncer me contó que no se lo habían tratado porque su médico le dijo que el problema era su peso. Ella había pedido cita porque tenía dolores menstruales insoportables y una regla muy abundante. Tenía miedo. En lugar de examinarla, el médico le dijo que si perdía peso todo se arreglaría. Si el médico se la hubiese tomado en serio, habría encontrado el bulto que tenía en el útero; pero en lugar de eso pasó tres años sin descubrirlo. Me recordó a mi propia infancia y a la vergüenza que me enseñaron a tener, que buscaba robarme lo más precioso que tendría jamás; la magia inherente de estar viva y el vehículo con el que experimentar esa magia: mi cuerpo.

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Los autores de estas historias son el avergonza-miento corporal, la gordofobia y las dietas, escondidos tras expresiones aparentemente inocuas como "mejora personal", "inspiración" y "salud". Sin embargo, estas ideas son a menudo síntomas de un problema cultural mayor, por no hablar de la historia de nuestro país: racismo, supremacía blanca, clasismo y misoginia, todos aún sin resolver.

Aunque hemos pasado los últimos veinticinco años limpiando el residuo sexista de nuestro vocabulario, hemos estado viviendo bajo métodos de control que odian a las mujeres, métodos que encontramos en nuestros platos y en nuestras balanzas; a menudo sin ni siquiera saber qué estábamos haciendo. Regalamos nuestras vidas, nuestro tiempo, nuestra energía, nuestro derecho al placer, nuestro deseo y nuestro poder, bocado a bocado. La sumisión tiene ahora otra cara: tras una época en la que no se nos permitía acceder a un empleo valioso o votar, hoy el sexismo se ha transformado. Consiste en tener que saltarnos comidas y pasar demasiadas horas en el gimnasio. Como dice la famosa frase de Naomi Wolf en El mito de la belleza, "la dieta es el sedante político más potente de la historia de las mujeres"

Te prometo que todo lo que te voy a contar acá es la verdad, tan bien como yo pueda contarla, de mis siete años investigando la cultura de la dieta y la gordofobia. Te prometo que no tengo un propósito oculto, más allá de mi profundo deseo de que leer este libro te proporcione algunas herramientas para combatir este horrible feminicidio asistido y enmascarado como cultura de la dieta. Admito que quiero que te enojes muchísimo porque te han men-tido, y porque hay fuerzas culturales que intentan de forma activa desmantelar las partes más valiosas de tu ser, en este mismo instante y, además, quieren que seas vos la que pague ese proceso violento. Solo cuando dejemos de mentirnos a nosotras mismas conseguiremos que dejen de mentirnos los demás. Solo cuando confiamos en nuestra propia experiencia de la verdad podemos ser libres.

La cultura de la dieta intenta socavar eso mismo: la confianza en nosotras mismas, nuestra brújula interna, esa guía reptiliana y prehistórica que vive dentro de nosotras.

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Nuestra mayor herencia, acumulada tras generaciones de vivir en este planeta.

Por eso escribí este libro. Escribo desde una posición de compromiso en lo profesional y lo personal. En lo profesional, soy experta en imagen corporal, conferenciante y escritora, además de investigadora en la incipiente disciplina académica dedicada a los estudios de la gordura. Personalmente soy fashionista, activista escandalosa, amante de los pastelitos de crema, viajera por el mundo; una habitante malhablada y bohemia de San Francisco, enamorada de las pedicuras, los estampados de guepardo y los chihuahuas, que no podría vivir sin mimosas, sin anteojos de sol enormes, sin trajes de baño minúsculos, ni tampoco sin su Hitachi Magic Wand. También soy una mujer de 113 kilos que eligió dejar de hacer dieta, porque quiero empezar a vivir mi vida en lugar de seguir soñando con ella.

Solía creer que le tenía miedo a la comida y a estar gorda, pero ahora sé que el miedo provenía de una cultura con profundos problemas que no me permitiría prosperar. Una cultura que, de hecho, tenía interés en mi degradación.

Es con gran urgencia que les escribo directamente a las mujeres. Lo que les cuento en las siguientes páginas lo hago con el mayor deseo de ver a las mujeres vivir la vida que todas merecemos vivir: la vida que la cultura nunca te va a conceder, la que tenés que tomar. La clave de esa vida es desatar nuestro deseo. Esta cultura nos enseña que tenemos que extinguir ese deseo en el mismo momento en el que se nos enseña que las mujeres no deben estar gordas. Y yo digo: tenés derecho a estar gorda.

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