En la mañana de este martes, falleció en Estrasburgo (Francia) a los 81 años Jean-Luc Nancy. Era considerado uno de los pensadores más importantes y lúcidos del siglo XX. Su trabajo filosófico abordó el origen de los nacionalismos y la construcción de las nacionalidades en un tiempo que vio surgir y desaparecer naciones producto de la decolonización y la Segunda Guerra Mundial.
Aún a su avanzada edad, Nancy seguía escribiendo. En diciembre de 2020 publicó "Un virus demasiado humano" , un ensayo en el que en sus páginas reflexionaba sobre la vida y la muerte:
Tengo ochenta años porque hace tres décadas me hicieron un implante cardíaco. Es una prolongación de vida superlativa. ¿Acaso prolongar la vida, la mera longitud de la vida, es un bien en sí? ¡No! Una vida, y no lo digo por mi propia vida; una vida larga, cuando es una vida difícil, con sufrimiento, quizá no sea una buena vida. Pero el punto es que hoy llegamos a considerar que la mera longitud de la vida es el criterio de la buena vida. Por supuesto que ese siempre fue un sueño de la humanidad, como los patriarcas bíblicos, cuyas vidas duran lapsos inverosímiles, doscientos, quinientos años.
En su ensayo y a propósito de la actual crisis sanitaria, Nancy también reflexionaba sobre los cambios en las democracias actuales, y hablaba de las necesidades de ajustes en los cuerpos sociales .
Cuando sucede una mutación, no podemos saber qué producirá. No sabemos. La gran máquina tecnocapitalista continúa. Anteayer, leí que desde el inicio de la pandemia los más altos ingresos en EE.UU. habían aumentado. ¡Más que el año anterior! Así que mientras todos sufren con la pandemia, la riqueza sigue acumulándose. Desde ese punto de vista, podemos decir que no hay mutación. Al mismo tiempo, por suerte, sí hay una mutación en relación general de las sociedades consigo mismas. Las sociedades hoy no están enfermas sólo del virus, sino que adolecen de un desacople social. Claramente la democracia está ligada a la mutación occidental. Porque la democracia griega es la respuesta a la desaparición de todo orden mítico-divino.
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En ese mismo texto que constituye su última publicación, Nancy también señaló que la pandemia de alguna forma vino a exigir la reformulación de ciertas temáticas, como lo divino o lo político.
El virus atestigua la ausencia de lo divino, puesto que conocemos su complexión biológica. Descubrimos incluso hasta qué punto lo viviente es más complejo y menos comprensible de como lo representábamos. Hasta qué punto también el ejercicio del poder político —el de un pueblo, el de una supuesta “comunidad”, por ejemplo ‘europea’, o el de regímenes violentos— es otra forma de complejidad también ella menos comprensible de lo que parece. Comprendemos mejor hasta qué punto el término ‘biopolítica’ es irrisorio en estas condiciones: la vida y la política nos desafían juntos. Nuestro saber científico nos expone a no ser tributarios más que de nuestro propio poder técnico, pero no hay tecnicidad lisa y llana, porque el saber mismo implica sus incertidumbres. Como el poder técnico no es unívoco, cuánto menos puede serlo un poder político que supuestamente responde a la vez a datos objetivos y a expectativas legítimas.
Junto a otros grandes pensadores como Giorgio Agamben, Nancy puso sobre la mesa el debate alrededor de los efectos generados por la pandemia, así como sobre el manejo que han tenido las autoridades internacionales alrededor del manejo del nuevo virus y la búsqueda de la vacuna.
Es posible que el síntoma requiera actuar sobre la patología profunda y que debamos ponernos en búsqueda de una vacuna contra el éxito y la dominación de la autodestrucción. También es posible que a este síntoma le sucedan otros hasta la inflamación y extinción de los órganos vitales. Esto significaría que la vida humana, como toda vida, llega a su término.
Quizás una de las más importantes reflexiones del ensayo sea que el virus ha reflejado nuestras fortalezas y debilidades como especie. Sin embargo, afirma que la pandemia será transitoria y que hace parte de una crisis mayor en la que urge cuestionar el concepto de "progreso" y "civilización".
El coronavirus como pandemia es en verdad, desde todo punto de vista, un producto de la mundialización. Especifica sus rasgos y sus tendencias, es un librecambista activo, belicoso y eficaz. Toma parte en el gran proceso por el cual una cultura se deshace mientras se afirma lo que no es tanto una cultura como una mecánica de fuerzas intrincadamente técnicas, económicas, dominadoras y, llegado el caso, fisiológicas o físicas (pensemos en el petróleo, en el átomo). No basta con erradicar un virus. Si el dominio técnico y político resulta como su propia finalidad no hará del mundo más que un campo de fuerzas cada vez más tensas unas contra otras, despojadas en adelante de todas las coartadas civilizadoras que antaño habían operado.
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Finalmente, Nancy retoma algunos conceptos de la filosofía nietzscheana como aquello que es demasiado humano y que se opone a lo sobrehumano, al concepto del "superhombre" del siglo XXI.
La brutalidad contagiosa del virus se propaga en una brutalidad de gestión. Ya estamos ante la necesidad de seleccionar quiénes van a ser admitidos a los cuidados. No hay aquí ningún cálculo solapado de no se sabe qué conspiradores maquiavélicos. Las pandemias de antaño podían ser consideradas como castigos divinos, así como la enfermedad en general durante largo tiempo fue exógena al cuerpo social. Hoy, la mayor parte de las enfermedades es endógena, producida por nuestras condiciones de vida, de alimentación y de intoxicación. Lo que era divino se ha vuelto humano, demasiado humano, como dice Nietzsche.