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Fragmento de "Una habitación propia" de Virginia Woolf

¿Por qué las mujeres necesitan una habitación propia para escribir? En este ensayo fundamental, Virginia Woolf reflexiona sobre las barreras que históricamente han impedido la creación literaria femenina y plantea una idea revolucionaria: sin independencia económica y un espacio propio, la voz de las mujeres queda silenciada. Publicamos aquí un fragmento de "Una habitación propia" (1929), un texto que sigue siendo tan vigente como necesario.

Quizás estén pensando: «Nosotras le pedimos que hablara sobre las mujeres y la ficción; ¿qué tiene que ver eso con una habitación propia?». Intentaré explicarme. Cuando me pidieron que hablara sobre las mujeres y la ficción, me senté a la orilla de un río y empecé a reflexionar sobre el significado de esas palabras. Podrían ser sencillamente unos comentarios sobre Fanny Burney; unos más sobre Jane Austen; un homenaje a las hermanas Brontë y un boceto de su casa parroquial bajo la nieve en Haworth; algunas ocurrencias, si fuera posible, sobre Mary Russell Mitford; una alusión respetuosa a George Eliot y una mención a Elizabeth Gaskell. Eso habría bastado. Sin embargo, algo me decía que esas palabras no eran tan simples. El tema de las mujeres y la ficción podría significar —y tal vez así quisieron dármelo a entender— las mujeres y su forma de ser; o las mujeres y la ficción que escriben; o las mujeres y la ficción que se escribe sobre ellas; o, de cierta manera, una relación indisoluble entre estos tres enfoques y quieren que así los aborde, pero —cuando empecé a considerar el tema de este último modo, que me parecía el más interesante— pronto me di cuenta de que tenía un gran inconveniente: no podría nunca llegar a una conclusión. No podría nunca cumplir con lo que desde mi punto de vista es la tarea principal de una oradora: darles, después de un discurso de una hora, un grano de pura verdad para que lo envuelvan en las hojas de sus libretas y lo conserven por siempre en la repisa de la chimenea. Lo único que podría hacer sería darles mi opinión sobre un asunto menor: una mujer debe tener dinero y una habitación propia si va a dedicarse a escribir ficción, lo cual, como podrán darse cuenta, deja sin resolver el asunto de la verdadera naturaleza de la mujer y la verdadera naturaleza de la ficción. He eludido, pues, el deber de llegar a una conclusión sobre estos dos temas; a mi parecer, las mujeres y la ficción siguen siendo cuestiones no resueltas. Entonces para compensarlas voy a hacer lo posible por mostrarles cómo me formé esta opinión sobre la habitación y el dinero. Voy a desenrollar para ustedes, lo más completa y libremente posible, el hilo que me condujo a ese pensamiento. Quizás si develo las ideas y los prejuicios que hay detrás de esa afirmación, se darán cuenta de que tienen algo de relación con las mujeres y la ficción. En todo caso, cuando un tema es controversial —y cualquier asunto sobre el sexo lo es—, no se puede pretender tener la razón; tan solo se puede mostrar cómo se llegó a la opinión que se tiene y brindarle al público la oportunidad de que saque sus propias conclusiones sin que ignore las limitaciones, los prejuicios y las idiosincrasias de la oradora. En este caso, es probable que la ficción contenga más verdad que la realidad. Por eso les propongo, aprovechando todas las libertades y licencias que tiene una novelista, contarles la historia de los dos días que precedieron a esta visita: cómo, agobiada por el peso del tema que me pusieron sobre los hombros, lo analicé con cuidado y lo entrelacé con mi vida cotidiana. Sobra decir que lo que voy a describir no existe: Oxbridge es un invento, lo mismo que Fernham. Hablo en primera persona simplemente porque es práctico para referirme a alguien que no existe en realidad. En medio de las mentiras que pronunciarán mis labios, tal vez haya algo de verdad; les corresponde a ustedes encontrar esa verdad y decidir si vale la pena conservar algo de ella. De lo contrario, pueden, por supuesto, tirar todo esto a la basura y olvidarlo.

Estaba yo (llámenme, Mary Beton, Mary Seton, Mary Carmichael o por el nombre que prefieran; no es importante) sentada a la orilla de un río hace una o dos semanas disfrutando el agradable clima de octubre, perdida en mis pensamientos. Esa cadena de la que les he hablado, las mujeres y la ficción, la necesidad de llegar a alguna conclusión sobre un tema que suscita todo tipo de prejuicios y pasiones, me doblegaba hasta el suelo. A derecha e izquierda, algunos arbustos dorados y carmesíes refulgían y hasta parecían arder como el fuego. En la otra orilla, los sauces, con su larga melena, dejaban oír su perpetuo lamento. El río reflejaba a su antojo partes de cielo, de puente, de árbol ardiente, y después de que el universitario atravesara esos reflejos con su bote de remos, estos se reconstruían como si nunca hubiera pasado nada. Allá una podría pasarse el día y la noche sumida en sus pensamientos. El pensamiento —para llamarlo con un nombre más digno del que merecía— había dejado caer su sedal a la corriente. Iba minuto a minuto de aquí para allá entre los reflejos y la hierba, flotando y dejándose hundir por el agua, hasta que sentí el suave tirón de una idea que de repente se enmarañaba al extremo del sedal. Entonces la halé con cautela y la examiné con cuidado. Ahí tirada en la hierba, qué pequeña e insignificante era esa idea mía: un pececito que algún pescador bondadoso devuelve al agua para que crezca y algún día valga la pena freírlo y comérselo. No las voy a importunar ahora con esa idea, aunque si se fijan bien, es posible que la descubran ustedes mismas en el transcurso de mi exposición. Sin embargo, sin importar qué tan pequeña fuera, tenía las propiedades misteriosas de su clase. De nuevo en la mente, se tornó fascinante e interesante y a medida que saltaba, se sumergía y aparecía por aquí y por allá, propició tal agitación y tal tumulto de ideas que fue imposible quedarme quieta. Así fue como terminé caminando deprisa por un terreno cubierto de hierba. Al instante, la figura de un hombre se puso de pie para interceptarme. Al principio, no me di cuenta de que los gestos de un objeto de apariencia extraña —con chaqué y camisa de etiqueta y cuyo rostro expresaba horror e indignación— estuvieran dirigidos a mí. Me valí más del instinto que de la razón: él era bedel; yo, una mujer. Aquí estaba el césped; allá, el sendero. Solamente a los profesores y estudiantes se les permitía permanecer aquí; el camino de gravilla era mi lugar. Tales pensamientos fueron obra de un momento. Cuando retomé el sendero, el bedel bajó los brazos y su rostro recuperó el sosiego habitual. Aunque es mejor caminar por el césped que por la gravilla, el daño no era significativo. De lo único que podría acusar a los profesores y estudiantes de la facultad (cualquiera que sea) es de haber ahuyentado mi pececito por querer proteger el engramado que han pisado durante trescientos años.

Ya no podía recordar la idea que me había llevado a invadir tan descaradamente aquella propiedad privada. El espíritu de la paz descendía como una nube del cielo, porque si el espíritu de la paz mora en alguna parte es en las plazoletas y los patios de Oxbridge en una agradable mañana de octubre. Al caminar por esos edificios universitarios y atravesar aquellos corredores antiguos, la aspereza del presente parecía suavizarse. El cuerpo parecía estar protegido por una milagrosa vitrina de cristal a través de la cual no penetraba el sonido, y la mente, liberada de cualquier contacto con la realidad (a menos que una volviera a invadir el césped), tenía la libertad de detenerse en cualquier reflexión que armonizara con el momento. Por casualidad, un recuerdo aislado de un antiguo ensayo sobre una visita a Oxbridge en unas vacaciones de verano me hizo pensar en Charles Lamb —o «Saint Charles» como dijo Thackeray, llevándose a la frente una carta de Lamb—. Efectivamente, entre todos los muertos (les cuento mis pensamientos como se me vinieron a la cabeza), Lamb es uno de los más simpáticos, uno a quien me habría gustado preguntarle cómo escribió sus ensayos. Es que sus ensayos son superiores incluso a los de Max Beerbohm —pensé— con toda su perfección, gracias a ese destello salvaje de imaginación, esa grieta luminosa de genialidad que los deja deformados e imperfectos, pero estrellados de poesía. Lamb debió haber llegado a Oxbridge hace unos cien años. Desde luego, escribió un ensayo, cuyo nombre se me escapa, sobre el manuscrito de uno de los poemas de Milton —Lycidas tal vez— que encontró aquí. Lamb describió cómo lo impactó pensar en la posibilidad de que cualquier palabra en Lycidas pudo haber sido diferente de lo que terminó siendo. Pensar que Milton cambiara las palabras de ese poema le parecía una especie de sacrilegio. Esto me llevó a recordar lo que pudiera de Lycidas y a divertirme adivinando cuál palabra pudo haber sido la que Milton había cambiado y por qué. Luego se me ocurrió que el mismo manuscrito que Lamb había visto estaba a tan solo unos cien metros, de manera que podía seguir sus pasos a través del patio y llegar a esa famosa biblioteca que albergaba el tesoro. Además —recordé, cuando emprendía mi camino—, es en esta famosa biblioteca que también se preserva el manuscrito de La historia de Henry Esmond de Thackeray. Los críticos suelen decir que esta es la novela más perfecta de Thackeray. Sin embargo, la artificialidad de su estilo, que imita el del siglo dieciocho, dificulta la lectura, según recuerdo, a menos que en efecto el estilo del siglo dieciocho fuera natural para Thackeray, lo cual podría comprobarse observando el manuscrito para ver si las modificaciones se hicieron a favor del estilo o del sentido, pero entonces se tendría que definir qué es estilo y qué es significado, una cuestión que… En este punto, ya estaba a la entrada de la biblioteca. Debí haber abierto la puerta porque de inmediato apareció, impidiéndome el paso, como un ángel guardián batiendo una toga negra en vez de unas alas blancas, un caballero canoso, apacible, aunque disgustado, quien se disculpaba en voz baja y me hacía retroceder porque las mujeres solo podían ingresar a la biblioteca si iban acompañadas de un profesor de la facultad o provistas de una carta de recomendación.

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Que una mujer haya maldecido una famosa biblioteca es un asunto totalmente indiferente para tal biblioteca. Venerable y apacible, con todos sus tesoros a salvo en su seno, duerme con complacencia y, por lo que a mí respecta, seguirá durmiendo siempre. Nunca despertaré esos ecos, nunca solicitaré esa hospitalidad de nuevo —juraba, indignada, mientras bajaba las escaleras—. Todavía faltaba una hora para el almuerzo. ¿Qué debía hacer? ¿Pasearme por la pradera? ¿Sentarme a la orilla del río? Sin duda, era una encantadora mañana otoñal; las hojas rojas se balanceaban al caer. Habría sido agradable hacer cualquiera de las dos, pero me llegó la música a los oídos. Se estaba llevando a cabo alguna ceremonia o celebración. El órgano se lamentaba magníficamente cuando pasé por la puerta de la capilla. Incluso la gran tristeza del cristianismo se escuchaba, en ese aire sereno, más como un recuerdo que como la tristeza misma; hasta los quejidos de ese órgano antiguo parecían impregnados de paz. No deseaba entrar, así tuviera el derecho; es posible que esta vez el bedel me detuviera para pedirme tal vez mi partida de bautismo o una carta de recomendación del decano. Eso sí, el exterior de estos magníficos edificios suele ser tan bello como el interior. También era bastante divertido ver la congregación reunida, entrando, saliendo, apretujada en la puerta de la capilla como abejas a la entrada del panal. Muchos vestían toga y birrete; algunos llevaban estolas de piel sobre los hombros; unos iban empujados en sillas de ruedas; otros, aunque no pasaban la mediana edad, parecían figuras arrugadas y aplastadas bastante singulares, como langostas y cangrejos gigantes que se arrastran con dificultad por la arena de un acuario. En efecto, recostada contra la pared, me pareció que la universidad es un santuario de bichos raros que pronto se extinguirían si se les dejara en medio de la calle Strand para que lucharan por su supervivencia. Se me venían a la cabeza antiguas historias de viejos decanos y catedráticos (decían que, tan pronto escuchaba un silbido, el viejo profesor *** corría desbocado), pero la venerable congregación se había entrado antes de que yo reuniera la valentía para silbar. Quedaba el exterior de la capilla. Como saben, sus altos domos y pináculos pueden verse —como un velero que siempre navega, pero nunca llega— iluminados de noche, a kilómetros de distancia, a través de las colinas. Podríamos suponer que hace tiempo esta plazoleta, con su césped al ras, sus construcciones descomunales y la capilla misma habían sido un pantano, donde prosperaba la maleza y se revolcaban los cerdos. Con seguridad, manadas de caballos y bueyes —pensé— arrastraron la piedra en carretas desde condados lejanos; luego, trabajadores incansables estabilizaron en orden, uno encima del otro, los bloques grises que me servían ahora de sombra; después, los artistas trajeron sus vidrios pintados para las ventanas y, finalmente, los albañiles construyeron el techo con estuco y cemento, espátula y palustre durante siglos. Todos los sábados, alguien debió haber derramado oro y plata de una bolsa de cuero en sus antiguas manos porque lo más seguro es que en la noche iban a tomar cerveza y jugar bolos. Un torrente interminable de oro y plata —pensé— debió haber manado perpetuamente en esta zona para seguir trayendo la piedra y pagarles a los albañiles para que nivelaran, zanjaran, cavaran y drenaran. En ese entonces estaban en la edad de la fe; el dinero se gastaba con generosidad para construir bien los cimientos de estos muros de piedra. Cuando se levantaron los muros, reyes, reinas y grandes nobles hacían llover todavía más dinero de sus arcas para garantizar que aquí se cantaran himnos y eruditos vinieran a enseñar; se donaban tierras y se pagaban diezmos. Cuando terminó la edad de la fe y empezó la edad de la razón, seguía fluyendo el mismo caudal de oro y plata; se otorgaron becas y se patrocinaron cátedras, solo que el oro y la plata no brotaban ahora de las arcas reales sino de los cofres de comerciantes y productores, de las bolsas de hombres que habían amasado, digamos, una fortuna gracias a la industria, y devolvían, según sus testamentos, una parte cuantiosa de ella para financiar más cupos, más cátedras y más fundaciones en la universidad donde habían aprendido su oficio. De ahí surgían las bibliotecas y los laboratorios, los observatorios, los espléndidos equipos de costosos y delicados instrumentos que ahora se ponen en estantes de vidrio, donde siglos atrás prosperaba la maleza y se revolcaban los cerdos. Sin duda —cavilaba mientras me paseaba por la plazoleta—, los cimientos de oro y plata parecían bien profundos y el pavimento se extendía firme sobre la maleza. Hombres con bandejas sobre la cabeza iban afanados de escalera en escalera. En las ventanas había materas donde se abrían flores llamativas. En los salones resonaban los acordes del gramófono. Era imposible no reflexionar… Sin embargo, toda reflexión quedó interrumpida por el sonido del reloj; era la hora del almuerzo. Es curioso que los novelistas tengan la costumbre de hacernos creer que los almuerzos son siempre memorables por algo muy ingenioso que dijeron o algo muy sabio que hicieron, pero rara vez describen lo que comieron. Es parte de la tradición literaria no mencionar la sopa, el salmón y el pavo, como si la sopa, el salmón y el pavo no tuvieran ninguna importancia, como si nadie nunca se fumara un cigarrillo o se tomara una copa de vino. Sin embargo, yo me tomaré la libertad de contarles que en esta ocasión el almuerzo empezó con lenguado, servido en plato hondo, bañado, a elección del cocinero de la facultad, en una blanquísima crema, salvo por el toque de pintas cafés aquí y allá como las de los costados de una cierva. Después, llegaron las perdices, pero si se imaginan un plato con un par de pájaros marrones pelados, están equivocadas. Las perdices, muchas y variadas, iban acompañadas de todo un séquito de salsas y ensaladas, picantes y dulces, cada una en su orden; las papas, delgadas como monedas, pero no muy duras; las coles de Bruselas, frondosas como capullos de rosas, pero más suculentas. En cuanto nos hartamos del asado y su comitiva, el mesero, silencioso — quien quizás era el mismo bedel mostrándose más apacible—, puso ante nosotros, adornado en servilletas, un postre, todo azúcar, que surgía de las olas; llamarlo pudín y así asociarlo con arroz o tapioca sería un insulto. Mientras tanto, las copas de vino habían adoptado tonalidades amarillas y carmesíes; se habían vaciado; se habían vuelto a llenar. Así, poco a poco, se había iluminado —en el centro de la columna vertebral, que es la sede del alma— no esa difícil lucecita eléctrica que llamamos brillantez, que se prende y se apaga en nuestros labios, sino el más profundo, sutil y subterráneo resplandor que es la rica llama amarilla de la interacción racional. No hay necesidad de apurarse ni de brillar ni de ser más que uno mismo. Todos vamos al cielo y Antón van Dick nos acompaña. En otras palabras, qué buena parecía la vida, qué dulces sus recompensas, qué trivial este resentimiento o aquel agravio, qué admirable la amistad y la compañía de los nuestros, cuando, mientras encendemos un buen cigarrillo, nos hundimos entre los cojines de un mueble al lado de la ventana.

Si por casualidad hubiera tenido a la mano un cenicero; si a falta de él no hubiera tenido que sacudir la ceniza por la ventana; si las cosas hubieran sido un poco diferentes de como terminaron siendo, me imagino que no habría visto yo un gato sin cola. La visión de ese animal abrupto y truncado caminando sin hacer ruido por el patio me cambió, por un golpe de suerte de la inteligencia subconsciente, la luz emocional. Fue como si alguien hubiera dejado caer una sombra. Quizás el excelente vino del Rin iba perdiendo su efecto. Desde luego, cuando observaba el gato manx detenerse en medio del pasto como si también cuestionara el universo, parecía que algo faltara; parecía que algo era diferente, pero ¿qué faltaba o qué había cambiado? —me preguntaba, mientras escuchaba la conversación—. Para responder a esa pregunta, tuve que pensarme fuera del salón, retroceder en el pasado, incluso antes de la guerra, e imaginarme la dinámica de otro almuerzo organizado en salones no muy distantes de estos, pero diferentes. Todo era diferente. Los invitados, que eran muchos, jóvenes y de ambos sexos, continuaban mientras tanto la conversación, la cual transcurría de mil maravillas, plácida, libre y entretenidamente. A medida que la charla avanzaba, la contrasté con el trasfondo de esa otra conversación, y al compararlas tuve la certeza de que una era la descendiente, la legítima heredera de la otra. Nada había cambiado, nada era diferente, salvo que… Aquí escuché con atención no todo lo que decían, pero sí el murmullo o la corriente que había detrás. Sí, era eso, ese era el cambio. Antes de la guerra, en un almuerzo como este, la gente habría dicho exactamente las mismas cosas, pero el sonido habría sido diferente porque en ese entonces lo acompañaba una especie de tarareo, no articulado sino musical, emocionante, que cambiaba el valor de las palabras. ¿Se podría traducir ese tarareo en palabras? ¿Se podría, acaso, con la ayuda de los poetas? Abrí un libro que estaba a mi lado y me encontré, por pura casualidad, con Alfred Tennyson, quien cantaba lo siguiente:

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Cayó una lágrima espléndida de la pasionaria que adorna la reja.
Ya viene ella, paloma mía, amada mía;
ya viene ella, destino mío, vida mía.
Ya se acerca, ya se acerca —llora la rosa roja. Viene tarde —se lamenta la rosa blanca.
Atenta estoy —dice la espuela de caballero. La espero —susurra el lirio.

¿Era eso lo que los hombres tarareaban en los almuerzos antes de la guerra? ¿Y las mujeres?

Mi corazón es como un pájaro cantor que anida en un retoño recién regado.
Mi corazón es como un manzano de gruesos frutos que arquean las ramas.
Mi corazón es como una concha irisada que chapotea en un mar calmo.
Más alegre que todos está mi corazón porque ha llegado mi amor.

¿Era eso lo que las mujeres tarareaban en los almuerzos antes de la guerra?
Era tan ridículo imaginarse a las personas tarareando eso, incluso en un susurro, en los almuerzos antes de la guerra que estallé de la risa y tuve que justificarla señalando el gato manx, que sí se veía un poco absurdo, pobre animal, sin cola, en medio del pasto. ¿Sí había nacido así o había perdido su cola en un accidente? El gato descolado, aunque se dice que existen algunos en la Isla de Man, es más escaso de lo que se cree. Es un animal raro, pintoresco más que bello. Es curioso cómo cambian las cosas por una cola… Ya saben; es el tipo de cosas que una dice cuando se termina un almuerzo y la gente empieza a buscar sus abrigos y sombreros.
Este almuerzo, gracias a la hospitalidad del anfitrión, había durado hasta bien entrada la tarde. El hermoso día de octubre se desvanecía; caminaba por la avenida y caían las hojas de los árboles. Con suave contundencia, las puertas, una tras otra, parecían cerrarse detrás de mí. En cerraduras bien aceitadas, incontables bedeles encajaban una cantidad innumerable de llaves; estaban asegurando la casa del tesoro por otra noche. Después de la avenida, se sale a una carretera (se me olvida el nombre) que, siempre y cuando se gire hacia el lado correcto, conduce hasta Fernham. Aunque había suficiente tiempo. La cena allí apenas se servía a las siete y media y casi que ni necesitaba cenar después de semejante almuerzo. Es extraño cómo un fragmento de poesía se nos queda en la mente y nos hace avanzar a su ritmo por el camino. Esas palabras, Cayó una lágrima espléndida de la pasionaria que adorna la reja. Ya viene ella, paloma mía, amada mía […], bailaban en mis venas mientras caminaba de prisa hacia Headingley; luego, cerca de una presa que agitaba las aguas, cambié de ritmo y canté: Mi corazón es como un pájaro cantor que anida en un retoño recién regado. Mi corazón es como un manzano […] ¡Qué poetas! —exclamé, como se exclama al anochecer— ¡qué poetas eran! En una especie de celos, supongo, por nuestra propia época —si bien estas comparaciones son tontas y absurdas—, me pregunté si honestamente se podrían nombrar dos poetas que sean hoy tan grandes como Tennyson y Christina Rossetti lo fueron entonces. Por supuesto que es imposible compararlos —pensé, mientras miraba esas aguas espumosas—. El motivo preciso por el que esa poesía provoca tal abandono, tal éxtasis, es que celebra algún sentimiento que solíamos tener (en almuerzos antes de la guerra tal vez), de manera que respondemos con facilidad y familiaridad sin tener que verificar el sentimiento o compararlo con alguno que tengamos ahora. Por el contrario, los poetas vivos expresan un sentimiento que en realidad se está fabricando y arrancando de nosotros en el momento. De entrada, no lo reconocemos; por algún motivo, le tememos con frecuencia; lo observamos con interés y lo comparamos celosa y sospechosamente con el viejo sentimiento que conocíamos. Ahí radica la dificultad de la poesía moderna, y es por esa dificultad que una no logra recordar más de dos líneas consecutivas de ningún buen poeta moderno.

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