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"En la misma ciudad y con la misma gente", la entrevista de Elena Poniatowska a Juan Gabriel

El sello Seix Barral, de la editorial Planeta, acaba de publicar "Palabras cruzadas", parte de la Biblioteca de Elena Poniatowska donde se reúnen 35 entrevistas que realizó la escritora y que la convirtieron en una de las periodistas más destacadas de su tiempo. En este fragmento compartimos la conversación que tuvo con el el artista Juan Gabriel quien accedió a conversar con ella gracias a la intermediación del escritor y periodista Carlos Monsiváis.

Juan Gabriel
A la izquierda la portada de "Palabras cruzadas", del sello Seix Barral, de la editorial Planeta. En ella puede verse una fotografía de Lourdes Grobet titulada "El Santo / claqueta" y a la derecha el artista Juan Gabriel abrazando a Elena Poniatowska; la fotografía fue realizada por Felipe Haro y publicada en el tomo cuatro del libro "Todo México", de Editorial Diana.

La carretera a Toluca es inmensamente ancha. Luego de casi una hora de trayecto, llegamos al Club de Golf Los Encinos, un fraccionamiento nuevo a todo lujo situado en una colina de horizontes arbolados. En la entrada nos detiene un miembro de la policía montada de Canadá: sombrero de fieltro, casaca roja, botas y pantalón de montar.

—¿A dónde van?
—¡Con Juanga! — grito desde el asiento de atrás y el caballo del polícia relincha espantado ante mi discreto tono de voz.
—¿Cómo se llaman?
—De parte de Carlos Monsiváis.
—¡Pasen ustedes!

Monsiváis, en efecto, va al frente de la caravana de la que también forman parte Alejandro Brito y mi hija Paula.

Todavía no puedo creer que al fin Monsi haya accedido a pedirle a su amigo Juan Gabriel una cita para mí, luego de cuatro años de súplicas: «No le gustan las entrevistas, entiende por favor, Elena».

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El Volkswagen de Alejandro se hace más chiquito a medida que las residencias se agigantan. Monsiváis, como es su costumbre, dirige aunque él nunca aprendió a manejar: «A la derecha, vuelta, quebrándose, quebrándose...». Voy preparada para ver una horripilancia suntuosa con escalera cinematográfica y cascada de horrores como suelen ser las mansiones de los artistas.

—Aquí es —gruñe Monsiváis.

A la vista se ofrece todo lo contrario de lo que esperada encontrar: una casa de muy buen gusto, de estilo mexicano ("Todas mis casas son mexicanas", habrá de aclarar más tarde Juan Gabriel), muebles coloniales, una alacena maravillosa, talavera poblana, cuadros de Julia López, una jaula de madera tallada proveniente de Michoacán.

A ver, ¿qué me quiere preguntar, madrecita?

Juan Gabriel aparece en shorts de cuadritos y camisa también de cuadritos pero más grandecitos. «Señora», me dice muy cortés en la presentación pero luego entra en confianza y comienza a llamarme «madre». (Házmela buena, hijito, si quieres te adopto para que me traigas a vivir aquí y de paso me compongas una canción.)

A Monsiváis le dice «padrecito». A Alejandro y a Paula ni los fuma. Bueno, a Alejandro un poco más porque lo ha visto varias veces. La casa es tan acogedora, cada objeto es tan bonito, que yo ya me quiero quedar aquí toda mi vida.

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«No la agarres de lote baldío», me advierte Paula. Además nos trata de lo mejor, nos ofrece café, refrescos, «lo que ustedes quieran». Juan Gabriel dice: «Me muero de hambre», y se come un plátano.

—¿Gusta usted, madre?
—Ahorita no, gracias.
—¿Dónde estaremos más cómodos?

Nos instalamos en la mesa del comedor: Juan Gabriel en la cabecera; Monsiváis frente a mí para estarme checando, y Paula y Alejandro en la otra cabecera. Ellos esperan el termino de la entrevista para tomarle fotografías, «Me baño, me cambio, y entonces hacemos las fotos», ha prometido. Tengo mucho miedo de hacer la entrevista frente al Monsi, que no deja de verme con ojos de «cállate».

—A ver, ¿qué me quiere peguntar, madrecita? Porque yo tengo muchas cosas que decirle, ¿eh?
—Antes le quiero agradecer la entrevista porque me dijo Carlos que usted casi nunca las da.
—A Carlos lo que me pida. No puedo negarle nada por el amor y la admiración que yo le tengo a este hombre, sin dejar de saber que usted tiene sus propios méritos.
—¿Y cuáles son esas muchas cosas que tiene que decirme?
—Bueno, muchas cosas siempre y cuando me motive con sus preguntas. Tengo muchas cosas por hacer y me gusta más hacerlas que decirlas. Lo que más me gusta a mí en la vida es superarme. Creo que haber tenido la oportunidad de nacer, es un gran triunfo que no cualquiera ha conseguido, dado que son grandes cantidades de espermatozoides y solamente uno llega. De allí en adelante creo que tiene uno la obligación de ser cada día mejor como ser humano.

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Mi grabadora comienza a fallar inexplicablemente. ¡Justo hoy, en que la bondad de Monsiváis me ha permitido estar frente a Juan Gabriel! Cuando me percato, aterrada, de que se ha detenido, la hago funcionar como se hacía antes con los televisores de bulbos: a manotazos.

—Perdón, Juan Gabriel. Prosiga.

Yo siempre he dicho que a los hijos no se los debe internar

En este momento él me hablaba de su infancia, de la tristeza vivida entre los doce y los catorce años en un internado al que su mamá, por tener que trabajar muy duro como empleada doméstica, se vio obligada a llevarlo.

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—Mi mamá me visitaba, claro que sí, pero las visitas en ese tiempo para mí no eran muy importantes porque yo lo que quería era estar con mi familia.

¿Cómo era su vida afectiva niel internado? ¿Había niños o maestros a los que usted quisiera especialmente?

—Sí. La tristeza era no estar con mi familia, con mi mamá, pero dentro de lo que es un internado, todo era muy bonito. Yo siempre he dicho que a los hijos NO se los debe internar, que lo primero que se les debe dar es amor, amor, porque con amor crecen muy bonitos y si a esto se le agrega pa alimentación sana, muchísimo más todavía. Pero volviendo al internado, eran cuatro patios; el primero era para niños que, como yo, no podían estar con su mamá porque estaba trabajando y tal, y niños que eran inquietos, que eran incorregibles, pero siempre muy chiquitos, ¿qué será?, de los doce años para abajo. Había otro patio de este lado que era como un tribunal para menores. Eso era lo malo, que estábamos revueltos, y en aquel tiempo la mayoría de edad era a los veintiún años. Otro patio era de mujeres y de costura y de esas cosas de ellas, y el cuarto patio era de talleres, donde nosotros estudiábamos hojalatería, carpintería, talabartería, todo eso. Ahí es donde yo de chiquito conocí a un señor que se llamó Juan, ya murió, y el fue quien me enseñó a trabajar la hojalatería. Por él fue que me puse yo Juan, y Gabriel por mi papá. Cuando cumplí catorce años me salí del internado, porque yo ya alcanzaba todo y me escapé.

—¿Ah, sí? ¿Solito se escapó?
—Sí, y me fui no tanto porque quisiera irme con mi familia, con mi mamá; ya me había acostumbrado yo creo, lo digo ahora de mayor porque ¿cómo no me escapé antes, si yo era el que salía a tirar la basura? Siempre volvía. Pero cuando vi que se iban tantos amigos, eso sí me dolía, y por eso un día también yo me quise ir.
—¿Se escapaban también?
—No, ya iban por ellos sus papás. Algunos sí se escapaban, pero por otras razones, eran más listos. Yo estaba muy chiquito, pero entonces aprendí que uno se podía escapar. Me fui con mi mamá, pero no pude estar con ella porque ya vivía con otro señor. ¡Cosas de la niñez! En aquel tiempo a los catorce años se pensaba como hoy un niño de diez. Entonces me acostumbré a estar solo, y empecé a trabajar cantando.

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Yo respeto todas las creencias religiosas

—¿En el coro de la iglesia?
—No, en el internado nunca tuvimos educación cristiana. Ahí, por ejemplo, si iban los católicos a regalarnos juguetes, todos éramos católicos.
—¿Y si iban los protestantes?
—Si iban los protestantes, pues todos éramos protestantes, por la cuestión de que cuando uno está niño no sabe mucho de eso, y más si no tiene en su casa una educación cristiana. Entonces cuando iban los pentecostales y nos daban juguetes, regalos, dulces, comida, zapatos, nos afiliábamos rapidito como esos animales que cambian de piel: los camaleones, creo. La señora Micaela, que todavía vive, era como la directora, y nunca fue creyente. No nos dieron doctrina ni nada de eso. Entonces yo aprendí a creer en mí, más que nada, más que creer por ejemplo en Jehová, en Jesús, en Mahoma, en Buda o en Zaratustra.
—¿Y en la Virgen? Porque recuerdo que muchos consideraron ofensiva la canción que dedicó a María Félix, «María de todas las Marías», porque decía usted que la Doña se parecía a la madre de Dios.
—Pues quiero decirle que yo respeto las creencias y que he aprendido a amar a la gente con ellas, con las creencias que tenga, y para mí mis amigos, por ejemplo, no tienen errores.
—¿Carlos no tiene errores?

En este momento advierto en los oíos de Monsiváis un fulgor asesino.

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—Si es mi amigo, pues no. Se ha dado el caso de que mis mismos amigos hablan mal de otros que también son mis amigos, y yo les digo eso: mis amigos no tienen errores. Ahora, volviendo a la cuestión de la Virgen Maria, yo no lo hice con el afán de molestar absolutamente a nadie, yo lo hice porque considero que es una muer muy bonita y cual. quiera que quiera mucho a su mamá pues la compara con la Virgen María. Yo por ejemplo, mire, cuando estoy angustiado o tengo problemas a quien invoco es a mi mamá. porque para mí es lo más importante, y yo estoy seguro de que, aunque no estuvimos juntos, ella de algún modo se arrepintió y me lo dio a entender a través del tiempo y además siempre con sus caricias, después con sus palabras, con sus actitudes, sus hechos, sin decirme «Ay, Alberto, perdóname por no haber pensado las cosas y haberte internado ahí y que hayas carecido de mí». Cuando ella se volvió mayor, que tenía cincuenta y cinco o sesenta años va era otra cosa, éramos más amigos y fíjese, con decirle que yo tuve que perdonarle el haberme dejado así solito. Entonces yo me enseñé también a adorar mucho a mi madre y a tomar conciencia por lo mismo que le dije, porque yo nunca quise ser una mala persona, aunque tenía todo para serlo. Soy una persona agradecida

—Y, ¿cómo se llamaba su mamá?
—Victoria Valadez. Por eso también digo que a mí no me podía haber ido mal en la vida, porque nací de una victoria.

Ríe.
Monsiváis le pregunta:

—¿Cómo ves que la canción «Amor eterno» se haya convertido en un himno?
—Pues mira, las cosas que salen del corazón y que tocan otros corazones, pues se tienen que convertir en éxitos...

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Ahorita me baño, papá, para las fotos, te lo prometo -se interrumpe para mirar a Alejandro Brito.

—¡Pero si está muy guapo así! —le digo y él ignora mi halago. Sigue hablando con Monsiváis:
—Entonces, al decir yo «tan bonita que hasta te pareces a la madre de Dios», pues lo vuelvo a repetir: esas palabras se las hubiera dicho su hijo. Yo de ninguna manera quise decir que las dos eran tan iguales que no sabía cuál era una y cuál era la otra, pero lo veo del punto de vista del hijo, y le tengo mucha admiración y respeto a la señora, por su belleza.
—¿A María Félix? ¿La quiere mucho?
—Yo la quiero mucho, no he tenido por qué no, porque yo soy una persona agradecida antes que ser artista y le agradezco todos los sentimientos bellos que ha despertado en mi, admirarla en sus películas, y más cuando yo tuve la oportunidad de conocerla. En persona es muy inteligente, y me encanta que aparte de eso tenga belleza, toda esa personalidad, clase, arte: muy bonito. Yo creo que ella es un ejemplo para todas las mujeres mexicanas, jovencitas y no jovencitas, porque ella se ha superado. Es un ejemplo de superación, porque yo creo que abrirse paso en la vida es más fácil para un hombre; para una mujer es difícil...
—¿Siente que vivimos en una época en que a las mujeres todavía les va muy mal, que es mejor nacer hombre que mujer?
—Pues mire, yo creo que es una bendición nacer mujer porque dan la vida, y si las mujeres fueran más capaces cada vez pues procrearían hijos más inteligentes. De ellas depende por la salud: si las mujeres son muy sabias, muy inteligentes, si se preparan, pues su humanidad es a su vez. cada día mejor, pero si las mujeres no comen bien pues no tienen buenos hijos, y si no tienen buenos hijos pues éstos no van a ser buenos padres, y si no son buenos padres no van a ser buenos en nada, ni buenos ciudadanos ni nada. Eso sí creo: de la mujer depende todo. Ella debe estar más capacitada inclusive que un hombre; como todo mundo lo sabe, atrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer.
—¿Usted cree que su éxito depende de su madre, o de alguna mujer?
—Mi éxito depende de un cúmulo de cosas, porque cada persona sembró en mí cosas muy interesantes y cosas muy feas, pero yo escogí las buenas. Y sí, hubo muchas mujeres en mi vida; la primordial es mi madre, la segunda mi hermana, la tercera la profesora Micaela, y más tarde pues mucha gente que conocí también, señoras que me dieron mucho cariño y todavía hasta el día de hoy hay muchas madres que me quieren mucho en la República Mexicana y en muchísimas partes del mundo, que rezan por mí, me dan su bendición, me quieren mucho y yo me siento muy protegido, muy bendecido.
—Bueno, y de la canción esta que le decía Carlos que es un himno de las madres...
—«Amor eterno». Sí, es una canción que yo le escribí a mi mamá y nunca pensé que fuera a ser el éxito que es ahora, porque no iba así directamente como si fuera un chan-taje. Yo hago las cosas no para vender, sino las hago porque yo nací con ese don de escribir, de expresar lo que siento.

El saber es la felicidad

Me conmueve la obsesión de Juan Gabriel por ser una buena persona. No sé cómo se entiende tan bien con Monsiváis, cuya ambición en la vida es ser villano, cosa que muy a su pesar consigue difícilmente aunque a veces triunfe su maldad; sus fechorías acaban en carcajadas y todos festejamos los chistes y las imitaciones que hace a nuestras costillas y supuestamente a nuestras espaldas. Mientras Carlos se frota las manos cada noche diciendo: «¡Qué malo soy, ja, ja, ja, ja!», Juan Gabriel busca debajo de las piedras algún huerfanito de quien hacerse cargo.

A Paula también le impresionó de Juan Gabriel que su meta en la vida sea servir de algo. Yo por mi parte, si fuera el Papa y anduviera en «papamóvil turbo», ya le tendría su altar en la Basílica de San Pedro y habría escrito una oración al milagroso San Juangacito por favor concedido. Después de esta entrevista, cada vez que escucho el nombre de Juan Gabriel agarro mi rosario y le doy duro a las jaculatorias: Torre de marfil, ruega por nosotros./ Arca de la Alianza, componnos una canción. / Casa de Oro, venga a nos tu reino./ Cetro de la Gracia, cántanos alguito./ Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, libra a San Juangacito de las disqueras abusivas y consérvale de planta sus ángeles guardianes especialistas en derechos de autor: Larrea y Sánchez Jasso».

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—¿Usted cree, Juan Gabriel, que el sufrimiento es un maestro mucho más grande que la felicidad?
—Yo creo que el sufrimiento es no saber —responde, con su bien dibujada boca de corazón—, yo creo que el sufrimiento es vivir por conveniencia en la ignorancia. Mire, por ejemplo, yo le digo, si yo creo en Jesús Cristo y le dejo a él toda la responsabilidad, pues me quito de todo y no hago nada frente al «compromiso de ser mejor». Es muy fácil y muy cómodo. Lo más vergonzoso para mí es pedir. Yo lo único que pediría sería sabiduría y con eso saldría adelante.

Yo sé que hay un Dios, dicen que si pides te dará, pero todo en la vida es por merecimiento propio. Yo creo que a Dios le gustaría tener a su gente muy sana, muy capaz, muy divina, y que con sus hechos le dieran las gracias de haber tenido la oportunidad misma de nacer. Así que el sufrimiento para mi es la ignorancia y la felicidad es saber, porque solamente el que sabe más tiene derecho a tener más.