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Cinco poemas de Porfirio Barba Jacob

Los cambios de nombre daban cuenta de la movilidad e impulso de reinvención al que se sintió llamado siempre Barba-Jacob y supo extender esta figura a sus trabajos periodísticos, incluso a aquellos que lo acercaron a campos políticos. Aquí recordamos sus versos.

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Miguel Ángel Osorio Benítez habitó muchas pieles al escribir. Bajo los seudónimos de Porfirio Barba-Jacob y Ricardo Arenales construyó una obra poética que abarca amplios temas encontró en la nostalgia un tono preciso que mutó con cada viaje del escritor.

Los cambios de nombre daban cuenta de la movilidad e impulso de reinvención al que se sintió llamado siempre Barba-Jacob y supo extender esta figura a sus trabajos periodísticos, incluso a aquellos que lo acercaron a campos políticos. Aún en vida del autor, sus poemas fueron publicados en tres antologías y luego de su muerte, amigos de bohemia publicaron una más en 1932.

Sabiduría

Nada a las fuerzas próvidas demando,
pues mi propia virtud he comprendido.
Me basta oír el perennal ruido
que en la concha marina está sonando.
Y un lecho duro y un ensueño blando;
y ante la luz, en vela mi sentido
para advertir la sombra que al olvido
el ser impulsa y no sabemos cuándo.
Fijar las lonas de mi móvil tienda
junto a los calcinados precipicios
de donde un soplo de misterio ascienda;
y al amparo de númenes propicios,
en dilatada soledad tremenda
bruñir mi obra y cultivar mis vicios.

Elegía de un azul imposible

¡Oh sombra vaga, oh sombra de mi primera novia!
Era como el convólvulo "la flor de los crepúsculos",
y era como las teresitas: azul crepuscular.
Nuestro amor semejaba paloma de la aldea,
grato a todos los ojos y a todos familiar.
En aquel pueblo, olían las brisas a azahar.
Aún bañan, como a lampos, mi recuerdo:
su cabellera rubia en el balcón,
su linda hermana Julia,
mi melodía incierta... y un lirio que me dio...
y una noche de lágrimas...
y una noche de estrellas
fulgiendo en esas lágrimas en que moría yo...
Francisco, hermano de ellas, Juan-de-Dios y Ricardo
amaban con mi amor las músicas del río;
las noches blancas, ceñidas de luceros;
las noches negras, negras, ardidas de cocuyos;
el son de las guitarras,
y, entre quimeras blondas, el azahar volando...
Todos teníamos novia
y un lucero en el alba diáfana de las ideas.
La Muerte horrible, ¡un tajo silencioso!
tronchó la espiga en que granaba mi alegría:
¡murió mi madre!... La cabellera rubia de Teresa
me iluminaba el llanto.
Después... la vida... el tiempo... el mundo,
¡y al fin, mi amor desfalleció como un convólvulo!
No ha mucho, una mañana, trajéronme una carta.
¡Era de Juan-de-Dios! Un poco acerba,
ingenua, virilmente resignada:
refería querellas
del pueblo, de mi casa, de un amigo:
«Se casó; ya está viejo y con seis hijos...
La vida es triste y dura; sin embargo,
se va viviendo... Ha muerto mucha gente:
Don David... don Gregorio... Hay un colegio
y hay toda una generación nueva.
Como cuando te fuiste, hace veinte años,
en este pueblo aún huelen las brisas a azahar...»
¡Oh Amor! Tu emblema sea el convólvulo,
la flor de los crepúsculos!

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Nocturno

¡Oh!, ¡que gran corazón el corazón del campo
en esta noche azul y pura y reverente,
todo lleno de amor y de piedad sagrada
y fuerza suficiente!
Yo le escucho latir y comprendo mi vida:
me parece tan clara, tan profunda, tan simple,
y tiene como el mar y el monte puro
su raíz en el tiempo sumergida...
Yo le siento latir, y una onda inefable
y cordial y vital me reconforta,
y no pienso que soy un barro deleznable,
y que la brega es dura y corta.
Toda inquietud es vana; la desazón soporta
-me está diciendo a voces un amigo interior-
El minuto es florido, sonoro y halagüeño,
el corazón del campo te dará su vigor
para entrar en el último sueño...

El espejo

¿Mi nombre? Tengo muchos: canción, locura, anhelo.
¿Mi acción? Vi un ave hender la tarde, hender el cielo...
Busqué su huella y sonreí llorando,
y el tiempo fue mis ímpetus dominando.
¿La síntesis? No se supo: un día fecundaré la era
donde me sembrarán. Don Nadie. Un hombre. Un loco. Nada.
Una sombra inquietante y pasajera.
Un odio. Un grito. Nada. Nada.
¡Oh desprecio, oh rencor, oh furia, oh rabia!
La vida está de soles diademada...

Segunda canción sin motivo

Con mi ensueño de brumas, con tu claro rubí,
¡oh tarde!, estoy en ti y estás en mí,
por milagrosa e íntima fusión...
Antes del gran silencio de las estrellas, di:
¿de qué divina mente formamos la ilusión?
¡Por mi ensueño de brumas, por tu claro rubí,
¡oh tarde muda y bella!, gime mi corazón.