
Pocos artistas han logrado la hazaña de ser, simultáneamente, objeto de culto en el mundo del arte y una sensación viral en la era digital. Yayoi Kusama, la artista japonesa nacida en 1929 en Matsumoto, es uno de esos casos raros en los que la persistencia, la originalidad y el espíritu de vanguardia han trascendido décadas y formatos. Sus salas de espejos infinitos se han convertido en escenarios de peregrinación global, mientras sus característicos lunares han invadido museos, pasarelas y vitrinas comerciales. Pero reducir a Kusama a una estética sería un error: su obra es el resultado de una vida marcada por la obsesión, la enfermedad y una incesante búsqueda de la trascendencia .
Criada en una familia conservadora de comerciantes de semillas, Kusama creció en un ambiente represivo que chocaba con su temperamento visionario. Desde la infancia experimentó alucinaciones que impregnaban su percepción de la realidad con patrones repetitivos, un fenómeno que definiría su estética. Su madre, temiendo que la inclinación artística de su hija socavara su destino dentro del rígido esquema familiar, intentó frenar sus impulsos creativos, llegando incluso a destruir sus dibujos. Kusama, sin embargo, encontró en el arte una vía de escape y resistencia.

A finales de los años cuarenta, estudió en la Escuela de Artes de Kioto, donde se formó en la pintura nihonga, un estilo tradicional japonés de pinceladas meticulosas y colores delicados. Pero su espíritu inquieto no encajaba en las limitaciones de la tradición. Atraída por el expresionismo abstracto y el movimiento vanguardista europeo, comenzó a desarrollar un lenguaje propio, marcado por la repetición obsesiva de formas y patrones. La influencia de Georgia O’Keeffe fue decisiva: después de leer sobre su vida, Kusama le escribió una carta en busca de consejo. O’Keeffe respondió con aliento y, en 1957, Kusama se trasladó a Nueva York con una determinación feroz y una maleta cargada de dibujos.
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Nueva York y la batalla por la visibilidad
La escena artística neoyorquina de los años sesenta estaba dominada por hombres. Jackson Pollock, Andy Warhol y Donald Judd marcaban la pauta, mientras las mujeres artistas luchaban por un lugar en los círculos del arte conceptual y el minimalismo. Kusama irrumpió con una propuesta radical: grandes lienzos cubiertos de puntos y redes repetitivas, un testimonio de su obsesión con la acumulación y el infinito. Su serie Infinity Net , una sucesión hipnótica de patrones monocromáticos, la convirtió en una figura clave del arte post-minimalista.

Más allá de la pintura, Kusama se aventuró en la escultura y la performance con una audacia provocadora. Durante la explosión del arte pop y el movimiento hippie, organizó happenings en los que cuerpos desnudos eran cubiertos de lunares, desafiando tabúes sexuales y políticos. Enfrentó la apropiación de su estética por parte de artistas como Warhol con una mezcla de rabia y resignación. Aunque era innovadora, su condición de mujer y extranjera complicaba su reconocimiento.
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Regreso a Japón y la consolidación tardía
La intensa vida en Nueva York cobró factura. En 1973, Kusama regresó a Japón en medio de una crisis de salud mental y se internó voluntariamente en una clínica psiquiátrica, donde ha residido desde entonces. Sin embargo, lejos de alejarse del arte, este periodo marcó una de sus etapas más prolíficas. Su producción se expandió a la literatura y la moda, mientras sus instalaciones y esculturas ganaban un público cada vez más amplio.
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La reivindicación definitiva llegó en los años noventa, cuando su obra comenzó a recibir el reconocimiento que le había sido negado en su juventud. Exposiciones retrospectivas en el MoMA, el Tate Modern y el Centro Pompidou consolidaron su estatus como una de las artistas más influyentes del siglo XX y XXI. Su colaboración con Louis Vuitton en 2012 llevó su estética a una audiencia masiva, confirmando su capacidad para moverse entre el arte y la cultura de masas sin perder profundidad.
Kusama hoy: el arte como mantra
A sus noventa y tantos años, Kusama sigue trabajando con disciplina casi monástica. Su estudio en Tokio es el epicentro de un universo donde la repetición no es monotonía, sino una forma de meditación. Su lenguaje visual—espejos, puntos, calabazas y redes infinitas—es una metáfora de su mundo interior, un intento de dar orden a un cosmos que percibe en constante disolución.
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Su legado va más allá de la estética. Kusama es un testimonio de resistencia en un sistema que tradicionalmente ha marginado a las mujeres y a los artistas no occidentales. En un tiempo donde el arte es consumido en pantallas y selfies, sus instalaciones han demostrado que la inmersión total sigue siendo un poder transformador. Más que una artista viral, Kusama es una alquimista de la percepción, capaz de convertir la obsesión en belleza y la repetición en infinito.
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