A continuación, una serie de reflexiones sobre las películas colombianas que vimos en el FICCI 63.
Estancia (2024), de Andrés Carmona
El centro de Medellín es ahora un paisaje que se ve fragmentado por las ventanas, que se dibuja y desdibuja en el fuera de campo; en este universo doméstico la mirada se dirige sencilla pero meticulosamente hacia adentro. Es una mirada paciente por el encuentro con sus personajes, comprende sus dinámicas, parece predecirles.
La Estancia es un lugar cohabitado por hombres mayores, disidentes en sí mismos por sus relaciones y particularidades; la cámara, casi siempre estática, es testigo de los encuentros que ocurren entre habitaciones y espacios comunes, de sus anécdotas de amor y desamor, las discusiones y la cotidianidad, tejiendo un hilo poético muy fino que resignifica el concepto filial de habitar . Los realizadores consiguen un lugar dentro de ese habitar común, una puerta abierta hacia la fragilidad y el intercambio desprevenido.
En este refugio el paso del tiempo se ha estancado, el silencio acompasa la edad y a sus cuerpos que se aletargan, sin embargo, la luz natural se filtra entre la oscuridad para recordarles que el reloj no se detiene. Entre amores y odios de los personajes por esta vecindad con reglas propias, la película revela con sensibilidad unas formas alternativas de la vejez, y es atravesada por el apremiante afán de Medellín por desconocer su pasado. La estancia se convertirá entonces en otro lugar de paso.
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La piel en primavera (2024), de Yennifer Uribe
Deseo, belleza, complicidad femenina, maternidad; un rango amplio de realidades convergen en esta película que tiene como escenario una Medellín convulsa, inquieta, que no se detiene y que es retratada con una minuciosidad coreográfica que advierte la singularidad de sus gestos: la vista desde un bus, el paisaje de luces nocturnas contemplado desde una terraza, el parche en la tienda del barrio. La construcción sonora reelabora esa Medellín popular y construye a su vez pequeños relatos alternos a través de conversaciones y dramas cruzados.
Pero quizá lo más impactante de esta película sea su foco en un rango de edad femenino que el cine colombiano poco ha explorado, y que resulta ser un universo profundamente rico y vasto. Tejiendo puentes con su cortometraje Como la primera vez, Yennifer explora la intimidad y sexualidad que se abre paso en medio de la cotidianidad de una mujer adulta; Sandra, la protagonista, parece reivindicar su erotismo pero también ese espacio de afinidad y empatía que se construye en la coincidencia con otras mujeres, contrariando un estereotipo ya caduco de rivalidad femenina.
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La piel, en todo su carácter sensitivo, es un mapa que registra las marcas de la edad, el dolor y el placer; esta película la pone en primer plano, tanto conceptual como materialmente, y consigue hacer una reescritura sobre esa idea desgastada de la primavera de Medellín.
Yo vi 3 luces negras (2024), de Santiago Lozano
“Habla con los vivos, habla con los muertos y habla con la selva”
José de los Santos camina a través de la selva del pacífico vallecaucano emprendiendo la búsqueda de lo que parece ser su destino divino; es un viaje cargado de ritualidad y misticismo, pero nunca exento de todas las fuerzas y tensiones terrenales que controlan esta región. Una violencia cargada de matices, pero lejana al realismo manifiesto, representa los puntos de quiebre para el personaje. José encarna la defensa por el territorio, pero también la misión de facilitar el tránsito al más allá de todas las almas que el conflicto le arrebató a su tierra; particularmente, el alma de su hijo, quien se presenta como premonición, guía y principal motivo.
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Esta película se ubica en lo que podríamos llamar una tendencia del cine colombiano hacia la violencia ahora narrada a través de la poética visual. Memento Mori (2023) y Tantas almas (2021) son películas que podríamos ubicar en este espectro y referentes esenciales a los que remite el filme de Lozano. José recurre al mundo metafísico como vía para la transformación de un dolor que no encuentra consuelo en el terreno de lo real, como expresión catártica y, por supuesto, anclada profundamente a la cultura del pacífico colombiano. Esta conjunción de elementos hace de Yo vi 3 luces negras una película que puede revelarse en varios niveles, pasando por la lectura de una realidad social en la que los actores armados se mueven entre zonas grises, el miedo de habitar el territorio es creciente y la explotación de recursos está controlada por la criminalidad; y teniendo como contrapeso la resistencia que significa emprender una travesía por una selva llena de muertos.
Pepos (1983), de Jorge Aldana
Con el registro espontáneo y despreocupado de unos personajes díscolos tomándose las calles de Bogotá, bebiendo y metiendo pepas en una atmósfera caótica, donde al parecer todo se escapa del control de la película misma, Pepos, es una ventana una marginalidad bogotana nunca antes vista y un descubrimiento cinéfilo escondido tras la historia del cine nacional.
Aldana propone una mirada horizontal que lejos de enjuiciar a sus personajes, parece vivir con ellos este mismo éxtasis y descontrol, encarnando una fuerza de libertad y emancipación juvenil no sólo en términos conceptuales y narrativos, sino desde la esencia misma de sus formas de producción. Con mínimos recursos y recurriendo a escenarios reales para poner en escena a personajes también reales, la película se mueve entre esos límites que nos recuerdan que el cine está por encima de la categorización entre realidad y ficción.
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Aún con el negativo perdido, esta película pasó por un proceso de restauración fílmica que mantuvo las características del filme original, sin buscar “actualizarse” a nuevos formatos. Ojalá este hecho signifique la recirculación de Pepos en salas de cine para que deje de ser esa película mítica por desconocimiento y lo sea con conocimiento de causa.
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