En el mundo esotérico, las lentejas tienen un simbolismo profundo que evoca la abundancia, prosperidad, renovación y renacimiento. Por esta razón, muchas personas las incorporan en ofrendas y rituales durante el 31 de diciembre, siguiendo el lema "Año Nuevo, vida nueva". Además, se asegura que llevarlas en la cartera o incluirlas en algún amuleto no solo puede mejorar la situación económica, sino también la salud.Se cree también que las lentejas ofrecen protección contra la envidia y representan claramente la abundancia y prosperidad. Estas creencias se remontan a los antiguos romanos, quienes legaron a Italia la tradición de consumir un plato de lentejas, especialmente en la víspera de Año Nuevo.¿Cómo lanzar las lentejas correctamente?Antes de las 12 de la noche, prepara un plato con varios puñados de lentejas. Llévalo contigo al iniciar la cuenta regresiva para dar la bienvenida al 2024. Cuando suenen las campanadas y termines de comer las uvas, coge las lentejas y espárcelas sobre tu cabeza y cuerpo, como si te estuvieras bañando con ellas.Mientras lo haces, visualiza toda la abundancia y prosperidad que deseas para el próximo año. Una vez terminado este "baño" de lentejas, recógelas del suelo y colócalas en pequeñas bolsitas de tela roja. Átalas bien y lleva una de estas bolsitas en tu cartera durante todo el año para atraer la prosperidad económica.No olvidar conectarse a la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.
Ingredientes:2 tazas de moras frescas o congeladas1/2 taza de azúcar (ajusta según tu preferencia y la acidez de las moras)1 cucharada de jugo de limón1/4 de taza de aguaOpcional: 1 cucharadita de ralladura de limón para un toque adicionalInstrucciones:Preparación de las moras:Lava las moras con cuidado y retira cualquier tallo.Si las moras son grandes, puedes cortarlas por la mitad para que se cocinen más uniformemente.Cocción:En una cacerola mediana a fuego medio, agrega las moras, el azúcar, el jugo de limón y el agua.Revuelve suavemente para combinar los ingredientes.Cocinar a fuego lento:Lleva la mezcla a ebullición y luego reduce el fuego a bajo para que hierva a fuego lento.Cocina la salsa, revolviendo ocasionalmente, durante unos 15-20 minutos, o hasta que las moras se hayan deshecho y la salsa haya espesado.Verificar el sabor y la consistencia:Prueba la salsa y ajusta el azúcar según tu preferencia. Si deseas una consistencia más suave, puedes usar una licuadora de mano para mezclar la salsa hasta obtener la textura deseada.Agregar ralladura de limón (opcional):Si decides agregar ralladura de limón, mezcla bien la salsa después de incorporarla.Enfriar y almacenar:Deja que la salsa se enfríe antes de transferirla a un frasco o recipiente de almacenamiento. Puedes refrigerarla y usarla sobre la natilla de tu sabor favorito.No olvide conectarse a la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.
Benignísimo Poe de infinita claridad, que tanto envideasteis a los hombres, que les dísteis en vuestro cuervo la mejor prenda de vuestro amor, para que hecho carne en las entrañas de una narración extraordinaria naciese en tantos libros para nuestra salud y remedio; yo, en nombre de todos los mortales, os doy infinitas gracias por tan soberano beneficio. En retorno de él os ofrezco la ribera de la noche plutónica, el graznido ominoso y las demás virtudes de vuestro hijo encarnado, suplicándoos por sus divinos méritos, por las incomodidades con que te atormentó y por las tiernas lágrimas que derramó el lector primerizo, que dispongáis nuestros corazones con misterio profundo, con terror encendido, con tal desprecio de todo lo terreno, para que el cuervo, recién posado en el pálido busto palas, tenga en nosotros su eco y more eternamente. Amén.(Se repite trece veces “Nunca más”).Soberana Sor Juana que por vuestras grandes virtudes y especialmente por vuestra humildad, merecisteis que todo Sueño os escogiese por madre suya, os suplico que vos misma preparéis y dispongáis mi alma y la de todos los que en este tiempo hiciesen esta novena, para el efecto espiritual que debe tener la poesía en los mortales que pasen por esta tierra. ¡Oh dulcísima madre!, comunicadme algo del profundo legado de Lope de vega y divina decepción amorosa con que la aguardasteis vos, para que nos hagáis menos indignos de verle, amarle y adorarle por toda la eternidad. Amén.(Se lee un poema de Sor Juana).¡Oh santísimo Borges, esposo de la biblioteca y padre putativo del laberinto! Infinitas gracias doy al Aleph porque os escogió para tan soberanos ministerios y os adornó con todos los dones proporcionados a tan excelente grandeza. Os ruego, por el amor que tuvisteis al infinito y a la palabra, me abracéis en fervorosos deseos de verle y recibirle sacramentalmente, mientras en su divina esencia le veo y le gozo en el libro. Amén.(Se leen tres de los haikús de Borges).Acordaos, ¡oh dulcísimo Niño Rimbaud!, que dijisteis a la venerable Francia decimonónica, y en persona suya a todos vuestros devotos, estas palabras tan consoladoras para nuestra pobre humanidad agobiada y doliente: "El poeta es, pues, ladrón de fuego. Lleva el peso de la humanidad, incluso de los animales; tendrá que conseguir que sus invenciones se sientan, se palpen, se escuchen; si lo que trae de allá abajo tiene forma, él da forma; si es informe, lo que da es informe. Solo debe hallar una lengua". Llenos de confianza en vos, ¡oh Rimbaud!, que sois la misma verdad, venimos a exponeros toda nuestra miseria. Ayúdanos a llevar una vida de excesos, para conseguir una eternidad bienaventurada. Concédenos por los méritos infinitos de vuestra infancia, la gracia de la cual necesitamos tanto. Nos entregamos a vos, ¡oh Niño omnipotente!, seguros de que no quedará frustrada nuestra esperanza, y de que en virtud de vuestra divina promesa, acogeréis y despacharéis favorablemente nuestra súplica. Amén.¡Ven a nuestras almas! ¡Ven no tardes tanto!¡Oh,Sapiencia suma del Hemingway soberano, que a tan ebrio alcance te rebajas sacro! ¡Oh, viejo del mar, ven para enseñarnos la imprudencia que hace verdaderos sabios!¡Oh, Adonai ¿Por qué te casaste? de Gustavo al Quintero diste los mandatos! ¡Ah, ven prontamente para rescatarnos, y que un ritmo débil muestre fuerte el brazo!¡Oh, raíz sagrada de Burroughs que en lo alto presenta al orbe tu fragante nardo! Guillermo Tell contemporáneo que has sido llamado Peyote en el desierto, Bella flor del campo.¡Llave de Verlaine que abre al desterrado las cerradas puertas de regio palacio! ¡Saca al dulce Niño con tu blanca mano, de la cárcel triste que evita el pecado!¡Oh, lumbre de Oriente, sol de eternos Bashōs, que entre las tinieblas tu esplendor veamos! Brevedad preciosa, dicha del sensato, luzca la sonrisa del poema exacto.¡Heterónimo sin mancha, mano de las manos, sin igual imagen del autor soberano! ¡Borra cada huella, salva al desterrado y en forma del otro, da al mísero amparo!¡Rey de los modernos, Emmanuel Kant tan claro, Del idealismo anhelo Pastor del ilustrado! ¡crítica que apacientas la moral del cristiano, ayer oveja arisca, hoy cordero manso!¡Ábranse los cielos y llueva de lo alto bienhechor rocío como riego santo! Yo no sé, mirá, es terrible como llueve ¡cae gotita gorda, en el marco temblequeando! ¡Ahí va, plaf, desecha! ¡me parece ver la vibración del salto!¡Ven, que ya Virginia previene sus manos, do sus piedras vean, en tiempos cercanos! ¡Ven, que ya las olas, con anhelo sacro, se disponen a ser el coro callado!(Se hace el coro callado)¡Del débil auxilio, del doliente amparo, consuelo del triste, luz del desterrado! ¡Vidales de mi vida, mi dueño adorado, mi constante amigo, mi divino hermano!¡Ven Dante a mis ojos, de ti enamorados! ¡Bese ya tus plantas! ¡Bese ya tus manos! ¡Prosternado en círculos, te tiendo los brazos, y aún más que tu infierno, te dice mi llanto!¡Ven Poema nuestro por quien suspiramos Ven a nuestras almas, Ven, no tardes tanto!No olvide conectarse con la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.
El cine de terror no se toma vacaciones, y la temporada navideña no es la excepción. Mientras que muchos asocian esta época del año con la alegría, las luces brillantes y las canciones festivas, hay películas que se aventuran por un camino más oscuro y aterrador. A continuación, le presentamos algunas películas de terror navideñas que seguramente le harán pensar dos veces antes de abrir ese regalo bajo el árbol."Gremlins" (1984)Dirigida por Joe Dante, "Gremlins" es un clásico de los años 80 que mezcla el horror con elementos de comedia y fantasía. La película sigue a Billy Peltzer, quien recibe como regalo a Gizmo, una criatura tierna con reglas estrictas para su cuidado. Sin embargo, cuando esas reglas se rompen, se desatan caos y terror en la pequeña ciudad durante la víspera de Navidad. Los pequeños y traviesos Gremlins aseguran que este sea un festín de horror y humor negro."El Regalo Prometido" (1996)Esta película protagonizada por Arnold Schwarzenegger es una comedia que se desliza hacia el terror. La historia sigue a Howard Langston, un padre que se embarca en una odisea frenética para encontrar el juguete más codiciado de la temporada, el Turboman, en la víspera de Navidad. Lo que comienza como una cómica búsqueda se convierte en un juego mortal cuando Howard se enfrenta a otros padres desesperados y a un villano interpretado por Sinbad."Krampus: El Terror de la Navidad" (2015)Dirigida por Michael Dougherty, "Krampus" es una película de terror que se sumerge en la mitología europea. Después de que un niño desilusionado pierde la fe en la Navidad, invoca accidentalmente a Krampus, una antigua entidad demoníaca que castiga a aquellos que han perdido el espíritu navideño. Lo que sigue es una pesadilla invernal llena de criaturas tenebrosas que acechan a una familia disfuncional."Black Christmas" (1974)Esta película canadiense dirigida por Bob Clark es considerada una de las precursoras del slasher. Un grupo de mujeres en una casa de hermandad universitaria comienza a recibir llamadas amenazadoras durante las vacaciones de Navidad. A medida que las chicas desaparecen una por una, se revela un oscuro secreto que acecha en la casa. "Black Christmas" establece el tono para las películas de terror de Navidad que vendrían después."El extraño mundo de Jack" (1993)Dirigida por Henry Selick y producida por Tim Burton, esta película animada combina elementos de Halloween y Navidad en un cuento oscuro y encantador. Jack Skellington, el Rey de Halloween, descubre la Navidad y decide secuestrar a Santa Claus para poner su propio toque macabro en las festividades. Aunque no es una película de terror pura, su atmósfera única y su estética sombría la convierten en una elección perfecta para aquellos que buscan una experiencia navideña diferente."Última noche" (2021)La película aborda una cena de Navidad aparentemente convencional en la que un grupo de amigos se reúne. A medida que la noche avanza, se revelan secretos oscuros y tensiones acumuladas, llevando a los personajes a enfrentarse a dilemas morales mientras intentan sobrevivir en medio de una situación cada vez más intensa. Con un elenco destacado que incluye a Keira Knightley y Matthew Goode, "Silent Night" ofrece un enfoque perturbador sobre las relaciones humanas y los límites éticos en el contexto de la celebración navideña.No olvide conectarse a la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.
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Ingredientes:2 tazas de queso fresco colombiano, rallado1 taza de almidón de yuca1 taza de harina de maíz precocida1 cucharadita de polvo de hornear1 huevo1 cucharada de azúcar1/4 cucharadita de sal1/4 cucharadita de bicarbonato de sodioAceite para freírAzúcar para espolvorear (opcional)Instrucciones:En un tazón grande, mezcla el queso rallado, el almidón de yuca, la harina de maíz, el polvo de hornear, el azúcar, la sal y el bicarbonato de sodio.Agrega el huevo a la mezcla y mezcla bien hasta obtener una masa homogénea.Forma pequeñas bolas de masa con las manos, del tamaño de una nuez.Calienta suficiente aceite en una sartén grande a fuego medio.Cuando el aceite esté caliente, reduce el fuego a medio-bajo y agrega las bolas de masa a la sartén. Asegúrate de no poner demasiados buñuelos a la vez para que tengan suficiente espacio para expandirse.Fríe los buñuelos hasta que estén dorados por todos lados, girándolos ocasionalmente. Esto tomará unos 5-7 minutos.Retira los buñuelos y colócalos sobre papel absorbente para eliminar el exceso de aceite.Sirve los buñuelos calientes y disfruta.No olvide conectarse a la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.
Antes de leerQuerido lector o lectora:Los eventos de estas pequeñas historias ocurren en la línea de tiempo de Crónicas de Libra, justo antes de lo ocurrido en la Batalla de Aión al final del primer libro de El Arca del Zodiaco. No contienen ningún spoiler de Crónicas de Aries, pero sí te recomiendo que leas primero Crónicas de Libra antes de sumergirte en estos cuentos.*El Espíritu del InviernoHay tradiciones que nacen del miedo. Otras que lo hacen del anhelo. Pero aquellas destinadas a perdurar en el tiempo son las que nacen del amor.La época de Navidad había llegado a Zodiacci. Azotados por el caos, el tercer año de la Guerra de las Constelaciones había enfriado el corazón de cada mago sobre la Tierra, ante la conquista de Cáncer que avanzaba infundiendo terror en cada territorio. Pero no ese día.Ese día, los mineros de Sagitario encendieron sus hornos en cada ciudad subterránea, decorados con cintas y listones que al entrar en contacto con el fuego estallaban en chispas que hacían sonreír a los niños.Los cultos habitantes de Virgo se dejaron seducir por las fiestas y por un día detuvieron sus debates académicos para colgar, a la salida de sus templos, guirnaldas y festones, banderines rojos y verdes, que solo por esa vez iban en contravía con su inmaculado color blanco.Las hadas de Acuario salieron a bailar hasta convertirse en seres de nieve que recogían en su ser la magia de una nueva estación.Y en Capricornio, una pareja de hermanos avanzaba a través de una tormenta de nieve con un único objetivo: hallar su hogar.Todo empezó tres días antes de Navidad, cuando Kyara irrumpió en la habitación de Ogre, gritando.—¡Nieve!Con una mirada fulminante, el cazador estuvo tentado a echarla de su habitación para retomar el libro que tenía entre las manos, pero al girar su cabeza hacia la ventana, sus ojos no dieron crédito de lo que veían. Se levantó con lentitud, aturdido.Estaba nevando.Todos los integrantes de la Orden de Atenea salieron al jardín para comprobarlo. Una nevisca de copos cristalinos caía sobre ellos y empezaba a cubrir con pinceladas suaves el suelo.—¿Sabes lo que esto significa? —espetó Kyara a su lado, con la mirada severa clavada en el cielo.—Es solo nieve —respondió él.—En Capricornio la nieve nunca es ‘solo nieve’. Es el Espíritu del Invierno.Cuenta la leyenda, que el génesis de la humanidad de Zodiacci se dio en Capricornio, cuando de las estrellas nacieron cuatro hermanos: Primavera, la sanadora floral; Verano, la enérgica bruja de la luz; Otoño, el melancólico mago de la tormenta; e Invierno, el frívolo conjurador del hielo. La relación entre los primeros tres siempre fue afectuosa y especial. Sin embargo, Invierno jamás se sintió acogido por sus hermanos; eran demasiado vigorosos, demasiado alegres y activos. Cansado de sus diferencias, migró al otro polo de la Tierra, donde fundó Cáncer en medio de tierras heladas e impenetrables (algunos historiadores creen que la persecución a Acuario y Capricornio por parte de Cáncer puede tener sus raíces en este relato). Sin embargo, antes de partir, Invierno maldijo las verdes montañas de Capricornio. No vería crecer a sus sobrinos, pero sí les daría un regalo. Una vez cada tantos años dejaría caer nieve a través de su espíritu. Si los descendientes de Primavera, Verano y Otoño eran capaces de cazarlo, les concedería un deseo y desharía el hielo. De lo contrario, congelaría hasta la última hoja de los árboles.—Es solo una historia infantil —concluyó Ogre y le dio la espalda para dirigirse de vuelta al castillo.Más tarde, esa noche, la nieve había cubierto un cuarto de la altura del portón principal. La tormenta era bestial y no parecía calmarse. De nuevo Kyara irrumpió en la habitación de su hermano, ganándose su mirada condenatoria.—¡Tiene que ser el Espíritu del Invierno! Coincide con el cuento. Es la primera vez que veo nevar en mi vida y por lo que dicen Spyro y Malvinne, esta cantidad de nieve no es normal. Es él, Ogre. Y si lo cazamos, tendremos un deseo.—Te repito, es solo un cuento infantil —gruñó él entre dientes y regresó los ojos a su lectura.—¿Y si no lo fuera? —Esta vez Ogre no pudo reprimir su resoplido exacerbado—. ¿Y si en realidad existe el Espíritu del Invierno? Ogre, la magia supera a diario todo lo que nos enseñaron de niños. El Arca del Zodiaco, los dragones, los titanes, todo lo que hemos aprendido. El Espíritu del Invierno sería solo un tonto hechizo comparado a eso. Podríamos…—Ya basta, Kyara —La interrumpió.—Solo te pido algo de esperanza —insistió ella.—La esperanza es peligrosa.—¡La esperanza es necesaria! —Su grito retumbó en los pasillos de roca tras el hondo silencio que le siguió—. Por favor —continuó, con las lágrimas asomándose en sus párpados—. Solo te pido que vengas conmigo. Si nada ocurre, volveremos adentro y haré como si nada hubiera pasado.El silencio los envolvió con la respuesta implícita de su hermano, haciendo audible el silbido del viento tormentoso. Resignada, Kyara se arrastró hasta la puerta. Pero justo antes de salir, dejó que sus palabras salieran con rabia.—Volver a casa, eso es lo que pediría. A nuestra tribu. A los brazos de mamá y la tía Driana. A los relatos del abuelo Veyro y la abuela Zinia. A aquellos días. Ese sería mi deseo.Cuando medio cuerpo de Kyara se encontraba ya en el pasillo, Ogre disparó:—Tres días. Si en tres días no conseguimos nada, daremos por terminado el episodio.No tuvo tiempo de reaccionar ante la velocidad con la que su hermana saltó y se colgó de sus hombros en un abrazo.Rozando el alba, los hermanos de Capricornio salieron en busca de una estrella, un deseo y una magia perdida.Por dos días y dos noches caminaron siguiendo cualquier pista. Ogre tuvo que admitir que aquella tormenta invernal no era normal. La nieve les llegaba casi hasta la cadera y era por poco imposible alzar una fogata en medio de las ventiscas despiadadas. El tercer día avanzó con velocidad angustiante. Kyara buscó por todos los medios una pista. Se concentró en cada uno de sus sentidos, a la espera de cualquier manifestación, pero todo en aquella tormenta parecía ordinario. Cuando el Sol empezó a esconderse, sabían que se enfrentaban a lo inevitable.Ogre se dispuso a recoger las cosas del campamento mientras Kyara, con desilusión, repasaba el suelo nevado con su dedo. Hasta que un poderoso ventarrón los empujó con tal fuerza que se llevó la tienda de campaña a su paso. Ogre endureció sus piernas y Kyara se aferró con ambas manos a la raíz del árbol junto a ellos.Al levantar la vista, lo vieron al fin.Un ser diminuto, de no más de setenta centímetros. De barba blanca y piel azul, con un extraño gorro rojo a juego con su túnica del mismo color. Su mirada era una mezcla entre macabra y juguetona. El sujeto hizo un movimiento con sus manos y desapareció. La tormenta no les dejaba ver nada, pero poco a poco se hizo perceptible un rumor por encima del resoplido del viento. Kyara trató de concentrarse, pero cuando se dio cuenta de la fuente del sonido, ya era demasiado tarde.Con un choque ensordecedor, la nieve desbocada se propasó por encima de la montaña y se abalanzó en dirección a ellos en un río titánico.Una avalancha.—¡Corre! —gritó Ogre, y ambos se tiraron a la pendiente.No importa que tan largas fueran sus zancadas, ni que tan rápido pretendieran correr, la nieve les rozaba los tobillos. Kyara trató de transformarse usando su posición del murciélago, pero el frío no le permitía sintetizar una sola runa. Si no hacían algo, quedarían ahogados en ese espeso mar blanco.Desesperado, Ogre hizo entonces lo único que tenía en sus manos. Reunió su magia en sus palmas y de un solo impulso empujó a Kyara con tal fuerza que la sacó del cauce de la avalancha, hasta un pedrusco que sobresalía por la pendiente.—¡No! —El grito de Kyara se vio ahogado por el empujón. Cayó sobre el monolito y se agarró con agilidad para no caer. Giró su mirada horrorizada y vio cómo la nieve se tragaba a Ogre a su paso—. ¡No!Debía mimetizar algo distinto. Tenía que conjurar algo nuevo. Algo apto para resistir esa temperatura. Clavó las manos en la espesura helada de la nieve y sintió. Sintió el silbido del viento revolcando las crestas de los árboles. Sintió la furia de la avalancha destrozando todo. Sintió la parálisis y el miedo de cientos de animales repartidos en el bosque, intimidados por el invierno. Sintió las hojas cristalizadas, los arroyos dormidos, las montañas taponadas. Y justo cuando creyó que no le quedaba nada por percibir, escuchó un aullido de valentía que avivó el latido de su corazón.Agudizó sus oídos y amplió su percepción hasta dar con la bestia. Los encontró, eran una manada. Pelaje gris con visos blancos. De patas robustas, oídos atentos y ojos ágiles. Denotó sus colmillos y condensó su esencia. En un solo segundo canalizó su instinto y su conducta. Inhaló con fuerza la fiereza invernal del bosque y manifestó las runas necesarias para lograrlo. Con el cuerpo tiritando, bramó las palabras que llegaron a su mente:—Posición del Lobo de la Tundra, cazadora de la nieveSu piel se tiñó de un leve tinte grisáceo cuando el círculo plateado se dibujó a sus pies; sus orejas se alargaron, al igual que sus ojos; de sus manos nacieron garras. Ya no sentía frío, pero más importante aún, podía moverse por entre la nieve como si se tratara de césped recién cortado. Se alzó en una zancada poderosa y atravesó la pared blanca que la avalancha había creado. La potencia de la naturaleza es tal vez de las cosas más irrefrenables, pero esta vez ella tenía una posibilidad.Aterrizó sobre el tronco de un árbol que era arrastrado por la nieve. Aspiró con fuerza. La posición del lobo de la tundra le brindaba una capacidad olfativa superior. Buscó el olor de su hermano hasta que lo encontró. Treinta grados al noroeste, quinientos metros más adelante. Con las plantas de sus pies hizo girar el tronco en esa dirección. Lo obligó a seguir sus órdenes, ante la fuerza mágica que despedía.Se ladeó todo lo que pudo y metió su brazo en la potente avalancha. Con todas sus fuerzas haló hasta sacar a Ogre. El escudero salió de la masa helada con los pulmones ardiendo, desesperados por algo de oxígeno. Con un nuevo movimiento sagaz, Kyara empleó el tronco para sacarlos de ahí. Rodaron por el lateral que no había sido invadido por la avalancha y aterrizaron en una pradera congelada.Yacieron jadeando por varios minutos. Se limpiaron toda la nieve y cuando por fin Ogre se sintió recompuesto, giró hacia ella.—De alguna forma, siempre me salvas la vida.—Supongo que eso te ganas por tenerme de hermana.Se miraron entre risas y todo terminó en un abrazo. Kyara recostó su cabeza en el hombro de su hermano, con los ojos cerrados. Extrañaba esto. Sus aventuras, sus cacerías juntos. Estos momentos tan especiales que la hacían sentir como que nada había cambiado. Era a lo que se refería el otro día: aquellos días en los que la vida parecía más sencilla. En medio de la nieve sintió el calor acogedor de su abrazo, pero pronto se dio cuenta de que no era solo eso.—Kyara… —musitó Ogre, casi sin aliento.Al abrir los ojos, un resplandor azulado la cegó. Duró un par de segundos en asimilar la luz, y cuando lo hizo encontró a una criatura que los miraba conmovida. Su expresión ya no era la de un pequeño diablillo travieso hecho de maldad, sino que gimoteaba y limpiaba sus lágrimas con congoja.—¿Ustedes… hermanos? —preguntó el Espíritu del Invierno.La joven cazadora asintió.—Pero ustedes… quererse. ¿Los hermanos… quererse?Esta vez fue ella quien se conmovió. Se puso de pie y caminó hacia él. Al principio, el Espíritu del Invierno se echó para atrás de manera instintiva, pero ella se acercó con pasos lentos, demostrándole que era inofensiva. Cuando lo tuvo enfrente, lo tomó de las manos.—Sí, los hermanos están para quererse. Y tal vez sea momento de que tú te reconcilies con los tuyos.Una lágrima rodó por la mejilla de la criatura. Pero al final le concedió una sonrisa.—Deseo… tú pide.Kyara giró la cabeza en dirección a Ogre. Su sentir era distinto ahora. Sabía lo que debía pedir, y estaba segura de cuál sería el resultado.—Llévanos de vuelta a nuestro hogar, por favor.El Espíritu del Invierno agitó sus manos y un remolino de copos de nieve los envolvió. Giraron con una suavidad impecable, como si fueran abrazados por un grupo de nubes, y en cuestión de un parpadeo, aterrizaron.Al abrir los ojos, Ogre se dio cuenta de que estaban frente al castillo de la Orden de Atenea.—Kyara —dijo él con aprensión. Miró a todas partes, esperando encontrar algo diferente, y entonces regresó la mirada hacia ella con tristeza—. Lo siento, no funcionó.La cazadora de Capricornio, en cambio, lucía una amplia sonrisa.Evergreen salió por la puerta de la cocina y corrió hacia ellos. Los envolvió en un cálido abrazo y acercó sus cabezas a su pecho.—Me tenían preocupada. Salir a cazar en medio de semejante tormenta fue una locura ¿¡qué estaban pensando!? Vengan, vengan, ya todo está listo. Dejó de nevar hace algunos minutos.Kyara miró a Ogre de nuevo, quien no parecía entender por qué ella sonreía sin parar.Al cruzar el portón, se toparon con una escena preciosa. El castillo de la Orden de Atenea estaba decorado con piedras luminosas. Apolo y Charm habían puesto un pino en el centro del salón, decorado con rubíes ovalados, zafiros largos y un poco de nieve artificial conjurada por Spyro. Lazzio cargaba en sus manos una humeante sopa que dispuso junto al pavo servido por Brimaire. Mr. Máximin calibraba una vieja radio en la que sonaba la voz encajonada de un cantante de época, con villancicos propios de la región de Acuario.—Sí funcionó, hermano. Este es nuestro hogar. Estoy en casa. La señora Evergreen y la Orden de Atenea se convirtieron en eso. No necesito más.Cuenta la leyenda que, desde entonces, el Espíritu del Invierno llevará a los aventureros a casa. Al lugar donde sus corazones sueñan y aguardan. A los brazos en los que estarán seguros hasta la eternidad.Y mientras estuvieran juntos, los hermanos de Capricornio jamás tendrían por qué volver a sentirse solos.Navidad Pirata El viento helado de la tormenta zarandeaba las ventanas del Fortuna. Hacía unos veinte minutos que el silbido de la ventisca se había filtrado al interior de su barco, robándole el sueño. Con un gruñido, Charm se levantó de la cama por fin. Al poner los pies descalzos sobre la madera, su cuerpo entero se contrajo, balbuceó un par de cosas, furibunda; se calzó sus botas y se envolvió en una segunda capa de cobijas. Al salir al pasillo, la corriente de viento que la encontró le crispó la piel. Tal como imaginaba, alguna ventana debía de haberse quedado abierta.—Maldito invierno —dijo mientras avanzaba con pasos tiesos—. Me prometieron que en Capricornio no haría tanto frío al ser una nación tropical.Revisó una habitación tras otra sin suerte. Primero la bodega, luego el salón, la trampilla superior, y seguido de esta, la habitación de tripulantes. Sus sentidos estaban ralentizados debido a las bajas temperaturas. Llegó hasta la última puerta y la encontró entreabierta. Su corazón por fin pareció despertar en medio de la modorra invernal.—¡No! —Liberándose de las cobijas, abrió la puerta de un manotazo—. ¡No, no, no puede ser! ¡Maldita nieve!En efecto, una ventana se había quedado abierta. La nevisca se colaba revolcando archivos, documentos, mapas y fotografías por doquier, con pilas de nieve que empezaban a acumularse.Era la habitación de su madre: Altagracia Linborealis.Charm corrió hasta la ventana y batalló para cerrarla. Las bisagras se habían cristalizado. La empujó con todo su cuerpo hasta que al final logró desatascar el mecanismo y cerrarla. Jadeando, levantó la mirada y contempló el desastre. Todo se encontraba fuera de lugar.Aunque lo único que quisiera ese día era meterse bajo sus cobijas y esperar a que el frío mermara, no podía permitirse hacer la vista gorda frente a la habitación de su madre. Desde que desapareció, se prometió que mantendría el barco pulido y lustrado, los pisos relucientes y su cama tendida, a la espera del momento en que la encontrara.Por más que hoy fuera ese día, justamente, eso no iba a cambiar: Elevó su mirada, guiada por el tic-tac del reloj de madera en el escritorio y comprobó la fecha que se marcaba justo debajo de la hora. Era Navidad.En Puerto Líbella, la tradición se alejaba de ser simple y tranquila. El puerto adquiría un olor especial durante diciembre. Las panaderías se aromatizaban con el aroma de la natilla, un exquisito postre cremoso de leche y canela. Las calles se llenaban de luces que iluminaban con calidez la Plaza Central, la bahía y todos los corredores hasta altas horas de la noche. La gente cantaba y llegado el día se preparaba una inmensa cena auspiciada por los gremios de magos, que se acompañaba con fuegos pirotécnicos y espectáculos.Pero nada de eso se comparaba con la Navidad Pirata.Cada barco habilitado se enlistaba en una competencia única al mejor estilo de búsqueda del tesoro. Por semanas enteras, los tripulantes de diferentes gremios piratas investigaban y planeaban sus estrategias. Y el día de Navidad, a primera hora, cada navío zarpaba en búsqueda de tres elementos claves: el pino más alto y robusto que pudieran cargar; las decoraciones más llamativas y la estrella más brillante con la que iluminar la copa. Charm amaba esa celebración. De niña, recordaba el frenesí a bordo de este mismo barco, el Fortuna, corriendo y gritando para apoyar a la tripulación de su madre. Y varias veces, fue esa misma tripulación la que se alzó con los trofeos que hoy yacían en esa habitación.Este sería el primer año que no participara de la Navidad Pirata. Porque Puerto Líbella ya no existía. No estaba su madre, su tripulación estaba incompleta y su gremio había desaparecido. Eran ella y su barco. Y tal como decía el viejo refrán: «Una pirata sin puerto y sin tripulación es lo mismo que un naufragio». Y sí, así era como se sentía: perdida en medio de un inmenso mar. Una vez terminó de limpiar, se dirigió a la cocina por un poco de chocolate caliente. Se serviría un jarrón entero y procedería a dormir el resto del día.A punto de internarse en su habitación, un golpeteo estridente en la trampilla superior la sobresaltó. Esperó un par de segundos hasta que el ruido se repitió con más fuerza. Se arrastró hasta la trampilla y desbloqueó el mecanismo. Cinco rostros se asomaron en medio de la tormenta de nieve.Eran Apolo, el señor Garpho, Evergreen, Brimaire y Spyro.—Seremos tu tripulación —dijo Brimaire, enérgica, casi sin poder contener su emoción y se lanzó por la escalera hasta abrazarla.—De… ¿de qué hablan? —preguntó Charm confundida.—La Navidad Pirata, Capitana —contestó Garpho, emocionado—. ¿Pensó que se me había olvidado? Llevo cuarenta y cuatro sin celebrarla, ¡no me la podía perder esta vez ya que por fin me liberé del Laberinto de Chronos!—Pero…—Siempre vi la Navidad Pirata desde los cielos, también es hora de que me sume —agregó Apolo en tanto ingresaba al interior del barco.—Pero, ¿y la tormenta? Será imposible levar velas con estos vientos.Evergreen exhibió un gesto confiado.—Estamos en manos de la mejor marinera de Gémini, después de la gran Altagracia Linborealis; estoy segura de que un poco de nieve no será inconveniente para ti. Además, Spyro está más que capacitado para desviar una tormenta como esta.El Elementia se llevó la mano a la nuca y arrugó el rostro con un gesto desconfiado.—Bueno, así como que capacitado, muy capacitado, yo diría que no ta…—¡No hay tiempo que perder! —interrumpió Brimaire entusiasmada, y lo atrajo adentro, cerrando la trampilla para que no se colara la nieve.—¿Por dónde empezamos? —preguntó Apolo.—Recuerden lo que les expliqué: pino, decoraciones y estrella. Con eso estará lista la búsqueda del tesoro —explicó el señor Garpho.—Podría hacer crecer el mejor pino de todos, pero supongo que eso no está permitido dentro de las reglas de la Navidad Pirata, ¿no es así? —constató Brimaire.Charm, aún envuelta en sus cobijas, los miraba aturdida. Lucían entusiasmados. Planeaban y trazaban líneas en un plano exhibido por Garpho, y compartían sus estrategias.—En verdad… ¿en verdad vamos a hacer esto? No quiero sonar grosera o malagradecida, pero esta tradición no es importante para ninguno de ustedes, más que para el señor Garpho y para mí… —Hizo una pausa, buscando aclarar sus ideas—. ¿Por qué lo harían?—Porque tú eres importante para nosotros, Charm —indicó Brimaire y la tomó de las manos con afecto. La marinera abrió los ojos con sorpresa ante su respuesta—. Y si es importante para ti, entonces lo es para nosotros. ¡Así que celebraremos esta Navidad Pirata!En ese momento, un sentimiento nuevo vibró en su pecho. ¡Es cierto! Ella era una sobreviviente de Puerto Líbella. Tenía su barco, una nueva tripulación, y mientras estuviera viva, la tradición no moriría ante ella.—¡Celebremos esta Navidad Pirata entonces! —exclamó y tiró lejos las cobijas.Todos salieron a la borda junto a Charm. La Capitana del Fortuna se acercó al timón y posó sus manos sobre él. Inspiró segura y afianzó sus dedos con fuerza a él. La temperatura era gélida, pero ya no sentía tanto frío. Tenía que encender el barco, irrigar sus alas con fuego y activar el campo de protección para que les fuera medianamente posible navegar en medio de la nevada. Debía legarle su poder a la nave.—Vamos, viejo amigo, podemos con un dragón, podremos con algo de nieve.Las runas vinotinto de su magia abandonaron sus manos y se extendieron hacia la madera como tatuajes recién grabados. Al unísono, Charm activó cada una. Las marcas brillaron como brasas encendidas. El Fortuna se estremeció y removió la nieve que lo cubría. El calor de la magia de la marinera se extendió a través de cada tablón en el barco y, cuando ya estuvo lista, Charm comandó su orden:—¡Arriba!Las poderosas alas de pluma blanca se batieron y de un solo impulso pusieron al Fortuna en los cielos. Con el mismo ímpetu, Charm conjuró el campo protector que frenó la nieve ante ellos. Volar siempre aliviaba su espíritu.—Capitana, ante la ausencia de Ogre el día de hoy, yo seré su Maestro de Mapas. ¿Qué ruta seguiremos hoy?—Lo que necesitamos en un pino, ¿no? —preguntó Brimaire. Charm asintió.La mayor de los Elementia sacó la mano por fuera del barandal y acarició el aire. Cerró los ojos y se concentró en sentir por encima de la furia del viento. De sus dedos se conjuraron decenas de hojas verdes que fueron dispersadas por la tormenta. Cada segundo eran más y más hojas, hasta que fueron suficientes como para cubrir la cúpula que entornaba el campo protector del Fortuna. Finalmente, el cúmulo de hojas se concentró hacia la derecha en forma de línea. Aún con los ojos cerrados, Brimaire bramó con seguridad:—¡37 grados a estribor! Puedo verlo, encima de una montaña a unos 750 metros de altura. Llegaremos en tres minutos en esa dirección —Al abrir los ojos, comprobó que todos la miraban sorprendida—. ¿Qué? Siempre supe que tenía madera para dirigir un barco.No hizo falta otra indicación de Brimaire. Al cruzar un campo de nubes, encontraron un alto pino de al menos seis metros de altura erguido en la cima de la montaña.Sin chistar, Spyro y Apolo descendieron a cortar el tronco, pero Brimaire los detuvo.—¡Esperen! Así no es como se hace —La Elementia descendió del barco y se ubicó frente al pino. Con una mano acarició el tronco. De su piel se expelió un delicado brillo verde que se internó en las fibras del árbol—. ¿Me acompañarías por un par de días? Prometo cuidarte y traerte de vuelta al final.Para sorpresa de todos, el pino vibró a su respuesta. Un temblor impresionante revolcó la montaña. Las raíces del árbol se desenroscaron del suelo y abandonaron la tierra como serpientes ágiles. Con un gesto, Brimaire les indicó que estaba listo. Cargaron el pino a la parte inferior del barco y retomaron su camino.—Sigue la decoración, ¿alguna idea?Esta vez fue Evergreen quien tomó la iniciativa.—¿Conoces la Cueva de Midas?Charm dudó por un momento, pero recordó una vieja expedición en sus primeros años con Fortune Chaser. Sabía cómo llegar ahí.—¿La cueva dorada de la frontera entre Capricornio y Acuario? —Evergreen asintió—. Puedo llevarnos hasta allá, pero solo un Maestro Minero de la mejor casta de Sagitario sería capaz de extraer algo de ahí.Una mirada pícara se formó en el rostro de Evergreen.—En mis años mozos salí con un minero de Sagitario. Creo que aún recuerdo algunos de sus secretos.La exclamación del grupo fue suficiente para convencer a Charm de impulsar el barco a toda potencia. Las alas del Fortuna se batían con fogonazos que descongelaban la nieve a su paso. Le tomó solo media hora llevarlos hasta la frontera y alcanzar la cueva. Por fortuna, era lo suficientemente amplia para que el barco, con todo y pino, cruzara sin problema. Se trataba de un lugar asombroso en donde, por rocas, todo estaba hecho de oro.Evergreen se posó frente a ellos y tomó el Espejo de Minerva entre sus manos.—No prometo darles diamantes, pero algo tendrá que salir. ¡Cadenas!De la superficie de su espejo, diez finas cadenas de oro fueron convocadas con la potencia de una bala. Cada una se disparó hacia la pared de oro y horadó la superficie, golpe a golpe. Los tripulantes tuvieron que apartar la vista ante el brillo que se liberó. Cuando el estropicio hubo terminado, giraron sus rostros para contemplar el botín.Ante ellos, las cadenas habían extraído rubíes, zafiros y algunas perlas doradas que brillaban con viveza.—Evergreen esto es…—Belleza hechiza —constató ella—. No durarán más de una semana. Es lo que pasa cuando alguien externo al Gremio de los Mineros se atreve a extraer una joya preciosa de este lugar. En una semana, cada una se habrá convertido en carbón, me lo enseñó Frúgal, el hombre que les mencioné —concluyó con un suspiro reminiscente—. Pero será suficiente para que ganemos la competencia de la Navidad Pirata, ¿no es así?Charm sostuvo su mirada intrépida y sonrió. Con una emoción creciente, abandonaron la cueva y se situaron en lo alto de las nubes de nuevo.—Bien, nos falta solo la estrella, ¿alguna idea de un objeto lo suficiente brillante para eso?—¿Y qué tal una estrella de verdad? —sugirió Apolo.Charm lo miró escéptica. El mago se acercó a ella, dubitativo, y le extendió su mano.—¿Me permite, Capitana?La joven lo observó con duda, pero tomó la mano que le ofrecía. En seguida, el cuerpo del Cometa Solitario se llenó de luz, y con apenas un impulso los catapultó hacia los cielos como una bengala. Charm gritó y se aferró al cuerpo del mago a riesgo de caer al vacío ante la velocidad con la que ascendían. De la misma manera imprevista en la que se propulsó, Apolo frenó de repente.—¡¿Cómo se te ocurre hacer algo así?! —reprochó Charm, con los ojos cerrados contra el hombro del mago.—Capitana…—¡¿Estás loco?! No porque seas una estrella quiere decir que…—Capitana, abra los ojos.Charm se quedó en silencio. Con los párpados temblorosos, abrió los ojos poco a poco. No pudo creer el lugar en el que se encontraban. Flotando en una fina capa casi transparente, habían sobrepasado la estratosfera y acariciaban el espacio. Decenas de filamentos luminosos orbitaban a su alrededor en medio de la insondable oscuridad del universo. No lo podía creer.Algunas estrellas menores se paseaban, suspendidas, por ahí, trozos de cometas en su mayoría, pero todas brillantes con singularidad.—Escoja una —le dijo Apolo.Charm las observó perpleja. Sentía la energía mágica brillar en su estado más puro. Su mirada fue cautivada por una preciosa piedra que ofrecía destellos plateados y marfiles.—Esa —señaló Charm. Apolo los desplazó con ligereza hasta ahí y Charm envolvió la estrella en sus manos. La luz la abrazó y llenó de fuerza su cuerpo. Jamás había tocado una estrella de esa manera. No tenía palabras para agradecerle al mago—. Apolo esto es…—Lo que usted merece, Capitana.Los ojos de ambos se encontraron. El mago la miraba de una manera peculiar; podría incluso asegurar que con un brillo superior al de la estrella que sostenía en manos. No pudo evitar sonreír como respuesta.Sin decir una palabra más, Apolo la remolcó de regreso al barco, en un viaje lento en el que ella se dedicó a apreciar la belleza del cielo y a sentir, por primera vez, un cosquilleó que se extendía en su espalda, justo en el lugar en donde el mago posaba sus dedos con firmeza para sostenerla.Al volver al castillo de la Orden de Atenea la tormenta de nieve había cesado. Pusieron todo en su lugar. El pino fue situado en toda la entrada. Las gemas preciosas colgaron de cada una de las ramas y la estrella bajada por Apolo fue erguida en lo más alto. El árbol de Navidad parecía una obra de arte que los mantuvo a todos por varios minutos embelesados.Mr. Máximin apareció de repente y se aclaró la garganta.—¡Ejem! Esta noche se me ha otorgado la importantísima tarea de ser el jurado de la Navidad Pirata. Obviando el hecho de que no tenemos otro competidor en esta competencia, declaro como ganadora la señorita Wounded Charm y su tripulación por su excelente trabajo en esta búsqueda del tesoro.De su bata blanca, el Arcancri reveló un precioso trofeo de oro en forma de árbol de Navidad, idéntico a los obtenidos por su madre. Charm no podía creerlo.—Pero… ¿cómo? —No tardó en darse cuenta que el material pertenecía al botín extraído en la Cueva de Midas—. Evergreen, ¿tú lo hiciste?La líder de la Orden de Atenea le brindó una sonrisa maternal.—Aunque se convierta en carbón en una semana, espero que su recuerdo perdure. Feliz Navidad, mi querida Charm. Y con el coro enérgico propio de una tripulación, el resto de los integrantes de la Orden de Atenea completaron:—¡Feliz Navidad!Un secreto de hieloCinco días antes de Navidad, Arietis comenzó a sentirse enferma. De repente sus hechizos de fuego carecían de impulso. Sentía frío en todo momento sin importar cuántas capas de cobijas o abrigos se pusiera encima. Su temperatura corporal bajó muy por debajo de lo que una demonio de fuego debía estar para mantenerse con vida. La búsqueda de las Manecillas del Tiempo Absoluto había sido extenuante, pero esto parecía algo más que simple agotamiento. Renegó hasta que no tuvo más remedio que dejarse examinar por Brimaire.—Tu corazón se está congelando —concluyó su hermana cuando terminó el escaneo de su cuerpo, con un gesto aterrorizado y las manos temblorosas.Al principio, Arietis pensó que se trataba de un chiste –solían decirle que era tan fría con sus pretendientes que su corazón debía estar hecho de hielo–, pero al corroborar que la mirada espantada de su hermana no cambiaba, supo que hablaba en serio.—¿A qué te refieres? —preguntó con seriedad.—Tienes el corazón lleno de esquirlas de hielo, y más de la mitad se ha congelado. Late lento, y la temperatura que ha empezado a reinar al interior de tu cuerpo apaga las llamas y no te permite conjurar ningún hechizo. Tenemos que consultar a Mr. Máximin enseguida.Sin derecho a protestar, la joven Elementia fue arrastrada al interior de la gran biblioteca de la Orden en donde el sabio Arcancri las atendió con premura. Escuchó todo el diagnóstico de Brimaire, cuyas palabras ya rayaban el llanto, y se limitó a hacer solo dos preguntas junto a una que otra prueba para corroborar lo dicho por la mayor de los Elementia. Al final, se decidió a hablar, acomodando sus inmensos anteojos.—En efecto, se trata de un Síndrome del Corazón Congelado —Antes de que Brimaire se echara a llorar, el Arcancri continuó con su explicación—. El SCC, como lo llamaremos de ahora en adelante, es una afectación que viven los magos de fuego cuando se ven obligados a reprimir aquello que por lo general les da el combustible para encender su magia: sus sentimientos. Debes estar cohibiéndote, y de qué manera, de expresar o sentir algo, Arietis. Y sea lo que sea: no acabará bien.—Tienes que decirle la verdad —La confrontó Malvinne una vez que salió disparada de la biblioteca con la intención de evitar el interrogatorio de su hermana y Mr. Máximin. Por supuesto, Malvinne, en forma de sombra, había escuchado toda la conversación.—No es lo que te imaginas —dijo, y trató de zafarse apresurando el paso.—Es el único motivo por el que puede estar pasando esto, Arietis —espetó la demonio. Sus ojos filudos se cruzaron con los de ella—. Odio ser quien te lo diga, pero tienes que confesárselo. Ustedes los humanos y sus emociones tienen formas extrañas de actuar… pero si algo he aprendido en este cuerpo, es que aquello que no se dice se pudre, y empieza a corromper todo por dentro.Los secretos pesan como el hielo. Y el que ella guardaba en su pecho comenzaba a punzarle la piel, con esquirlas heladas que no la dejaban respirar. Pronto empezó a sentirlas. Finas púas que la incomodaban al caminar, o que amenazaban con cercenarla cuando se recostaba. No era capaz de dormir ni tampoco de probar alimento, porque todo lo que comía se quedaba congelado. Pero la peor sensación era cuando lo veía a él en la Orden de Atenea: si se encontraba a Lazzio caminando por ahí, su corazón se agitaba y las esquirlas de hielo astilladas en su corazón chuzaban todos sus órganos tras cada latido.El hielo crecía día tras día, hasta que al fin se hizo insoportable. Decidió entonces que le escribiría una carta. Pero al poner sus palabras sobre el papel, estas ardieron involuntariamente como si estuvieran escritas con gasolina en lugar de tinta. Pensó entonces que le hornearía unas galletas y con eso le revelaría sus sentimientos –porque, ¿las personas enamoradas hornean galletas para conquistar a los otros, no es así?–. Sin embargo, su fugaz paso por el camino de la pastelería terminó con la cocina incendiada y en su hermano Spyro conjurando nubes de lluvia para apagar el fuego. Rendida y desesperada, se decantó por la única posibilidad restante: tendría que decirlo, con palabras.Practicó frente al espejo. Al principio, no era capaz de mirarse por más de cinco segundos en su reflejo con esas ideas en la mente. Al día siguiente, trató de balbucear, tímidamente, aquello que tanto le costaba, pero no tuvo éxito. Las palabras se quedaban congeladas en su garganta. En ese momento empezó a sentir que el hielo ya no solo habitaba su corazón, sino que reptaba por su pecho hasta entumecerle la garganta. Tenía que hacer algo.El día de Navidad llegó finalmente, sin solución. Arietis sentía que no le alcanzaba el aire para respirar. Se abstuvo de hacer parte de la celebración y se mantuvo tan lejos de Lazzio como le fue posible. Cuando el reloj marcó las doce, se escabulló a la cocina por un poco de chocolate, derrotada y decidida a confinarse de nuevo en su alcoba.Al atravesar el portón a toda velocidad, no se fijó quién yacía junto al mesón, guardando las sobras de la cena. Chocó contra él con fuerza y por poco cae al suelo de no ser por la mano firme que la sostuvo.Era él.—Arietis… hola —dijo Lazzio, nervioso como no era habitual en él. Con un tirón la puso en pie a su lado. Su mirada la rehuía con cierta timidez. La joven Elementia se quedó pasmada ante sus ojos. Frente al silencio, el mago paso saliva con pesadez y se decidió a hablar—. Pensé… ya sabes, estos días… que me estabas evitando.Al decirlo, su rostro se volcó por completo hacia ella, con una sonrisa de medio lado. Los ojos de Arietis se abrieron enormes. Eso era todo menos lo que quería que él sintiera. Intentó separar los labios, pero el frío había subido a su boca y le era imposible decir nada. El mago la observó, inquieto, hasta que comprobó que ella no respondería. Con una sonrisa triste, se alejó de su lado.—Bien, te dejaré sola. Disculpa si te molesté.—Lazzio yo… —El mago se detuvo y giró su cabeza en el acto hacia ella. Sus miradas se encontraron, expectantes. El silencio era suyo, tan fuerte, que permitía oír el latido de sus corazones que galopaban a ritmo. Lazzio se giró por completo y se le quedó viendo. Arietis lo examinó con minucia. Examinó su rostro, sus ojos marrones, sus labios. La marca de Leo que llevaba grabada en la nuca, su cabello. Cada parte de él estaba grabada en su memoria a través de un recuerdo distinto en el que ella se sintió amada. No pensó más y se dejó llevar. Estiró una mano y cerró los dedos con los suyos. El mago tembló a su tacto. Arietis era una maga de fuego, pero estaba helada en ese momento. Por instinto, se atrevió a acariciar el pliegue de sus manos—¿Sí, Arietis? —Sus ojos se llenaron de ilusión. Un magnetismo potente los empujaba a tenerse cerca y abrazarse, a encontrar de vuelta algo perdido.—Yo… —De repente lo tenía de frente. Podía saborear su olor, aquel en el que durmió, recostada en su pecho, noches enteras—. Yo… —El mundo y las estrellas parecían hechas solo para ellos—. Yo… —Y parte del hielo en su corazón por fin se quebró—: Es que quiero decirte que yo… yo soy… —¡Carajo, cuanto le costaba hablar, decirle la verdad! Por más que lo intentara, por más que lo quisiera, sus palabras seguían congeladas en su garganta—. Lazzio, yo soy…En un movimiento intempestivo, Lazzio Silverlust la haló de la muñeca y la pegó a su pecho. Con ambos manos abrazó su cuerpo. El fuego de Arietis resurgió. El hombre acercó su boca a su oído y susurró:—Si no estás lista para decirme lo que sea que estás guardando, no tienes que hacerlo. No me importa quién seas tú, porque sea como sea, lo que sé de ti me es suficiente para mantener vivo cada sentimiento que ya te he declarado. Sé que piensas que lo que siento por ti es liviano, pero hay algo que me ata a ti como a nadie en este mundo, Arietis. Bien sea como tu amigo, como tu compañero de batalla, o como lo que me permitas ser, mi corazón es tuyo y estaré a lado.Del techo de piedra de la cocina, una pequeña ramilla tomó forma en el hechizo favorito de todo mago en Navidad: un muérdago. Los ojos de ambos saltaron del muérdago al otro.Entonces, los labios de Lazzio presionaron su mejilla.Un tierno beso en la mejilla.Un beso que le produjo el deshielo a su dolor inconfesado.Solo un beso, que la curó.—Feliz Navidad, Arietis.La joven Elementia se aferró a él con todas sus fuerzas para estar viva. Lloró sobre su hombro mientras él la consolaba, sin afanarse en preguntarle por qué. Había descongelado su corazón lágrima a lágrima. Y cuando ya no le quedaba hielo, sino solo fuego, por fin se atrevió a decir:—Te quiero, Lazzio Silverlust. Por favor, no te apartes nunca de mi lado.El mago sonrió, con los labios aprisionados contra el cabello de ella.—Si es lo que deseas, no me iré de tu lado nunca, jamás. Ni en esta vida, ni en otras más.—Feliz Navidad, Lazzio.Nota del autor:Espero hayas disfrutado estas pequeñas historias que alimentan el universo de Zodiacci. Ojalá te permitas abrazar tu hogar de la forma en la que lo hizo Kyara, así ese hogar se encuentre en familiares o amigos. Tal como descubrió Charm, no importa qué pase en tu vida, siempre habrá motivos para sonreír. Y procura no llenar tu corazón de sentimientos sin confesar; porque aquello que no se dice se congela en nuestro pecho y puede marchitar hasta el alma más pura. No te guardes nunca una palabra de amor, te lo pide Arietis.Por último, recuerda que basta con encender una sola llama de esperanza en medio de cualquier guerra para crear un momento de paz. Sé esa llama que necesita el mundo, que necesitas tú. Creo que las personas tenemos magia; creo en ti, en la fuerza de tu corazón. Así que no dejes de soñar y pedir con fuerza tus deseos hacia las estrellas.Feliz Navidad.No olvide conectarse con la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.
Imaginen una mañana a fines de noviembre. Una mañana al comienzo del invierno, hace más de veinte años. Piensen en la cocina de un viejo caserón de pueblo. Su característica principal es una estufa negra enorme; pero tiene también una mesa redonda muy grande y una chimenea con un par de mecedoras, frente a ella. Precisamente hoy comienza la estufa su temporada de rugidos.Una mujer de gastado pelo blanco está de pie junto a la ventana de la cocina. Tiene puestas unas tenis y un suéter gris muy deformado sobre un veraniego vestido de algodón. Es pequeña y vivaz, como una gallina; pero tiene los hombros horriblemente encorvados, debido a una prolongada enfermedad juvenil. Su rostro es notable, semejante al de Lincoln, igual de marcado, y teñido por el sol y el viento; pero también es delicado, de huesos finos, y con unos ojos de color jerez y expresión tímida.-¡Dios mío! -exclama, y su aliento empaña el cristal-. ¡Ha llegado la temporada de las tartas de frutas!La persona con la que habla soy yo. Tengo siete años; ella, sesenta y tantos. Somos primos, muy lejanos, y hemos vivido juntos, bueno, desde que recuerdo. En la casa también viven otras personas, parientes; y aunque tienen poder sobre nosotros y nos hacen llorar frecuentemente, en general, apenas tenemos en cuenta su existencia. Los dos somos el mejor amigo del otro. Ella me llama Buddy, en recuerdo de un chico que había sido su mejor amigo, hace ya mucho tiempo. El otro Buddy murió de pequeño, en los años ochenta del siglo pasado. Ella sigue siendo pequeña.-Lo sabía antes de levantarme de la cama -dice, volviéndole la espalda a la ventana y con una mirada de excitación determinada-. La campana del patio sonaba fría y clarísima. Y no cantaba ningún pájaro; se han ido a tierras más cálidas, ya lo creo que sí. Mira, Buddy, deja de comer galletas y ve por nuestro coche. Ayúdame a buscar el sombrero. Tenemos que preparar treinta tartas.Siempre ocurre lo mismo: llega cierta mañana de noviembre, y mi amiga, como si oficialmente inaugurase esa temporada navideña anual que le dispara la imaginación y reaviva el fuego de su corazón, anuncia:-¡Ya es hora de preparar las tartas! Ve por nuestro coche. Ayúdame a buscar el sombrero.Y aparece el sombrero, que es de paja, bajo de copa y muy ancho de ala, y con un atado de rosas de terciopelo marchitadas por la intemperie: antiguamente era de una parienta que vestía muy a la moda. Guiamos juntos el coche, un destartalado cochecito de niño, por el jardín, camino de la arboleda de pacanas. El cochecito es mío; es decir que lo compraron para mí cuando nací. Es de mimbre, y está bastante destrenzado, y sus ruedas se mueven como las piernas de un borracho. Pero es un objeto fiel; en primavera lo llevamos al bosque para llenarlo de flores, hierbas y helechos para las macetas de la entrada; en verano, amontonamos en él toda la parafernalia de las meriendas campestres, junto con las cañas de pescar, y bajamos hasta la orilla de algún riachuelo; en invierno también tiene algunas funciones: es la camioneta en la que trasladamos la leña desde el patio hasta la chimenea, y le sirve de cálida cama a Queenie, nuestra pequeña terrier anaranjada y blanca, un fuerte animal que ha sobrevivido a mucho malhumor y a dos mordeduras de serpiente de cascabel. En este momento Queenie anda trotando detrás del coche.Al cabo de tres horas nos encontramos de nuevo en la cocina, descascarando una carga de nueces que el viento ha hecho caer de los árboles. Nos duele la espalda de tanto agacharnos a recogerlas: ¡qué difíciles han sido de encontrar (pues la parte principal de la cosecha se la han llevado, después de sacudir los árboles, los dueños de la arboleda, que no somos nosotros) bajo las hojas que las ocultaban, entre los pastos engañosos y helados! ¡Caaracrac! Un alegre crujido, fragmentos de truenos en miniatura que resuenan al partir las cáscaras mientras en la jarra de leche sigue creciendo el dorado montón de dulce y aceitosa fruta marfileña. Queenie comienza a relamerse, y de vez en cuando mi amiga le da furtivamente un pedacito, pese a que insiste en que ni siquiera nosotros las probemos.-No debemos hacerlo, Buddy. Si empezamos, no habrá quien nos pare. Y no tenemos suficientes, ni siquiera con las que hay. Son treinta tartas.La cocina va oscureciéndose. El crepúsculo transforma la ventana en un espejo: nuestros reflejos se mezclan con la luna ascendente mientras seguimos trabajando junto al hogar y a la luz de la chimenea. Por fin, cuando la luna ya está muy alta, echamos las últimas cáscaras al fuego suspirando al unísono, observando cómo van encendiéndose. El coche está vacío; la jarra, llena hasta el borde.Cenamos (galletas frías, jamón, dulce de zarzamora) y hablamos de lo del día siguiente.Al día siguiente empieza el trabajo que más me gusta: ir de compras. Cerezas y cidras, jengibre y vainilla y piña hawaiana en lata, nueces y pasas y pacanas y whisky y, oh, un montón de harina, manteca, muchísimos huevos, especias, esencias: pero ¡nos hará falta un poni para tirar del coche hasta casa!Pero, antes de comprar, queda la cuestión del dinero. Ninguno de los dos tiene ni cinco.Solamente las limitadas cantidades que los otros habitantes de la casa nos proporcionan muy de vez en cuando (ellos creen que una moneda de diez centavos es una fortuna); y 10 que nos ganamos por medio de diversas actividades: organizar sorteos de cosas viejas, vender baldes de zarzamoras que nosotros mismos recogemos, tarros de mermelada casera y de dulce de manzana y de durazno en conserva, o recoger flores para bodas y funerales. Una vez ganamos el septuagésimo noveno premio, cinco dólares, en un concurso nacional de rugby. Y no porque sepamos ni jota de rugby, sino porque participamos en todos los concursos de los que tenemos noticia: en este momento nuestras esperanzas se centran en el Gran Premio de cincuenta mil dólares que ofrecen por inventar el nombre de una nueva marca de café (nosotros hemos propuesto “A.M.”; y, después de dudarlo un poco, porque a mi amiga le parecía sacrílego, como eslogan, “¡A.M.! ¡Amén!”).Sinceramente, nuestra única actividad provechosa de verdad fue lo del Museo de Monstruos y Feria de Atracciones que organizamos hace un par de veranos en una leñera.Las atracciones consistían en proyecciones de linterna mágica con imágenes de Washington y Nueva York prestadas por un familiar que había estado en esos lugares (y que se puso furioso cuando se enteró del motivo por el que se las habíamos pedido); el Monstruo era un pollito de tres patas, recién incubado por una de nuestras gallinas. Toda la gente de por aquí quería ver al pollito: les cobrábamos cinco centavos a los adultos, y dos a los niños. Y llegamos a ganar nuestros buenos veinte dólares antes de que el museo cerrara sus puertas debido a la defunción de su principal estrella.Pero entre unas cosas y otras vamos acumulando cada año nuestros ahorros navideños, el Fondo para Tartas de Frutas. Guardamos bien escondidos estos ahorros en un viejo monedero, debajo de una tabla suelta que está debajo del piso que está debajo del orinal que está debajo de la cama de mi amiga. Solo sacamos el monedero de su seguro escondrijo para hacer un nuevo depósito, o, como suele ocurrir los sábados, para algún retiro; porque los sábados me corresponden diez centavos para el cine. Mi amiga no ha ido jamás al cine, ni tiene intención de hacerlo:-Prefiero que me cuentes la historia, Buddy. Así puedo imaginármela mejor. Además, las personas de mi edad no deben gastar la vista. Cuando se presente el Señor, quiero verlo bien.Aparte de no haber visto ninguna película, tampoco ha comido en ningún restaurante, viajado a más de cinco kilómetros de casa, recibido o enviado telegramas, leído nada que no sean historietas gráficas y la Biblia, usado cosméticos, pronunciado malas palabras, deseado a nadie mal alguno, mentido a conciencia, ni dejado que ningún perro pasara hambre. Y estas son algunas de las cosas que ha hecho, y que suele hacer: matar con una azada a la más grande serpiente de cascabel jamás vista en este condado (dieciséis cascabeles), tomar rapé (en secreto), domesticar colibríes (desafío a cualquiera a que lo intente) hasta conseguir que se mantengan en equilibrio sobre uno de sus dedos, contar historias de fantasmas (tanto ella como yo creemos en los fantasmas) tan estremecedoras que te dejan helado hasta en julio, hablar consigo misma, pasear bajo la lluvia, cultivar las camelias más bonitas de todo el pueblo, aprenderse la receta de todas las antiguas recetas curativas de los indios, entre otras, una fórmula mágica para quitar verrugas.Ahora, terminada la cena, nos retiramos a la habitación que hay en una parte alejada de la casa, y que es el lugar donde mi amiga duerme, en una cama de hierro pintada de rosa furioso, su color preferido, cubierta con una colcha hecha de retazos. En silencio, saboreando los placeres de los conspiradores, sacamos de su escondrijo secreto el monedero y derramamos su contenido sobre su colcha. Billetes de un dólar, enrollados como un cigarrillo y verdes como brotes de mayo. Oscuras monedas de cincuenta centavos, tan pesadas que sirven para cerrarle los ojos a un muerto. Hermosas monedas de diez centavos, las más alegres, las que tintinean de verdad. Monedas de cinco y veinticinco centavos, tan pulidas por el uso como guijarros de río. Pero, sobre todo, un horrible montón de olorosas monedas de un centavo. El verano pasado, otros habitantes de la casa nos contrataron para matar moscas, un centavo por cada veinticinco moscas muertas. Ah, aquella carnicería de agosto: ¡cuántas moscas volaron al cielo! Pero no fue un trabajo que nos llenara de orgullo. Y, mientras vamos contando los centavos, es como si volviésemos a contar moscas muertas. Ninguno de los dos tiene habilidad para los números; contamos despacio, restamos, y volvemos a empezar. Según los cálculos de ella, tenemos 12 dólares y 73 centavos. Según los míos, 13 dólares exactamente.-Espero que te hayas equivocado, Buddy. Más vale andar con cuidado si son trece. Se nos desinflarán las tartas. O enterrarán a alguien. Por Dios, en mi vida se me ocurriría levantarme de la cama un día trece.Lo cual es cierto: se pasa todos los días trece en la cama. De modo que, para asegurarnos, sacamos un centavo y lo tiramos por la ventana.De todos los ingredientes que utilizamos para hacer nuestras tartas de frutas no hay ninguno tan caro como el whisky, que, además, es el más difícil de comprar: su venta está prohibida por el gobierno. Pero todo el mundo sabe que se le puede comprar una botella al señor Jajá Jones. Y al día siguiente, después de haber terminado nuestras compras más prosaicas, nos encaminamos al bar del señor Jajá, un “pecaminoso” (por citar la opinión pública) bar de pescado frito y baile que está a la orilla del río. No es la primera vez que vamos allí, y con el mismo propósito; pero los años anteriores hemos hecho tratos con la mujer de Jajá, una india de piel negra como la tintura de yodo, brillante cabello oxigenado, y apariencia de muerta de cansancio. De hecho, jamás hemos visto a su marido, aunque hemos oído decir que también es indio. Un gigante con cicatrices de cuchillazos en las mejillas. Le llaman Jajá por lo serio, nunca se ríe. Cuando nos acercamos al bar (una amplia cabaña de troncos, adornada por dentro y por fuera con guirnaldas de lamparitas desnudas pintadas de colores vivos, y situada en la embarrada orilla del río, a la sombra de unos árboles por entre cuyas ramas crece el musgo como niebla gris) detenemos nuestro paso. Incluso Queenie deja de brincar y permanece cerca de nosotros. Ha habido asesinatos en el bar de Jajá. Gente descuartizada. Descalabrada. El mes próximo irá al juzgado uno de los casos. Naturalmente, esta clase de cosas suceden por la noche, cuando suena el tocadiscos y las lamparitas pintadas proyectan demenciales sombras. De día, el local de Jajá es destartalado y está desierto. Llamo a la puerta, ladra Queenie, grita mi amiga:-¡Señora Jajá! ¡Eh, señora! ¿Hay alguien en casa?Pasos. Se abre la puerta. Nuestros corazones se detienen. ¡Es el señor Jajá Jones en persona! Es un gigante; y tiene cicatrices; y no sonríe. Nos lanza miradas llameantes con sus satánicos ojos rasgados, y quiere saber:-¿Qué quieren de Jajá?Durante un instante nos quedamos tan paralizados que no podemos hablar. Al rato, mi amiga encuentra una media voz, apenas una vocecita susurrante:-Si no le importa, señor Jajá, queremos un litro del mejor whisky que tenga.Los ojos se le rasgan incluso más. ¿No es increíble? ¡El señor Jajá está sonriendo! Hasta riendo.-¿Cuál de los dos es el bebedor?-Es para hacer tartas de frutas, señor Jajá. Para cocinar.Esto le templa el ánimo. Frunce el ceño.-Qué manera de tirar un buen whisky.No obstante, se hunde en las sombras del bar y vuelve unos cuantos segundos después con una botella de contenido amarillo margarita, sin etiqueta. Muestra su centelleo a la luz del sol y dice:-Dos dólares.Le pagamos con monedas de diez, cinco y un centavo. De repente, mientras hace sonar las monedas en la mano cerrada, como si fuesen dados, se le suaviza la expresión.-¿Saben qué? -nos propone, devolviendo el dinero a nuestro monedero-. Págenmelo con una tarta de frutas.De vuelta a casa, mi amiga comenta:-A mí me ha parecido un hombre encantador. Pondremos una tacita de pasas de más en su tarta.La cocina negra, cargada de carbón y leña, brilla como una calabaza iluminada. Giran velozmente los batidores de huevos, dan vueltas como locas las cucharas en ollas cargadas de manteca y azúcar, endulza el ambiente la vainilla, lo hace picante el jengibre; unos olores combinados que hacen que te pique la nariz saturan la cocina, empapan la casa, salen volando al mundo arrastrados por el humo de la chimenea. A los cuatro días hemos terminado nuestra tarea. Treinta y una tartas, ebrias de whisky, se tuestan al sol en los estantes y los alféizares de las ventanas.¿Para quién son?Para nuestros amigos. No necesariamente amigos de la vecindad: de hecho, la mayor parte las hemos hecho para personas con las que quizá solo hemos hablado una vez, o ninguna. Gente con la que nos hemos encaprichado. Como el presidente Roosevelt. Como el reverendo J. C. Lucey y señora, misioneros bautistas en Borneo, que el pasado invierno dieron unas conferencias en el pueblo. O el pequeño afilador que pasa por aquí dos veces al año.O Abner Packer, el conductor del autobús de las seis que, cuando llega de Mobile, nos saluda con la mano cada día al pasar delante de casa envuelto en una nube de polvo. O los Wiston, una joven pareja californiana cuyo automóvil se rompió una tarde ante nuestro portón, y que pasó una agradable hora charlando con nosotros (el joven Wiston nos sacó una foto, la única que nos han sacado en nuestra vida). ¿Es debido a que mi amiga siente timidez ante todo el mundo, excepto los desconocidos, que esos desconocidos, y otras personas a quienes apenas hemos tratado, son para nosotros nuestros más auténticos amigos? Creo que sí. Además, los cuadernos en donde conservamos las notas de agradecimiento con membrete de la Casa Blanca, las ocasionales comunicaciones que nos llegan de California y Borneo, las postales de un centavo firmadas por el afilador, hacen que nos sintamos relacionados con unos mundos llenos de acontecimientos, situados muy lejos de la cocina y de su precaria imagen de un cielo recortado.Una rama desnuda de higuera decembrina araña la ventana. La cocina está vacía, han desaparecido las tartas; ayer llevamos las últimas al correo, cargadas en el coche, y una vez allí tuvimos que vaciar el monedero para pagar los sellos postales. Estamos en la ruina. Es una situación que me deprime notablemente, pero mi amiga está empeñada en que lo celebremos: con los dos centímetros de whisky que nos quedan en la botella de Jajá. A Queenie le echamos una cucharada en su café (le gusta el café aromatizado con achicoria, y bien cargado). Dividimos el resto en un par de vasos de gelatina. Los dos estamos bastante atemorizados ante la perspectiva de tomar whisky solo; su sabor provoca en los dos expresiones beodas y amargos estremecimientos. Pero al rato comenzamos a cantar simultáneamente una canción diferente cada uno. Yo no me sé la letra de la mía, solo: Ven, ven, ven a bailar a la fiesta esta noche. Pero puedo bailar: eso es lo que quiero ser, bailarín de claqué en películas musicales. La sombra de mis pasos de baile salta por las paredes; nuestras voces hacen sonar la porcelana; reímos como tontos: se diría que unas manos invisibles están haciéndonos cosquillas. Queenie se pone a rodar, patalea en el aire, y algo parecido a una sonrisa tensa sus labios negros. Me siento ardiente y chispeante por dentro, como los troncos que se desmenuzan en el hogar, despreocupado como el viento en la chimenea. Mi amiga baila un vals alrededor de la estufa, sujetando el dobladillo de su pobre falda de algodón con la punta de los dedos, como si fuera un vestido de noche: Muéstrame el camino de vuelta a casa, está cantando, mientras rechinan en el piso sus tenis de goma. Muéstrame el camino de vuelta a casa.Entran dos parientes. Muy enojados. Potentes, con miradas censoras, lenguas severas. Escuchen lo que dicen sus palabras, amontonándose unas sobre otras hasta formar una canción de ira:-¡Un niño de siete años! ¡Oliendo a whisky! ¡Te volviste loca! ¡Dárselo a un niño de siete años! ¡Estás reloca! ¡Por el mal camino! ¿Te acuerdas de la prima Kate? ¿Del tío Charlie? ¿Del cuñado del tío Charlie? ¡Qué escándalo! ¡Qué vergüenza! ¡Qué humillación! ¡Arrodilláte, reza, pídele perdón al Señor!Queenie se esconde debajo de la estufa. Mi amiga se queda mirando vagamente sus tenis, le tiembla el mentón, se levanta la falda, se suena los mocos y se va corriendo a su cuarto. Mucho después de que el pueblo haya ido a acostarse y la casa esté en silencio, con la sola excepción de los carillones de los relojes y el chisporroteo de los fuegos casi apagados, mi amiga llora contra una almohada que ya está tan húmeda como el pañuelo de una viuda.-No llores -le digo, sentado a los pies de la cama y temblando a pesar del camisón de franela, que aún huele al jarabe de la tos que tomé el invierno pasado-, no llores -le suplico, jugando con los dedos de sus pies, haciéndole cosquillas-, eres demasiado vieja para llorar.-Por eso lloro -dice ella, hipando-. Porque soy demasiado vieja. Vieja y ridícula.-Ridícula no. Divertida. Más divertida que nadie. Oye. Como sigas llorando, mañana estarás tan cansada que no podremos ir a cortar el árbol.Se endereza. Queenie salta encima de la cama (lo cual le está prohibido) para lamerle las mejillas.-Conozco un lugar donde encontraremos árboles de verdad, preciosos, Buddy. Y también hay acebo. Con bayas tan grandes como tus ojos. Está en el bosque, muy adentro. Más lejos de lo que nunca hemos ido. Papi nos traía de allí los árboles de Navidad: los traía al hombro. Eso era hace cincuenta años. Bueno, no sabes lo impaciente que estoy por que amanezca.De mañana. La escarcha helada da brillo al pasto; el sol, redondo como una naranja y anaranjado como una luna de verano, cuelga en el horizonte y bruñe los plateados bosques invernales. Chilla un pavo salvaje. Un cerdo renegado gruñe entre la maleza. Pronto, junto a la orilla del poco profundo riachuelo de aguas veloces, tenemos que abandonar el coche. Queenie es la primera en vadear la corriente; chapotea hasta el otro lado, ladrando en son de queja porque la corriente es muy fuerte, tan fría que seguro que se agarra una pulmonía.Nosotros la seguimos, con el calzado y los utensilios (un hacha pequeña, una bolsa de arpillera) sostenidos encima de la cabeza. Dos kilómetros más de espinas, erizos y zarzas que se nos enganchan en la ropa; de herrumbrosas agujas de pino, y con el brillo de los coloridos hongos y las plumas caídas. Aquí, allí, un brillo, un temblor, un éxtasis de trinos nos recuerdan que no todos los pájaros han volado hacia el Sur. El camino serpentea siempre por entre charcos alimonados de sol y sombríos túneles de enredaderas. Hay que cruzar otro arroyo: una agotada flota de moteadas truchas espumea el agua alrededor nuestro, mientras unas ranas del tamaño de platos se entrenan tirándose de panza; unos castores obreros construyen un dique. En la otra orilla, Queenie se sacude y tiembla. También tiembla mi amiga: no de frío, sino de entusiasmo. Una de las maltrechas rosas de su sombrero deja caer un pétalo cuando levanta la cabeza para inhalar el aire cargado del aroma de los pinos.-Ya casi llegamos. ¿Lo hueles, Buddy? -dice, como si estuviéramos acercándonos al océano.En efecto, es algo semejante al océano. Aromáticas e ilimitadas extensiones de árboles navideños, de acebos de hojas punzantes. Bayas rojas tan brillantes como campanillas sobre las que se ciernen, gritando, negros cuervos. Después de haber llenado nuestras bolsas de arpillera con la cantidad suficiente de verde y rojo como para adornar una docena de ventanas, nos disponemos a elegir el árbol.-Tendría que ser -dice mi amiga- el doble de alto que un chico. Para que ningún chico pueda robarle la estrella.El que elegimos es el doble de alto que yo. Un valiente y bello bruto que se banca treinta hachazos antes de caer con un grito crujiente y estremecedor. Cargándolo como si fuese una pieza de caza, comenzamos la larga expedición de regreso. Cada pocos metros abandonamos la lucha, nos sentamos, jadeamos. Pero poseemos la fuerza del cazador victorioso que, sumada al perfume viril y helado del árbol, nos hace revivir, nos incita a continuar. Muchas felicitaciones acompañan nuestro crepuscular regreso por el camino de roja arcilla que conduce al pueblo; pero mi amiga se muestra esquiva cuando la gente elogia el tesoro que llevamos en el carricoche: qué árbol tan hermoso, ¿de dónde lo han sacado?-De allá lejos -murmura ella con imprecisión. Una vez se detiene un coche, y la perezosa mujer del dueño rico de la fábrica se asoma y balbucea:-Les doy veinticinco centavos por ese árbol.En general, a mi amiga le da miedo decir que no; pero en esta ocasión rechaza rápidamente el ofrecimiento con la cabeza:-Ni por un dólar.La mujer del empresario insiste.-¿Un dólar? ¡Un cuerno! Cincuenta centavos. Y es mi última oferta. Pero, mujer, si puedes ir por otro.En respuesta, mi amiga reflexiona amablemente:-Lo dudo. Nunca hay dos de nada.En casa: Queenie se desploma junto al fuego y duerme hasta el día siguiente, roncando como un ser humano.Un baúl que hay en la buhardilla contiene: una caja de zapatos llena de colas de armiño (procedentes de la capa que usaba para ir a la ópera cierta dama extraña que en otros tiempos alquiló una habitación de la casa), varios rollos de gastadas cenefas de oropel que el tiempo ha terminado dorando, una estrella de plata, una breve tira de bombitas en forma de vela, fundidas y seguramente peligrosas. Adornos magníficos, hasta cierto punto, pero que no son suficientes: mi amiga quiere que el árbol arda -como la vidriera de una iglesia bautista-, que se le doblen las ramas bajo el peso de una copiosa nevada de adornos. Pero no podemos permitimos el lujo de comprar los hermosos objetos made in Japan que venden en el negocio de baratijas. De modo que hacemos lo mismo que hemos hecho siempre: pasarnos días y días sentados a la mesa de la cocina, armados de tijeras, lápices y montones de papeles de colores. Yo dibujo los perfiles, y mi amiga los recorta: gatos y más gatos, y también peces (porque es fácil dibujarlos), unas cuantas manzanas, otras tantas sandías, algunos ángeles alados hechos de las hojas de papel de aluminio que guardamos cuando comemos chocolate. Utilizamos ganchitos para sujetar todas estas creaciones al árbol; como toque final, espolvoreamos por las ramas bolitas de algodón (recogido para este fin el pasado agosto). Mi amiga, estudiando el efecto, entrelaza las manos.-Dime la verdad, Buddy. ¿No está para comérselo?Queenie intenta comerse un ángel.Después de trenzar y adornar con cintas las coronas de acebo que ponemos en cada una de las ventanas de la fachada, nuestro siguiente proyecto consiste en inventar regalos para la familia. Pañuelos tejidos a mano para las señoras, y, para los hombres, jarabe casero de limón, dulce y aspirina, que debe ser tomado “en cuanto aparezcan síntomas de resfriado y después de salir de caza”. Pero cuando llega la hora de preparar el regalo que nos haremos el uno al otro, mi amiga y yo nos separamos para trabajar en secreto. A mí me gustaría comprarle una navaja con incrustaciones de perlas en el mango, una radio, medio kilo entero de cerezas recubiertas de chocolate (las probamos una vez, y desde entonces está siempre jurando que podría alimentarse solo de ellas. “Te lo juro, Buddy, bien sabe Dios que podría… y no tomo su nombre en vano.”). En lugar de eso, le estoy haciendo un cometa. A ella le gustaría comprarme una bicicleta (lo ha dicho millones de veces: “Si pudiera, Buddy. La vida ya es bastante mala cuando tienes que prescindir de las cosas que te gustan a ti; pero, demonios, lo que más me enoja es no poder regalar aquello que les gusta a los otros. Pero algún día te la consigo, Buddy. Te encuentro una bici. Y no me preguntes cómo. Quizá la robe”). En lugar de eso, estoy casi seguro de que me está haciendo un cometa: igual que el año pasado, y que el anterior. El anterior a ese nos regalamos sendas hondas. Todo lo cual está bien: porque somos los reyes a la hora de hacer volar los cometas, y sabemos estudiar el viento como los marineros; mi amiga, que sabe más que yo, hasta es capaz de hacer que flote un cometa cuando no hay ni la brisa suficiente para traer nubes.La tarde anterior a la Nochebuena nos conseguimos una moneda de cinco centavos y vamos a la carnicería para comprarle a Queenie su regalo tradicional: un buen hueso masticable de buey. El hueso, envuelto en papel de fantasía, queda situado en la parte más alta del árbol, junto a la estrella. Queenie sabe que está allí. Se sienta al pie del árbol y mira hacia arriba, en un éxtasis de codicia: llega la hora de acostarse y no se quiere mover ni un centímetro. Yo me siento tan excitado como ella. Me destapo a patadas y me paso la noche dándole vueltas a la almohada, como si fuese una de esas noches tan sofocantes de verano. Canta desde algún lugar un gallo: equivocadamente, porque el sol sigue estando al otro lado del mundo.-¿Estás despierto, Buddy?Es mi amiga, que me llama desde su cuarto, justo al lado del mío; y al cabo de un instante ya está sentada en mi cama, con una vela encendida.-Mira, no puedo cerrar un ojo -declara-. La cabeza me da más saltos que una liebre. Oye, Buddy, ¿crees que la señora Roosevelt servirá nuestra tarta para la cena?Nos arrebujamos en la cama, y ella me aprieta la mano diciendo te quiero.-Me da la sensación de que antes tenías la mano mucho más pequeña. Supongo que detesto la idea de verte crecer. ¿Seguiremos siendo amigos cuando te hagas mayor?Yo le digo que siempre.-Pero me siento horriblemente mal, Buddy. No sabes la de ganas que tenía de regalarte una bici. He intentado vender el camafeo que me regaló papá. Buddy -duda un poco, como si estuviese muy avergonzada-, te he hecho otro cometa.Luego le confieso que también yo le he hecho un cometa, y nos reímos. La vela ha ardido tanto que ya no hay quien la sostenga. Se apaga, delata la luz de las estrellas que dan vueltas en la ventana como unos villancicos visuales que lenta, muy lentamente, va acallando el amanecer. Seguramente dormitamos; pero la aurora nos salpica como si fuese agua fría; nos levantamos, con los ojos como platos y errando de un lado para otro mientras aguardamos a que los demás se despierten. Con toda deliberación, mi amiga deja caer un cacharro metálico en el suelo de la cocina. Yo bailo claqué ante las puertas cerradas. Uno a uno, los parientes emergen, con cara de sentir deseos de asesinarnos a ella y a mí; pero es Navidad, y no pueden hacerlo. Primero, un desayuno lujoso: todo lo que se puedan imaginar, desde panqueques y ardilla frita hasta maíz tostado y miel en panal. Lo que pone a todo el mundo de buen humor, con la sola excepción de mi amiga y yo. La verdad, estamos tan impacientes por llegar a los regalos, que no conseguimos tragar ni un bocado.Pues bien, me llevo una decepción. ¿Y quién no? Unas medias, una camisa para ir a la escuela dominical, unos cuantos pañuelos, un suéter usado, una suscripción por un año a una revista religiosa para niños: El pastorcillo. Me vuelven loco. De verdad.El botín de mi amiga es mejor. Su principal regalo es una bolsa de mandarinas. Pero está mucho más orgullosa de un chal de lana blanca que le ha tejido su hermana, la que está casada. Pero dice que su regalo favorito es el cometa que le he hecho yo. Y, en efecto, es muy bonito; aunque no tanto como el que ha hecho ella para mí, azul y salpicado de estrellitas verdes y doradas de buena conducta; es más, hasta lleva mi nombre, “Buddy”, pintado.-Hay viento, Buddy.Hay viento, y nada importará hasta el momento en que bajemos corriendo al prado que queda cerca de casa, el mismo adonde Queenie ha ido a esconder su hueso (y el mismo en donde, dentro de un año, será enterrada Queenie). Una vez allí, nadando por la sana hierba que nos llega hasta la cintura, soltamos nuestros cometas, sentimos sus tirones de peces celestiales que flotan en el viento. Satisfechos, reconfortados por el sol, nos tiramos en el pasto y pelamos mandarinas y observamos las cabriolas de nuestros cometas. Me olvido enseguida de las medias y del suéter usado. Soy tan feliz como si ya hubiésemos ganado el Gran Premio de cincuenta mil dólares de ese concurso de marcas de café.-¡Ay, pero qué tonta soy! -exclama mi amiga, repentinamente alerta, como la mujer que se ha acordado demasiado tarde de lo que había dejado en el horno-. ¿Sabes qué había creído siempre? -me pregunta en tono de haber hecho un gran descubrimiento, sin mirarme a mí, pues los ojos se le pierden en algún lugar situado a mi espalda-. Siempre había creído que para ver al Señor hacía falta que el cuerpo estuviese muy enfermo, agonizante. Y me imaginaba que cuando Él llegase sería como contemplar una vidriera bautista: tan bonito como cuando el sol se mete a chorros por los vidrios de colores, tan luminoso que ni te enteras de que está oscureciendo. Y ha sido una vidriera de colores en la que el sol se metía a chorros, así de espectral. Pero seguro que no es eso lo que suele suceder. Apuesto a que, cuando llega el final, la carne comprende que el Señor ya se ha mostrado. Que las cosas, tal como son -su mano traza un círculo, en un ademán que abarca nubes y cometas y pasto, y hasta a Queenie, que está escarbando la tierra en la que ha enterrado su hueso-, tal como siempre las has visto, eran verlo a Él. En cuanto a ti, podría dejar este mundo con un día como hoy en la mirada.Esta es la última Navidad que pasamos juntos.La vida nos separa. Los supuestos sabios deciden que mi lugar está en un colegio militar. Y a partir de ahí se sucede una desdichada serie de cárceles a toque de corneta, de sombríos campamentos de verano a toque de diana. Tengo además otra casa. Pero no importa. Mi casa está allí donde se encuentra mi amiga, y jamás la visito.Y ella sigue allí, dando vueltas por la cocina. Con Queenie como única compañía. Luego sola. (“Querido Buddy -me escribe con su letra salvaje, difícil de leer-, el caballo de Jim Macy le dio ayer una horrible patada a Queenie. Demos gracias de que ella no llegó a enterarse del dolor. La envolví en una sábana de hilo y la llevé en el coche al prado de Simpson, para que esté rodeada de sus huesos…”). Durante algunos noviembres sigue preparando sus tartas de frutas sin nadie que la ayude; no tantas como antes, pero sí unas cuantas; y, por supuesto, siempre me envía “la mejor de todas”. Además, me pone en cada carta una moneda de diez centavos envuelta en papel higiénico: “Ve a ver una película y cuéntame la historia”. Poco a poco, sin embargo, en sus cartas tiende a confundirme con su otro amigo, el Buddy que murió en los años ochenta del siglo pasado; poco a poco, los días trece van dejando de ser los únicos días en que no se levanta de la cama: llega una mañana de noviembre, una mañana sin hojas ni pájaros que anuncia el invierno, y esa mañana ya no tiene fuerzas para darse ánimos exclamando:-¡Vaya por Dios, ha llegado la temporada de las tartas de frutas!Y cuando eso ocurre, yo lo sé. El mensaje que lo cuenta no hace más que confirmar una noticia que cierta vena secreta mía ya había recibido, amputándome una insustituible parte de mí mismo, dejándola suelta como un cometa cuyo hilo se ha roto. Por eso, cuando cruzo el césped del colegio en esta mañana de diciembre, no dejo de escrutar el cielo. Como si esperase ver, a manera de un par de corazones, dos cometas perdidos que suben corriendo hacia el cielo.No olvide conectarse a la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.
Hace un par de días asistí yo a una boda… Pero no… Antes he de contarles algo relativo a una fiesta de Navidad. Una boda es, ya de por sí, cosa linda, y aquella de marras me gustó mucho… Pero el otro acontecimiento me impresionó más todavía. Al asistir a aquella boda, hube de acordarme de la fiesta de Navidad. Pero voy a contarles lo que allí sucedió.Hará unos cinco años, cierto día entre Navidad y Año Nuevo, recibí una invitación para un baile infantil que había de celebrarse en casa de una respetable familia amiga mía. El dueño de la casa era un personaje influyente que estaba muy bien relacionado; tenía un gran círculo de amistades, desempeñaba un gran papel en sociedad y solía urdir todos los enredos posibles; de suerte que podía suponerse, desde luego, que aquel baile de niños sólo era un pretexto para que las personas mayores, especialmente los señores papás, pudieran reunirse de un modo completamente inocente en mayor número que de costumbre y aprovechar aquella ocasión para hablar, como casualmente, de toda clase de acontecimientos y cosas notables. Pero como a mí las referidas cosas y acontecimientos no me interesaban lo más mínimo, y como entre los presentes apenas si tenía algún conocido, me pasé toda la velada entre la gente, sin que nadie me molestara, abandonado por completo a mí mismo.Otro tanto hubo de sucederle a otro caballero, que, según me pareció, no se distinguía ni por su posición social, ni por su apellido, y, a semejanza mía, sólo por pura causalidad se encontraba en aquel baile infantil… Inmediatamente hubo de llamarme la atención. Su aspecto exterior impresionaba bien: era de gran estatura, delgado, sumamente serio e iba muy bien vestido. Se advertía de inmediato que no era amigo de distracciones ni de pláticas frívolas. Al instalarse en un rinconcito tranquilo, su semblante, cuyas negras cejas se fruncieron, asumió una expresión dura, casi sombría. Saltaba a la vista que, quitando al dueño de la casa, no conocía a ninguno de los presentes. Y tampoco era difícil adivinar que aquella fiestecita lo aburría hasta la náusea, aunque, a pesar de ello, mostró hasta el final el aspecto de un hombre feliz que pasa agradablemente el tiempo. Después supe que procedía de la provincia y sólo por una temporada había venido a Petersburgo, donde debía de fallarse al día siguiente un pleito, enrevesado, del que dependía todo su porvenir. Se le había presentado con una carta de recomendación a nuestro amigo el dueño de la casa, por lo que aquél cortésmente lo había invitado a la velada: pero, según parecía, no contaba lo más mínimo con que el dueño de la casa se tomase por él la más ligera molestia. Y como allí no se jugaba a las cartas y nadie le ofrecía un cigarro ni se dignaba dirigirle la palabra -probablemente conocían ya de lejos al pájaro por la pluma-, se vio obligado nuestro hombre, para dar algún entretenimiento a sus manos, a estar toda la noche mesándose las patillas. Tenía, verdaderamente, unas patillas muy hermosas; pero, así y todo, se las acariciaba demasiado, dando a entender que primero habían sido creadas aquellas patillas, y luego le habían añadido el hombre, con el solo objeto de que les prodigase sus caricias.Además de aquel caballero que no se preocupaba lo más mínimo por aquella fiesta de los cinco chicos pequeñines y regordetes del anfitrión, hubo de chocarme también otro individuo. Pero éste mostraba un porte totalmente distinto: ¡era todo un personaje!Se llamaba Yulián Mastakóvich. A la primera mirada se comprendía que era un huésped de honor y se hallaba, respecto al dueño de la casa, en la misma relación, aproximadamente, en que respecto a éste se encontraba el forastero desconocido. El dueño de la casa y su señora se desvivían por decirle palabras lisonjeras, le hacían lo que se dice la corte, lo presentaban a todos sus invitados, pero sin presentárselo a ninguno. Según pude observar, el dueño de la casa mostró en sus ojos el brillo de una lagrimita de emoción cuando Yulián Mastakóvich, elogiando la fiesta, le aseguró que rara vez había pasado un rato tan agradable. Yo, por lo general, suelo sentir un malestar extraño en presencia de hombres tan importantes; así que, luego de recrear suficientemente mis ojos en la contemplación de los niños, me retiré a un pequeño boudoir, en el que, por casualidad, no había nadie, y allí me instalé en el florido parterre de la dueña de la casa, que cogía casi todo el aposento.Los niños eran todos increíblemente simpáticos e ingenuos y verdaderamente infantiles, y en modo alguno pretendían dárselas de mayores, pese a todas las exhortaciones de ayas y madres. Habían literalmente saqueado todo el árbol de Navidad hasta la última rama, y también tuvieron tiempo de romper la mitad de los juguetes, aun antes de haber puesto en claro para quién estaba destinado cada uno. Un chiquillo de aquellos de negros ojos y rizos negros, hubo de llamarme la atención de un modo particular: estaba empeñado en dispararme un tiro, pues le había tocado una pistola de madera. Pero la que más llamaba la atención de los huéspedes era su hermanita. Tendría ésta unos once años, era delicada y pálida, con unos ojazos grandes y pensativos. Los demás niños debían de haberla ofendido por algún concepto, pues se vino al cuarto donde yo me encontraba, se sentó en un rincón y se puso a jugar con su muñeca. Los convidados se señalaban unos a otros con mucho respeto a un opulento comerciante, el padre de la niña, y no faltó quién en voz baja hiciese observar que ya tenía apartados para la dote de la pequeña sus buenos trescientos mil rublos en dinero contante y sonante. Yo, involuntariamente, dirigí la vista hacia el grupo que tan interesante conversación sostenía, y mi mirada fue a dar en Yulián Mastakóvich, que, con las manos cruzadas a la espalda y un poco ladeada la cabeza, parecía escuchar muy atentamente el insulso diálogo. Al mismo tiempo hube de admirar no poco la sabiduría del dueño de la casa, que había sabido acreditarla en la distribución de los regalos. A la muchacha que poseía ya trescientos mil rublos le había correspondido la muñeca más bonita y más cara. Y el valor de los demás regalos iba bajando gradualmente, según la categoría de los respectivos padres de los chicos. Al último niño, un chiquillo de unos diez años, delgadito, pelirrojo y con pecas, sólo le tocó un libro que contenía historias instructivas y trataba de la grandeza del mundo natural, de las lágrimas de la emoción y demás cosas por el estilo: un árido libraco, sin una estampa ni un adorno.Era el hijo de una pobre viuda, que les daba clase a los niños del anfitrión, y a la que llamaban, por abreviar, el aya. Era el tal chico un niño tímido, pusilánime. Vestía una blusilla rusa de nanquín barato. Después de recoger su libro, anduvo largo rato huroneando en torno a los juguetes de los demás niños; se le notaban unas ganas terribles de jugar con ellos; pero no se atrevía; era claro que ya comprendía muy bien su posición social. Yo contemplaba complacido los juguetes de los niños. Me resultaba de un interés extraordinario la independencia con que se manifestaban en la vida. Me chocaba que aquel pobre chico de que hablé se sintiera tan atraído por los valiosos juguetes de los otros nenes, sobre todo por un teatrillo de marionetas en el que seguramente habría deseado desempeñar algún papel, hasta el extremo de decidirse a una lisonja. Se sonrió y trató de hacerse simpático a los demás: le dio su manzana a una nena mofletuda, que ya tenía todo un bolso de golosinas, y llegó hasta el punto de decidirse a llevar a uno de los chicos a cuestas, todo con tal de que no lo excluyesen del teatro. Pero en el mismo instante surgió un adulto, que en cierto modo hacía allí de inspector, y lo echó a empujones y codazos. El chico no se atrevió a llorar. En seguida apareció también el aya, su madre, y le dijo que no molestase a los demás. Entonces se vino el chico al cuarto donde estaba la nena. Ella lo recibió con cariño, y ambos se pusieron, con mucha aplicación, a vestir a la muñeca.Yo llevaba ya sentado media horita en el parterre, y casi me había adormilado, arrullado inconscientemente por el parloteo infantil del chico pelirrojo y la futura belleza con dote de trescientos mil rublos, cuando de repente hizo irrupción en la estancia Yulián Mastakóvich. Aprovechó la ocasión de haberse suscitado una gran disputa entre los niños del salón para desaparecer de allí sin ser notado. Hacía unos minutos nada más lo había visto yo al lado del opulento comerciante, padre de la pequeña, en vivo coloquio, y, por alguna que otra palabra suelta que cogiera al vuelo, adiviné que estaba ensalzando las ventajas de un empleo con relación a otro. Ahora estaba pensativo, en pie, junto al parterre, sin verme a mí, y parecía meditar algo.“Trescientos…, trescientos… -murmuraba-. Once…. doce…, trece…, dieciséis… ¡Cinco años! Supongamos al cuatro por ciento… Doce por cinco… Sesenta. Bueno; pongamos, en total, al cabo de cinco años… Cuatrocientos. Eso es… Pero él no se ha de contentar con el cuatro por ciento, el muy perro. Lo menos querrá un ocho y hasta un diez. ¡Bah! Pongamos… quinientos mil… ¡Hum! Medio millón de rublos. Esto es ya mejor… Bueno…; y luego, encima, los impuestos… ¡Hum!”Su resolución era firme. Se escombró, y se disponía ya a salir de la habitación, cuando, de pronto, hubo de reparar en la pequeña. que estaba con su muñeca en un rincón, junto al niñito pobre, y se quedó parado. A mí no me vio, escondido, como estaba, detrás del denso follaje. Según me pareció, estaba muy excitado. Difícil sería, no obstante, precisar si su emoción era debida a la cuenta que acababa de echar o a alguna otra causa, pues se frotó sonriendo las manos, y parecía como si no pudiese estarse quieto. Su excitación fue creciendo hasta un extremo incomprensible, al dirigir una segunda y resuelta mirada a la rica heredera. Quiso avanzar un paso; pero volvió a detenerse y miró con mucho cuidado en torno suyo. Luego se aproximó de puntillas, como consciente de una culpa, lentamente y sin hacer ruido, a la pequeña. Como ésta se hallaba detrás del chico, se inclinó el hombre y le dio un beso en su cabecita. La pequeña lanzó un grito, asustada, pues no había advertido hasta entonces su presencia.-¿Qué haces aquí, hija mía? -le preguntó por lo bajo, miró en torno suyo y le dio luego una palmadita en las mejillas.-Estamos jugando…-¡Ah! ¿Con éste? -y Yulián Mastakóvich lanzó una mirada al pequeño-. Mira, niño: mejor estarías en la sala -le dijo.El chico no replicó, y se le quedó mirando fijo. Yulián Mastakóvich volvió a echar una rápida ojeada en torno suyo, y de nuevo se inclinó hacia la pequeña.-¿Qué es esto, niña? ¿Una muñeca? -le preguntó.-Sí, una muñequita… -repuso la nena algo forzada, y frunció levemente el ceño.-Una muñeca… Pero ¿sabes tú, hija mía, de qué se hacen las muñecas?-No… -respondió la niña en un murmullo, y volvió a bajar la cabeza.-Bueno; pues mira: las hacen de trapos viejos, corazón. Pero tú estarías mejor en la sala, con los demás niños -y Yulián Mastakóvich, al decir esto, dirigió una severa mirada al pequeño. Pero éste y la niña fruncieron la frente y se apretaron más el uno contra el otro. Por lo visto, no querían separarse.-¿Y sabes tú también para qué te han regalado esta muñeca? -tornó a preguntar Yulián Mastakóvich, que cada vez ponía en su voz más mimo.-No.-Pues para que seas buena y cariñosa.Al decir esto, tornó Yulián Mastakóvich a mirar hacia la puerta, y luego le preguntó a la niña con voz apenas perceptible, trémula de emoción e impaciencia:-Pero ¿me querrás tú también a mí si les hago una visita a tus padres? Al hablar así, intentó Yulián Mastakóvich darle otro beso a la pequeña; pero al ver el niño que su amiguita estaba ya a punto de romper en llanto, se apretujó contra su cuerpecito, lleno de súbita congoja, y por pura compasión y cariño rompió a llorar alto con ella. Yulián Mastakóvich se puso furioso.-¡Largo de aquí! ¡Largo de aquí -le dijo con muy mal genio al chico-. ¡Vete a la sala! ¡Anda a reunirte con los demás niños!-¡No, no, no! ¡No quiero que se vaya! ¿Por qué tiene que irse? ¡Usted es quien debe irse! -clamó la nena-. ¡Él se quedará aquí! ¡Déjele usted estar! -añadió casi llorando.En aquel instante sonaron voces altas junto a la puerta y Yulián Mastakóvich irguió el busto imponente. Pero el niño se asustó todavía más que Yulián Mastakóvich; soltó a la amiguita y se escurrió, sin ser visto, a lo largo de las paredes, en el comedor. También al comedor se trasladó Yulián Mastakóvich, cual si nada hubiera pasado. Tenía el rostro como la grana, y como al pasar ante un espejo se mirase en él, pareció asombrarse él mismo de su aspecto. Quizá lo contrariase haberse excitado tanto y hablado de manera tan destemplada. Por lo visto, sus cálculos lo habían absorbido y entusiasmado de tal modo, que a pesar de toda su dignidad y astucia, procedió como un verdadero chiquillo, y en seguida, sin pararse a reflexionar, empezaba a atacar su objetivo. Yo lo seguí al otro cuarto…, y en verdad que fue un raro espectáculo el que allí presencié. Pues vi nada menos que a Yulián Mastakóvich, el digno y respetable Yulián Mastakóvich, hostigar al pequeño, que cada vez retrocedía más ante él y, de puro asustado, no sabía ya dónde meterse.-¡Vamos, largo de aquí! ¿Qué haces aquí, holgazán? ¡Anda, vete! Has venido aquí a robar fruta, ¿verdad? Habrás robado alguna, ¿eh? ¡Pues lárgate en seguidita, que ya verás, si no, cómo te arreglo yo a ti!El muchacho, azorado, se resolvió, finalmente, a adoptar un medio desesperado de salvación: se metió debajo de la mesa. Pero al ver aquello se puso todavía más furioso su perseguidor. Lleno de ira, tiró del largo mantel de batista que cubría la mesa, con objeto de sacar de allí al chico. Pero éste se estuvo quietecito, muertecito de miedo, y no se movió. Debo hacer notar que Yulián Mastakóvich era algo corpulento. Era lo que se dice un tipo gordo, con los mofletes colorados, una ligera tripa, rechoncho y con las pantorrillas gordas…; en una palabra: un tipo forzudo, que todo lo tenía redondito como la nuez. Gotas de sudor le corrían ya por la frente; respiraba jadeando y casi con estertor. La sangre, de estar agachado, se le subía, roja y caliente, a la cabeza. Estaba rabioso, de puro grande que eran su enojo o, ¿quién sabe?, sus celos. Yo me eché a reír alto. Yulián Mastakóvich se volvió como un relámpago hacia mí, y, no obstante su alta posición social, su influencia y sus años, se quedó enteramente confuso. En aquel instante entró por la puerta frontera el dueño de la casa. El chico se salió de debajo de la mesa y se sacudió el polvo de las rodillas y los codos. Yulián Mastakóvich recobró la serenidad, se llevó rápidamente el mantel, que aún tenía cogido de un pico, a la nariz, y se sonó.El dueño de la casa nos miró a los tres sorprendido; pero, a fuer de hombre listo que toma la vida en serio, supo aprovechar la ocasión de poder hablar a solas con su huésped.-¡Ah! Mire usted: éste es el muchacho en cuyo favor tuve la honra de interesarle… -empezó, señalando al pequeño.-¡Ah! -replicó Yulián Mastakóvich, que seguía sin ponerse a la altura de la situación.-Es el hijo del aya de mis hijos -continuó explicativo el dueño de la casa, y en tono comprometedor-, una pobre mujer. Es viuda de un honorable funcionario. ¿No habría medio, Yulián Mastakóvich…?-¡Ah! Lo había olvidado. ¡No, no! -lo interrumpió éste presuroso-. No me lo tome usted a mal, mi querido Filipp Aleksiéyevich; pero es de todo punto imposible. Me he informado bien; no hay, actualmente, ninguna vacante, y aun cuando la hubiese, siempre tendría éste por delante diez candidatos con mayor derecho… Lo siento mucho, créame; pero…-¡Lástima! -dijo pensativo el dueño de la casa-. Es un chico muy juicioso y modesto…-Pues a mí, por lo que he podido ver, me parece un tunante -observó Yulián Mastakóvich con forzada sonrisa-. ¡Anda! ¿Qué haces aquí? ¡Vete con tus compañeros! -le dijo al muchacho, encarándose con él.Luego no pudo, por lo visto, resistir la tentación de lanzarme a mí también una mirada terrible. Pero yo, lejos de intimidarme, me reí claramente en su cara. Yulián Mastakóvich la volvió inmediatamente a otro lado y le preguntó de un modo muy perceptible al dueño de la casa quién era aquel joven tan raro. Ambos se pusieron a cuchichear y salieron del aposento. Yo pude ver aún, por el resquicio de la puerta, cómo Yulián Mastakóvich, que escuchaba con mucha atención al dueño de la casa, movía la cabeza admirado y receloso.Después de haberme reído lo bastante, yo también me trasladé al salón. Allí estaba ahora el personaje influyente, rodeado de padres y madres de familia y de los dueños de la casa, y hablaba en tono muy animado con una señora que acababan de presentarle. La señora tenía cogida de la mano a la pequeña que Yulián Mastakóvich besara hacía diez minutos. Ponderaba el hombre a. la niña, poniéndola en el séptimo cielo; ensalzaba su hermosura, su gracia, su buena educación, y la madre lo oía casi con lágrimas en los ojos. Los labios del padre sonreían. El dueño de la casa participaba con visible complacencia en el júbilo general. Los demás invitados también daban muestras de grata emoción, e incluso habían interrumpido los juegos de los niños para que éstos no molestasen con su algarabía. Todo el aire estaba lleno de exaltación. Luego pude oír yo cómo la madre de la niña, profundamente conmovida, con rebuscadas frases de cortesía, rogaba a Yulián Mastakóvich que le hiciese el honor especial de visitar su casa, y pude oír también cómo Yulián Mastakóvich, sinceramente encantado, prometía corresponder sin falta a la amable invitación, y cómo los circunstantes, al dispersarse por todos lados, según lo pedía el uso social, se deshacían en conmovidos elogios, poniendo por las nubes al comerciante, su mujer y su nena, pero sobre todo a Yulián Mastakóvich.-¿Es casado ese señor? -pregunté yo alto a un amigo mío, que estaba al lado de Yulián Mastakóvich.Yulián Mastakóvich me lanzó una mirada colérica, que reflejaba exactamente sus sentimientos.-No -me respondió mi amigo, visiblemente contrariado por mi intempestiva pregunta, que yo, con toda intención, le hiciera en voz alta.***Hace un par de días hube de pasar por delante de la iglesia. La muchedumbre que se apiñaba en el balcón, y sus ricos atavíos, hubieron de llamarme la atención. La gente hablaba de una boda. Era un nublado día de otoño, y empezaba a helar. Yo entré en la iglesia, confundido entre el gentío, y miré a ver quién fuese el novio. Era un tío bajo y rechoncho, con tripa y muchas condecoraciones en el pecho. Andaba muy ocupado, de acá para allá, dando órdenes, y parecía muy excitado. Por último, se produjo en la puerta un gran revuelo; acababa de llegar la novia. Yo me abrí paso entre la multitud y pude ver una beldad maravillosa, para la que apenas despuntara aún la primera primavera. Pero estaba pálida y triste. Sus ojos miraban distraídos. Hasta me pareció que las lágrimas vertidas habían ribeteado aquellos ojos. La severa hermosura de sus facciones prestaba a toda su figura cierta dignidad y solemnidad altivas. Y, no obstante, a través de esa seriedad y dignidad y de esa melancolía, resplandecía el alma inocente, inmaculada, de la infancia, y se delataba en ella algo indeciblemente inexperto, inconsciente, infantil, que, según parecía, sin decir palabra, tácitamente, imploraba piedad.Se decía entre la gente que la novia apenas si tendría dieciséis años. Yo miré con más atención al novio, y de pronto reconocí al propio Yulián Mastakóvich, al que hacía cinco años que no volviera a ver. Y miré también a la novia. ¡Santo Dios! Me abrí paso entre el gentío en dirección a la salida, con el deseo de verme cuanto antes lejos de allí. Entre la gente se decía que la novia era rica en dinero contante y sonante y que poseía medio millón de rublos, más una renta por valor de tanto y cuanto…“¡Le salió bien la cuenta”, pensé yo, y me salí a la calle.No olvide conectarse a la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.
Primera estrofaEl fantasma de MarleyMarley estaba muerto; eso para empezar. No cabe la menor duda al respecto. El clérigo, el funcionario, el propietario de la funeraria y el que presidió el duelo habían firmado el acta de su enterramiento. También Scrooge había firmado, y la firma de Scrooge, de reconocida solvencia en el mundo mercantil, tenía valor en cualquier papel donde apareciera. El viejo Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.¡Bueno! Esto no quiere decir que yo sepa por experiencia propia lo que hay particularmente muerto en el clavo de una puerta; pero puedo inclinarme a considerar un clavo de féretro como la pieza de ferretería más muerta que hay en el comercio. Mas la sabiduría de nuestros antepasados resplandece en los símiles, y mis manos profanas no deben perturbarla, o desaparecería el país. Me permitiré. pues, repetir enfáticamente que Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.¿Sabía Scrooge que aquél había muerto? Indudablemente. ¿Cómo podía ser de otro modo? Scrooge y él fueron consocios durante no sé cuántos años. Scrooge fue su único albacea, su único administrador, su único cesionario, su único legatario universal, su único amigo y el único que vistió luto por él. Pero Scrooge no estaba tan terriblemente afligido por el triste suceso que dejara de ser un perfecto negociante, y el mismo día del entierro lo solemnizó con un buen negocio.La mención del entierro de Marley me hace retroceder al punto de partida. Es indudable que Marley había muerto. Esto debe ser perfectamente comprendido; si no, nada admirable se puede ver en la historia que voy a referir. Si no estuviéramos plenamente convencidos de que el padre de Hamlet murió antes de empezar la representación teatral, no habría en su paseo durante la noche, en medio del vendaval por las murallas de su ciudad, nada más notable que lo que habría en ver a otro cualquier caballero de mediana edad temerariamente lanzado, después de obscurecer, en un recinto expuesto a los vientos -el cementerio de San Pablo, por ejemplo-, sencillamente para deslumbrar el débil espíritu de su hijo.Scrooge no borró el nombre del viejo Marley. Permaneció durante muchos años esta inscripción sobre la puerta del almacén: "Scrooge y Marley". La casa de comercio se conocía bajo la razón social "Scrooge y Marley". Algunas veces los clientes modernos llamaban a Scrooge Scrooge y otras veces Marley: pero él atendía por ambos nombres. Todo era lo mismo para él.¡Oh! Pero Scrooge era atrozmente tacaño, avaro, cruel, desalmado, miserable, codicioso. incorregible, duro y esquinado como el pedernal, pero del cual ningún eslabón había arrancado nunca una chispa generosa; secreto y retraído y solitario como una ostra. El frío de su interior le helaba las viejas facciones. le amorataba la nariz afilada, le arrugaba las mejillas, le entorpecía la marcha, le enrojecía los ojos, le ponía azules los delgados labios; hablaba astutamente y con voz áspera. Fría escarcha cubría su cabeza y sus cejas y su barba de alambre. Siempre llevaba consigo su temperatura bajo cero; helaba su despacho en los días caniculares y no lo templaba ni un grado en Navidad.El calor y el frío exteriores ejercían poca influencia sobre Scrooge. Ningún calor podía templarle, ninguna temperatura invernal podía enfriarle. Ningún viento era más áspero que él, ninguna nieve más insistente en sus propósitos, ninguna lluvia más impía. El temporal no sabía cómo atacarle. La más mortificante lluvia, y la nieve, y el granizo, y el agua de nieve, podían jactarse de aventajarle en un sola cosa: en que con frecuencia "bajaban" gallardamente, y Scrooge, nunca.Jamás le detuvo nadie en la calle para decirle alegremente: "Querido Scrooge, ¿cómo estáis? ¿Cuándo iréis a verme?" Ningún mendigo le pedía limosna, ningún niño le preguntaba qué hora era, ningún hombre ni mujer le preguntaron en toda su vida por dónde se iba a tal o cual sitio. Aun los perros de los ciegos parecían conocerle, y cuando le veían acercarse arrastraban a sus amos hacia los portales o hacia las callejuelas, y entonces meneaban la cola como diciendo: "Es mejor ser ciego que tener mal ojo".¡Pero qué le importaba a Scrooge! Era lo que deseaba: seguir su camino a lo largo de los concurridos senderos de la vida, avisando a toda humana simpatía para conservar la distancia.Una vez, en uno de los mejores días del año, la víspera de Navidad, el viejo Scrooge se hallaba trabajando en su despacho. Hacía un tiempo frío, crudísimo y nebuloso, y podía oír a la gente que pasaba jadeando arriba y abajo, golpeándose el pecho con las manos y pateando sobre las piedras del pavimento para entrar en calor. Los relojes públicos acababan de dar las tres: pero la obscuridad era casi completa -había sido obscuro todo el día-, y por las ventanas de las casas vecinas se veían brillar las luces como manchas rubias en el aire moreno de la tarde. La bruma se filtraba a través de todas las hendeduras y de los ojos de las cerraduras, y era tan densa por fuera que, aunque la calleja era de las más estrechas, las casas de enfrente se veían como meros fantasmas. Al ver cómo descendía la nube sombría, obscureciéndolo todo, se habría pensado que la Naturaleza habitaba cerca y que estaba haciendo destilaciones en gran escala.Scrooge tenía abierta la puerta del despacho para poder vigilar a su dependiente, que en una celda lóbrega y apartada, una especie de cisterna, estaba copiando cartas. Scrooge tenía poquísima lumbre, pero la del dependiente era mucho más escasa: parecía una sola ascua; mas no podía aumentarla, porque Scrooge guardaba la caja del carbón en su cuarto, y si el dependiente hubiera aparecido trayendo carbón en la pala, sin duda que su amo habría considerado necesario despedirle. Así, el dependiente se embozó en la blanca bufanda y trató de calentarse en la llama de la bujía: pero, como no era hombre de gran imaginación: fracasó en el intento.No olvide conectarse a la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.
En la tarde de este jueves, el entrenador Néstor Lorenzo dio a conocer la lista de convocados que tendrá para la fecha 9 y 10 de las Eliminatorias Sudamericanas, donde enfrentarán a Bolivia, en El Alto; y Chile, en Barranquilla. Dentro del listado de 29 hombres, hay varias sorpresas presentes en la Selección Colombia.Nelson Deossa – C.F. Pachuca (MÉX)Su gran actuación con el Pachuca de México, lo llevó a ganarse un espacio dentro de la nómina de Néstor Lorenzo para la doble fecha de octubre. Cuenta con un factor importante y es que Pachuca se encuentra ubicada a 2.400 metros sobre el nivel del mar y podría ser una ficha clave para el juego contra Bolivia, en El Alto.Ha jugado 10 partidos en la actual temporada y ha anotado dos tantos, siendo una de las figuras de los ‘Tuzos’, que no está pasando por un buen presente en el fútbol mexicano.Jorge Carrascal – F.C. Dinamo Moscú (RUS)Luego de su ausencia en la doble fecha de septiembre frente a Perú y Argentina, el cartagenero está de regreso a la convocatoria de la Selección Colombia. Con el Dinamo de Moscú ha tenido continuidad y el 15 de septiembre anotó su único gol de la temporada frente a Akhmat Grozny.Roger Martínez – Racing Club (ARG)Sus goles y presente brillante con el Racing, de Gustavo Costas, lo llevaron a regresar a una convocatoria de la Selección. El cartagenero tiene un antecedente que pone como una de las cartas para estar presentes el próximo 10 de octubre, contra Bolivia. En el camino a Qatar 2022, Martínez anotó el tanto colombiano en el empate 1-1, en La Paz.Ahora, a más de 4.000 sobre el nivel del mar, el exjugador de América de México podría ser una variante en el frente de ataque, en busca de los tres puntos como visitantes.Willer Ditta – C.F. Cruz Azul (MÉX)Otro de los hombres con experiencia en la altura. En la actual temporada, el hombre de Ibirico ha sido uno de los fijos en el once titular del Cruz Azul, jugando los 900 minutos que van corridos de la Liga MX.Registra cuatro minutos vestido de ‘tricolor’ en el camino a Estados Unidos, Canadá y México 2026. El único partido que disputó fue frente a Ecuador, en Quito, partido que terminó empatado 0-0.Entre las novedades respecto al último llamado en las Eliminatorias Sudamericanas, también resalta el regreso de Dávinson Sánchez y Mateus Uribe. Mientras que llama la atención la continuidad de Juan Camilo Portilla, quien fue llamado de emergencia ante la lesión de Jéfferson Lerma frente a Perú y Argentina.
El japonés Ai Ogura (Boscoscuro) seguro que buscará ser profeta en su tierra para ganar el Gran Premio de Japón de Moto2 en el circuito 'Twin Ring Motegi', en el que el colombiano de origen español David Alonso (CFMoto) podría proclamarse matemáticamente campeón del mundo de Moto3.Ogura es cada vez más líder de Moto2 merced al 'bajón deportivo' de quien hasta ahora era su rival más directo y peligroso, su propio compañero de equipo, el español Sergio García Dols, que en las cinco últimas carreras apenas ha sumado seis puntos frente a los 66 de su oponente.Tras los dos ceros consecutivos de García Dols en Emilia Romaña e Indonesia, seguro que el español buscará resarcirse con un buen resultado, aunque el circuito japonés no sea el mejor escenario posible para conseguirlo, pues por tradición los pilotos japoneses suelen ser muy efectivos y hasta 'agresivos' en su pilotaje en la carrera 'de casa'.Muy distinta es la situación en Moto3, en donde David Alonso podría proclamarse matemáticamente campeón del mundo y, para ello, sólo necesita que el español Daniel Holgado (Gas Gas) no sume tres puntos más que él, mientras él consigue cinco puntos más que el español Iván Ortolá (KTM) y siete más que el neerlandés Collin Veijer (Husqvarna).En resumen, a David Alonso le bastaría con conseguir su décima victoria de la temporada para proclamarse campeón del mundo, independientemente del resultado que consigan sus rivales, salvo si Veijer es segundo, en cuyo caso le faltarían dos puntos para ser campeón matemático de la categoría.Bien es cierto que en Moto3, las nueve victorias que acumula el colombiano dicen mucho de su rendimiento deportivo, pero con opciones de victoria también se encuentran pilotos como los españoles Iván Ortolá, Daniel Holgado, David Muñoz (KTM), Adrián Fernández (Honda), Ángel Piqueras (Honda), o José Antonio Rueda (KTM).Además de ellos, Collin Veijer seguro que buscará algún triunfo más en la categoría antes de dar el salto a Moto2, sin olvidarnos de los japoneses Taiyo Furusato (Honda), Ryusei Yamanaka (KTM) o Tatsuki Suzuki (Husqvarna), que por el hecho de 'jugar en casa', seguro que intentarán dar la sorpresa e imponerse a todos sus rivales de turno.En esas mismas 'cábalas', por lo visto en anteriores grandes premios, habría que incluir a los australianos Joel Kelso (KTM) y Jacob Roulstone (Gas Gas), o a los italianos Luca Lunetta (Honda), Stefano Nepa (KTM) o Matteo Bertelle (Honda).
La tenista estadounidense Coco Gauff, cuarta cabeza de serie del Abierto de China, venció este viernes a la ucraniana Yuliia Starodubtseva (n.115) por 2-6, 6-2 y 6-2, con lo que avanza a las semifinales del torneo, donde se enfrentará a la española Paula Badosa.Starodubtseva comenzó el encuentro con fuerza, sorprendiendo a Gauff con su efectividad al servicio y aprovechando los múltiples errores de la estadounidense.La ucraniana consiguió romper el servicio de Gauff en tres ocasiones y selló el primer set por 6-2, manteniendo el control con un alto porcentaje de primeros servicios y un sólido juego de fondo.Gauff, sin embargo, cambió el rumbo del partido en el segundo parcial.Ajustó su servicio con dos 'aces' y fue más agresiva al resto, rompiendo en dos ocasiones el saque de Starodubtseva, lo que le permitió igualar el marcador tras llevarse la segunda manga por 6-2.En la manga definitiva, Gauff se mostró implacable al romper el servicio de la ucraniana temprano para adelantarse 2-0 y consolidar su ventaja con otro 'break' en el cuarto juego.A pesar de cometer dos dobles faltas, Gauff mantuvo el control, cerrando el partido con un contundente 6-2, asegurando su pase a la siguiente ronda en una hora y 51 minutos.En las semifinales, la estadounidense se verá las caras con Badosa (n.19), raqueta contra la que se ha enfrentado en cinco ocasiones, con un balance favorable a la española, que se impuso en tres de los duelos.Otras cabezas de serie, como la bielorrusa Aryna Sabalenka y la china Zheng Qinwen, oro olímpico en París, disputarán este viernes sus duelos de cuartos de final para alcanzar la penúltima ronda.La vigente campeona y número uno del mundo, la polaca Iga Swiatek, no participa en la edición de este año del torneo.
El hijo de la cantante añadió que su madre "está bien" y bajo los cuidados y supervisión de su médico personal, quien "desde hace más de 20 años la acompaña a cualquier lugar de Cuba y el mundo donde se presente".Jiménez Portuondo también relató el episodio vivido el primero de octubre por su madre, de 93 años."Durante la noche de este 1 de octubre -explicó-, en el Palau de la Música de Barcelona, tras interpretar el clásico Quizás quizás de Osvaldo Farrés, mostró signos de fatiga y desorientación, por lo que consideramos que lo mejor era retirarla del escenario", dijo.Pese a esto, la banda La Failde siguió con la actuación, aunque el hijo de Omara Portuondo también agregó una disculpa a los asistentes al concierto por las molestias que este problema de salud haya podido causar.💬 Síganos en nuestro canal de Whatsapp aquí."Teniendo en cuenta este hecho, consideramos oportuno anunciar el retiro definitivo de Omara de los escenarios durante la presentación en Budapest el próximo domingo, donde se le hará un homenaje por parte de la Orquesta y el público asistente", desveló Jiménez Portuondo."En esta ocasión Omara no cantará, recibirá el cariño y el aplauso. Luego de esto, y por las razones que compartimos antes, seguirá ensayando y grabando desde su estudio en casa o participando en homenajes y encuentros con el público que la quiera agasajar, solo en la medida en que su salud y disposición lo indiquen", señaló el hijo de la cantante.Omara Portuondo dejará definitivamente los escenarios a los 93 años tras una vida entera dedicada a la música, con una especial relevancia en la historia de la mítica banda cubana Buena Vista Social Club. Ver esta publicación en Instagram Una publicación compartida por Omara Portuondo (@omaraportuondocuba)🔴 No olvide conectarse a la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.
"Como gran fanática del trabajo de Harlan, no puedo creer que haya aceptado coescribir una novela conmigo", celebró la actriz oscarizada en una publicación de Instagram junto a una fotografía de ambos."¡O soy la persona más persuasiva del mundo o la idea de este libro es demasiado buena! ¿Quizás ambas cosas? ¡Sinceramente, no puedo esperar a que todos ustedes lo lean!", agregó Witherspoon.La novela, de la que por el momento se desconocen más detalles acerca de la trama o el título, tiene previsto lanzarse al mercado en otoño de 2025, aunque el sitio de venta anticipada Hachette Book Group precisa el 14 de octubre como fecha de lanzamiento de este libro, de 352 páginas.Coben ha escrito más de una treintena de novelas, doce de las cuales han sido adaptadas al cine y la televisión, entre ellos 'Fool Me Once', que se estrenó este año en Netflix.Por su parte, Witherspoon inició en 2017 un club de lectura y su empresa de medios, Hello Sunshine, ha llevado a la pantalla adaptaciones como la comedia 'Something From Tiffany's' (2022) o el drama 'Big Little Lies' (2017), en el que aparecen Nicole Kidman, Laura Dern y Maryl Streep.La actriz ganó en 2005 el Oscar a mejor actriz por su papel en 'Walk the Line' ('En la cuerda floja'), película con la que también logró uno de los dos Globos de Oro que posee, además de un BAFTA.🔴 No olvide conectarse a la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.