Para BB, que no ha leído a Althusser,
pero lo cita mejor que nadie.
¿Quién le teme al arquetipo? Trillado y rumiado en cada pérdida de tiempo, en cada acto creativo, en el divertimento ocioso o en el rígido trabajo profesional, lo arquetípico nos acecha. Queremos ser originales a pesar de…, buscamos una forma disruptiva de representar eso que…, tomamos distancia objetiva para entender el… El solo nombre del arquetipo, su estructura y su carácter, resulta aborrecible para el geniecillo creativo y para el esnobista de vanguardia que vive en nosotros. Los héroes sí, pero no así. Los villanos sí, pero no así. Los obcecados del deseo sí, pero no así. Los sacerdotes y magos sí, pero no así. El amor no, ese de ningún modo. Rechazamos lo arquetípico por considerarlo cliché, endurecemos las emociones y luego salimos a caminar por las calles, pateamos piedras o ideas, que son la misma nadería y que resuenan igual de estrepitosas contras las ventanas y las caras, y cuyo peso específico se pone a prueba en Homecenter o se desinflama con hielo y carne cruda.
Los héroes sí, pero no así. Los villanos sí, pero no así. Los obcecados del deseo sí, pero no así. Los sacerdotes y magos sí, pero no así. El amor no, ese de ningún modo.
Creemos ridícula, por incomprensible, la escena de carretera en la que un padre de familia y una madre de familia, un par de niños bobos y hasta un perro sarnoso, levantan los pulgares a los soldados nicóticos que montan guardia contra…, ¿nada? Creemos ridícula, por incomprensible, la escena de horror que producen los monstruos que se esconden bajo las camas o que se ocultan dentro de los armarios, solo porque al encender las luces y al revisar cada rincón no vemos…, ¿nada? Mmmm. Detrás del fantasmagórico cerco del soldado nicótico hay cadáveres de mujeres transexuales masacradas con metralla y amantes que gimotean un dolor dislálico que sentimos aún vivo a través de las pantallas y de los espejos. Debajo de las camas se mezclan los charcos de orina con el polvo y, si volvemos a apagar la luz y nos instalamos, sentiremos gotear, intermitentemente, las secreciones del horror que, entre más irracionales sean en apariencia, son también las únicas capaces de revelar la vital fragilidad de lo corporal (no digamos ya de lo real, para no sonar anacrónicos y para llegar a todas las audiencias, ¡bendito sea Dios!).
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¿Quién le teme, pues, al arquetipo? El escenógrafo incapaz le teme, aquel ingenuo que prefiere registrar solo la Verdad y descuida su escenificación, la puesta en escena de sus fragmentos y de sus desfases, de su impertinente utilidad, aquel que deja fuera del cuadro todos los trozos que componen la totalidad artificial de la Verdad y que no sirven para nada una vez juntos; pero que alivian, eso sí, un dolor de cabeza o un desamor. Distante de nuestras más entronizadas creencias, el arquetipo es más escénico que caracterológico, está más cerca del artificio que revela sus propios mecanismos disparatados, que del paradigma y su aplicación.
La más reciente obra del iraní Ashgar Farhadi, Un héroe (2021), ganadora (ex aequo) del Gran Prix en el Festival de Cannes del año pasado y que recientemente se proyectó en nuestras salas locales de cine, supone un tratamiento de lo arquetípico en este sentido. La heroicidad, en la obra de Farhadi, es escenificada desde todos sus artificios de producción y reproducción de sentido: íntimos, públicos, políticos, pedagógicos, mediáticos. Se abre el telón…
Rahim Soltani invoca la bondad en un mundo en el que solo quedan ruinas, desconfianza y sospechas. Rahin Soltani miente. Mientras paga el precio de una condena merecida, gozando de otro permiso de salida de prisión, Rahin cree poder soportar ante la mirada escrutadora de los otros el peso insoportable de una bondad milagrosa y excepcional que le extendería un préstamo desinteresado y el pago parcial de su deuda. Nadie le cree. No le creemos. Soltani miente. Ni la sonrisa bobalicona del actor Amir Jadidi, que registra en cámara como si no hubiera nada más en la cara del actor, ni ojos ni pelos ni orejas ni pesadumbre ni eros, ni su sonrisa de niño bueno, de inocente injustamente culpado, puede hacernos perder de vista de Rahim Soltani miente, decididamente y sin escrúpulos.
Rahin Soltani ama. ¿Para qué mentir si no es para amar? La primera secuencia en la que conocemos a su amada nos la revela como un espectro que desciende por unas escaleras de caracol, los bruscos cortes del plano del descenso, el chador negro que inquieta, el callejón iluminado que arruga las ansias y… Mejor hacer sonar las bocinas para que no se escuche el palpitar agitado en los pechos de los enamorados. No es la bondad la que extiende hacia Soltani una oportunidad inmerecida, es el amor. ¿Para qué amar si no es para mancharnos y envilecernos? La impureza arquetípica del cuerpo y la psique de una mujer, que ni el más pesado chador podría disimular, se pregunta sin objeto: ¿cómo se puede ser tan cobarde para conseguir amar en libertad? Un accidente ha hecho retroceder a nuestro héroe, que cree ver signos divinos donde solo hay miedo. Rahin Soltani es un cobarde. Se niega a pagar parte de su deuda con aquel oro que no es suyo, pero con el que su mujer (en posesión accidental del objeto mágico) quiere obsequiarse a sí misma un hombre libre. Sería más fácil para una mujer despojarse del chador que desposar a un hombre erecto. Mentiroso, amante y pusilánime, el carácter del héroe entra en la escena privilegiada de su miseria, entra a su hogar, a su casa, planea reconfortarse en el seno de su familia: que firmen pagarés, que se comprometan por él, que le críen a su hijo enfermo, que le afeiten el cuello y que le muestren un poco de respeto, lo habitual.
“Tienes un corazón tan puro”, declara Farkondeh a su amado, con una condescendencia desgarradora, cuando este ha decidido iniciar el periplo para devolver el oro. La escenificación de la heroicidad sale del espacio de lo íntimo, no hay héroes en la intimidad del hogar. La esfera pública reclama figuración y la representación es cuidadosa. Algo más que cuidadosa, es deslumbrante. La primera representación es la de la Verdad: una mujer asegura ser la dueña del oro, describe el bolso y la situación de la pérdida, pero dice algo más, deposita ese excedente que toda versión debe suministrar para ser rotunda e inexorable, verdadera y paralizante; la mujer asegura que debía cargar todos los días con el oro fruto de su propio trabajo, para que su marido (poseedor legítimo de su cuerpo y de sus ganancias) no lo despilfarrara en juergas. No hay dudas. La hermana de Soltani, dueña de una racionalidad impecable, devuelve el oro. No hay más preguntas. Solo un inmoral podría cuestionar una Verdad revelada con tanta precisión y oportunidad. Algún espectador malintencionado dudará, pero deberá callar los términos de su desazón o nos obligará a parar la función, a encender las luces, a pedirle que se retire y a abuchearlo mientras lo hace. ¡Cómo se atreve! ¿No reconoce la brutal opresión cuándo la ve desplegarse sobre su víctima predilecta, sobre el cuerpo sexuado de una mujer? ¡Espectador canalla! Bienvenidos sean todos a la enunciación de la Verdad. El auditorio modélico de la enunciación de la Verdad está siempre en silencio, lo incontrovertible de su enunciado nos sobrecoge, nos sobrepasa, nos excede. Toda Verdad es un exceso.
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Devuelto el oro, nace un héroe. Lo reclaman para sí los guardianes de la cárcel. Lo degluten las organizaciones benéficas. Lo acreditan los burócratas de turno, los sin nombre, pero con firma. Un hijo tartamudo celebra con palabras el haber recobrado a un padre ungido. Las televisoras y los periódicos se agasajan, porque sabemos que nadie podría decirle a un periodista que no reconoce la heroicidad cuando la ve, podrían acusarlo de no saber escribir y tendrían razón, pero jamás podrían señalarlo de insensible, eso no. ¡Delicioso espectáculo el de la heroicidad en los tiempos de los mass media! ¡Vengan esos pulgares arriba, démosle otro óvulo fértil a ese padre que seca la orina de sus hijos y los disuade de monstruos y de tocamientos indebidos! Rahin Soltani desaparece de escena. Su entrega es total. Su carácter (que conocemos desde el inicio) es ahora irrelevante. Lo arquetípico es escenográfico, hemos dicho antes. Solo el acreedor no se rinde. Y es que hay piernas de mujer debajo del chador y esa es la mayor de las infamias. “¿Debemos premiar a un hombre probadamente infame por hacer de golpe lo que es correcto?”. La pregunta del acreedor es potente, pero inaudible entre tanta extravagancia heroica. Es una interrogación con espíritu, no es una pregunta retórica. Esa debacle vendrá después.
“¿Alguien corroboró la historia de la mujer que reclamó el oro? ¿Alguien le pidió los datos de contacto a la suprema depositaria de la Verdad?”. ¡Qué risotada sardónica se nos planta a los espectadores sabelotodo, que creemos anticiparlo todo mientras las luces sigas apagadas! Traigan de vuelta a aquel Luciano de Samosata, a aquel Menipo que se atrevió a dudar de la versión de una mujer humillada y, ¡cuándo no!, tenía la razón. La víctima sagrada que se inmola en la pira de la heroicidad, del arquetipo del héroe trágico, es el cuerpo sexuado de las mujeres. Esa dominante estructural del arquetipo tiene unos efectos de verdad que lapidan cualquier voluntarismo de resignificación estética e instauran el temor como herramienta de defensa. Es este el significado, ahora más claro, de esa pregunta tonta sobre ¿quién le teme al arquetipo? Todos. Como insumo poiético es difícil de desplegar en su totalidad fragmentaria y como instrumento de catarsis es insoportable y cegador. Edipo, arquetípico héroe trágico, nos lo recuerda mejor que nadie. Los espectadores estamos dentro de la escena, pero cuidémonos de creer que veremos caer al héroe en soledad, porque lo cierto es que, una vez dentro, caeremos con él. La fuerza vinculante del arquetipo no reconoce límites jurisdiccionales, de ahí el temor que produce.
Rahim Soltani lo desconoce todo sobre su escenificación. Despojado de carácter, no se reconoce ni así mismo. Reinicia el periplo de sus propias pistas y no encuentra más que espejismos. No hay mujer, no hay Verdad, no hay testigos, no hay familia, no hay amigos. Solo acreedores. Los carceleros quieren ser indemnizados por su oportunismo. Las organizaciones benéficas quieren ser indemnizadas por su generosa repartija de miserias entre lo normativo y lo ético. La familia anhela una vida normal. Farkondeh, la amada, suplica casi de rodillas porque su homúnculo se haga un hombre al fin y que sea para ella lo que no alcanza a ser ni para él mismo. Desesperada y ofendida hasta lo indecible, Farkondeh se enloda aún más al fingir ser otra, la dueña del oro, mientras su amado sufre un ataque de nervios ante su acreedor y coadyuva a revelar la nueva farsa. No obstante, los medios de comunicación masiva, las redes sociales, esos carroñeros quieren siempre algo más: quieren la pornomiseria. En otro arrebato de pusilanimidad, Soltani acepta intercambiar su buen nombre por el cuerpo enfermo de su hijo y una escena vomitiva se desarrolla. ¡Acentúa tu discapacidad, niño, refuerza dramáticamente tu dolor, tu tara, conmuévenos hasta las lágrimas y danos en vivo y en directo (o en diferido, da igual) el trabajo de parto de un padre! Conviértete en la parturienta de tu propio padre, hazlo nacer de ti y de tu enfermedad… ¡Luces, cámara y acción! Ni el arrebato de dignidad final de Rahim nos saca de la cabeza una escena tan asquerosa y tan perfectamente escrita.
“El héroe trágico es siempre culpable”, se lee en La vida del drama , de Eric Bentley. ¿Dónde radica la implacabilidad de su culpa? En su espera tranquila, en la resignación sosegada con la que acudirá en el día señalado a recibir lo merecido o lo inmerecido, que en este punto son igual de irrelevantes. Rahim Soltani se sienta a esperar y se resigna. En un encuadre final cuya poeticidad visual es difícil de traducir en palabras y, además, es innecesario, su escena se cierra. Él, de regreso a la cárcel cumplirá, su condena; mientras dos amantes anónimos lo serán ahora y para siempre en libertad. Cae el telón…
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Nada le sobra a Farhadi, lo usa todo. Con un tempo efervescente y nada contemplativo, insiste en escenificar la mejor noticia de la semana, pero sin pretensiones moralizantes, contrario a lo que buena parte de la crítica cree sobre su obra. Farhadi es un cronista rojo, no por la sobrecarga tanática que la expresión arrastra, sino por la excesiva y disparatada proliferación de detalles expuestos en sus historias de secuestro, de separación o de fraude. Por más impactante que sea un hecho, en la ficción no sirve para nada. Farhadi no quiere hechos, quiere los detalles que no encajan en ellos, porque ya el rompecabezas parece armado. Ahí nace su ficción, en los residuos del hecho consumado y de la versión consuetudinariamente aceptada. ¡Qué más da un muerto más o un muerto menos! ¡A quién le importa cuáles son los motivos del asesinato! Esas son inquietudes periodísticas serias y sin importancia ficcional. Farhadi quiere ver el cadáver y el proceso completo de su descomposición, quiere registrar en primer plano al gusano soberano que iniciará la escenificación del ritual. No hay gusano que no pase a cumplir con su deber en Un héroe , el proceso de la descomposición es filmado hasta en su detalle más indecoroso o escatológico.
Solo aquel que recolecta sesudos insumos para emitir y repartir juicios de valor, a diestra y siniestra, puede preguntarse al final de la película si la mujer que reclamó el oro como propio decía la verdad o si mentía. Como si la Verdad pudiera ser dicha o requiriera ser probada, por fuera del mundo infértil de los despachos y de los tribunales, como si la Verdad tuviera un archivo y un archivador. La Verdad se escenifica y los efectos de su escena no pueden ser relativizados: esa mujer dijo algo y ese algo tuvo un efecto que es incontrastable, podríamos intentar reescribir la escena cien veces y cien veces ocurriría lo mismo.
La univocidad de la Verdad es empalagosa y peligrosa por igual, imposible y necesaria por igual. ¿Sería posible una enunciación diferencial, multívoca, de la Verdad? No tengo la menor idea, pero comparto con Farhadi una intuición: aún es plausible interrogar sobre este asunto a los arquetipos. Más allá de Disney y de su financiarización de una expresión unívoca de los registros simbólicos de casi todas las imaginerías conocidas, es necesario que perdamos el temor a interrogar a los arquetipos y a reconocer los usos y las prácticas concretas en las que aún participan, así sea en escenificaciones asépticas y depuradas, ridículas e incomprensibles.
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Adenda: acusan a Farhadi de haber plagiado Un héroe a una estudiante y podría terminar hasta preso, me parece un buen momento para hacer una vaca, tipo crowdfunding, e indemnizar a la acreedora. #UnaVacaPorFarhadi