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¿Por qué algunos nombres han sido evitados por los papas a lo largo de la historia?

A lo largo de la historia del Vaticano, varios nombres han sido evitados por los pontífices por razones simbólicas, teológicas o históricas. Aunque los papas pueden elegir libremente su nombre al asumir el cargo, hay nombres que jamás han sido usados: algunos por respeto al apóstol Pedro, otros por su asociación con la traición, el pecado o el mal.

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Pintura de Jesús y Judas Iscariote.

Cuando el cardenal Joseph Ratzinger emergió del balcón central de la Basílica de San Pedro el 19 de abril de 2005, el mundo católico escuchó por primera vez el nombre de Benedicto XVI. No eligió llamarse Pedro II, ni Sixto VI, ni Juan Pablo III. Cada papa, desde el año 533, cuando Mercurio adoptó el nombre de Juan II, ha tenido la libertad de escoger un nombre simbólico al ascender al trono de San Pedro. Sin embargo, existen nombres que, a pesar de su carga histórica o bíblica, han sido sistemáticamente evitados por los pontífices. Las razones van desde el respeto y la prudencia hasta asociaciones negativas difíciles de borrar.

Pedro II: el nombre imposible

Entre todos los nombres que los papas han evitado, Pedro se alza como el más notable. San Pedro, el primer obispo de Roma, considerado el fundamento de la Iglesia católica, ha sido un referente insustituible. Según la tradición, Jesús le confió las llaves del Reino de los Cielos (Mateo 16:19), y la figura de Pedro como "el primer papa" ha sido inquebrantable.

¿Por qué nadie ha osado llamarse Pedro II? La respuesta está en una mezcla de reverencia y estrategia eclesiástica. Adoptar ese nombre implicaría compararse directamente con el apóstol fundador, un acto que podría percibirse como soberbio o incluso herético. La Iglesia católica, consciente del poder simbólico de los nombres, ha preferido preservar la singularidad de Pedro como señal de continuidad espiritual, más allá de los títulos humanos.

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Judas: el gran ausente

A pesar de ser un nombre común en el mundo judío del siglo I y de que hubo otros personajes bíblicos llamados Judas, como Judas Tadeo —un santo venerado—, su asociación inmediata con Judas Iscariote ha bastado para que ningún papa haya adoptado este nombre. En la memoria colectiva cristiana, Judas encarna la traición y la ruptura del pacto sagrado con Cristo. Elegir este nombre sería una provocación innecesaria y una catástrofe mediática para la Iglesia contemporánea.

Lucifer, Caín, Herodes: nombres imborrables del mal

Aunque pueda parecer absurdo pensarlo, es relevante notar que ciertos nombres bíblicos, aunque técnicamente posibles, han sido vetados de facto por su carga negativa. Lucifer, cuya etimología significa "portador de luz", fue uno de los nombres del ángel caído según la tradición cristiana. Caín, el fratricida, y Herodes, el infanticida del Nuevo Testamento, encarnan figuras incompatibles con los ideales pontificios.

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Estos nombres no sólo han sido evitados por papas, sino también por generaciones de fieles católicos que entienden que el poder simbólico del lenguaje puede tener consecuencias espirituales, políticas y culturales.

Nombres que sí se repiten… con cuidado

Mientras algunos nombres se evitan, otros se repiten con intención. Juan, Pío, Benedicto, León, Gregorio o Clemente han sido elegidos una y otra vez, no solo por tradición, sino por las asociaciones positivas que evocan. Juan XXIII, por ejemplo, eligió su nombre en 1958 en honor a Juan el Bautista y a su padre. Benedicto XVI, por su parte, hizo referencia a san Benito de Nursia, patrono de Europa.

Curiosamente, nombres como Sixto, Lando o Hilario, que sí han sido usados, han caído en desuso no por tabúes, sino por la evolución del gusto y las prioridades simbólicas de los pontífices modernos.

El nombre como gesto político y espiritual

Desde que un papa asume un nuevo nombre, establece una declaración de principios. Francisco , elegido en 2013, fue el primero en adoptar ese nombre, evocando la figura de san Francisco de Asís, símbolo de humildad y compromiso con los pobres. Su decisión marcó un cambio de estilo y una ruptura con la tradición reciente de nombres dobles (Juan Pablo, Benedicto). Por eso resulta tan significativo que el nuevo papa, León XIV, haya pronunciado su primer discurso en español y haya adoptado el nombre de aquel pontífice que, con la encíclica Rerum Novarum, dio inicio a la Doctrina Social de la Iglesia. Ese gesto —en la lengua de los empobrecidos y con una referencia directa al pensamiento social católico— no es una simple anécdota. Es una estatua simbólica en medio del presente convulso: una figura cargada de valor metafórico y, quizá, de poder político en ciernes.

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En ese gesto nominal, se lee la dirección de un pontificado: cada papa no solo elige un nombre, elige una misión. Y, en ese acto, también decide qué nombres dejar en el silencio del archivo vaticano, a veces por modestia, otras por respeto, y en no pocos casos, por temor al peso de la historia.

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