
En lo más profundo de la selva guyanesa, donde la humedad ahoga los sonidos y la vegetación devora los vestigios del pasado, yace un pedazo de historia cubierto por el silencio. Jonestown. Un nombre que, en noviembre de 1978, se grabó con fuego en la conciencia del mundo tras uno de los episodios más atroces del siglo XX: la muerte de más de 900 personas —entre ellos casi 300 niños—, miembros del Templo del Pueblo, quienes murieron por envenenamiento masivo tras las órdenes de su líder, el pastor estadounidense Jim Jones.
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La imagen que el mundo conoció fue la de cientos de cuerpos tendidos, alineados como si el horror hubiera seguido una coreografía macabra. La mayoría había ingerido cianuro mezclado con Kool-Aid, aunque investigaciones posteriores demostraron que muchos fueron forzados a beberlo, y algunos incluso recibieron inyecciones. No fue un suicidio colectivo, como se dijo con ligereza durante años: fue un crimen en masa, disfrazado de fe.

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El Templo del Pueblo, fundado en Indiana en los años 50 y trasladado después a California, predicaba una mezcla de cristianismo, socialismo y comunalismo radical. Su líder, Jim Jones, era un carismático predicador con aires de redentor, que atrajo especialmente a comunidades afroamericanas marginadas por el sistema. Cuando las investigaciones por abusos, control mental y malversación empezaron a cercarlo, Jones trasladó su secta a Guyana, buscando crear un paraíso socialista libre de la "opresión estadounidense". Lo que construyó fue una comuna aislada, controlada con violencia y paranoia. El "paraíso" era una prisión selvática.
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Cuarenta y siete años después, en Guyana planea reabrir Jonestown al público como destino turístico. Lo impulsa Wanderlust Adventures, una agencia local que propone rutas en helicóptero o avioneta, seguidas de largas caminatas hasta los restos del campamento. La iniciativa, respaldada por el gobierno guyanés, se presenta como un acto de memoria histórica: se instalarían señalizaciones, réplicas de edificios, ladrillos conmemorativos. La ministra de Turismo, Oneidge Walrond, ha dicho que el país tiene derecho a contar esta historia y que otros lugares del mundo —como Auschwitz o Ruanda— han logrado convertir el dolor en educación y memoria.

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Pero el debate no ha tardado en aparecer. ¿Es posible transformar un sitio de horror en un espacio de reflexión sin caer en el morbo? ¿Puede un país capitalizar una tragedia sin traicionar su gravedad?
Las críticas provienen de académicos, sobrevivientes y familiares de las víctimas. El Instituto Jonestown, que desde hace décadas conserva archivos y testimonios del suceso, teme que la experiencia termine distorsionando los hechos. "La historia oral puede volverse un teléfono descompuesto", advirtió su codirector, Fielding McGehee, al New York Times. Para él, el aislamiento del sitio lo hace inviable, y el riesgo de convertirlo en una atracción superficial es demasiado alto. Muchas de estas voces critican el riesgo de “monetizar” el trauma —un tema sensible para las familias de las víctimas y los sobrevivientes— que insisten en que esta tragedia fue más homicidio que suicidio, y advirtieron que la memoria debe protegerse con un enfoque serio y respetuoso .
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También se ha pronunciado la excongresista estadounidense Jackie Speier, una de las pocas sobrevivientes del ataque armado que precedió la masacre: “Ese lugar no merece ser una atracción turística. Un memorial debería estar en Georgetown, no en medio de la selva”.
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Detrás del debate subyace una pregunta incómoda: ¿quién tiene derecho a narrar esta tragedia? ¿El país donde ocurrió, aunque no fuese el responsable? ¿Los sobrevivientes, aunque la mayoría viva lejos? ¿O es la historia misma la que debe hablar, sin filtros, sin espectáculos? Guyana enfrenta un dilema complejo: el balance entre conservar la memoria de un horror humano y convertirlo en una experiencia turística con fines educativos. Mientras las autoridades apuestan por aprovechar esta oportunidad para educar y atraer visitantes, críticos y afectados temen que se vulnere el respeto que merecen las víctimas. La decisión final, que aún requiere aprobación del gabinete, podría marcar un precedente para el país en temas de memoria y turismo histórico.
