Las cosas sucedieron de manera bastante estrepitosa. Para el 2 de marzo la universidad Bicocca, en Milán, le anunció a un docente de apellido Nori que su curso sobre el escritor Fiódor Dostoievski sería cancelado. El 3 de marzo la misma universidad debió echarse para atrás con la decisión tras la presión mediática y social que estalló en Twitter y otras redes sociales.
Para el 4 de marzo las opiniones estaban divididas y la polarización era clara: un sector de Europa quería derrumbar todas las estatuas de escritores y compositores rusos en sus territorios, otro acusaba a la universidad y a aquellos sectores antirrusos de censura y querer aprovechar el conflicto para generar temor y repulsión hacia manifestaciones de la cultura rusa que no tenían nada que ver con el conflicto, ni con Putin, ni con el discurso nacionalista ruso.
Para el 10 de marzo Valeriy Gergiev y otros artistas rusos importantes para la cultura europea eran condenados al ostracismo por no condenar públicamente la invasión. Otros, como Olga Smirnova y Anastasia Gurskaya, bailarinas de ballet, condenaban la invasión y se mudaban a los Países Bajos o a la misma Ucrania como símbolo de protesta.
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Pronto, lo que parecía un conflicto netamente ligado al campo de la geopolítica internacional terminó convirtiéndose en una disputa que ahora se cuestionaba si leer a Dostoievsky o escuchar a Shostakovich implicaba apoyar veladamente la guerra; luego fue Twitter la que expandió el mensaje: la guerra entre Rusia y Ucrania era una guerra cultural, en la que todo el mundo globalizado era combatiente y parte del mismo.
Un mensaje, un apoyo, una banderita de Ucrania o de la Orden de San Jorge en la foto de perfil podía señalar que aquel interlocutor desconocido en redes es amigo o enemigo. Sin embargo ¿puede decirse realmente que el conflicto entre Rusia y Ucrania es una guerra cultural?, ¿estamos viendo un conflicto que pone en riesgo nuestro modelo de vida y de sociedad?, ¿nuestra cultura?
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Detengámonos por un momento en el concepto de “guerra cultural”. ¿De dónde proviene? Haciendo un mapeo general en redes y en artículos científicos parece que el concepto emerge desde el siglo XIX como una traducción un poco inexacta en inglés del término Kulturkampf , que estaba de moda en el Imperio Alemán y que manifestaba la disputa religiosa entre católicos y protestantes durante la época de Otto von Bismarck.
Aquel término luego fue apropiado por la nueva derecha europea (en cabeza de Alain de Benoist) y por los neoconservadores del Partido Republicano estadounidense hacia la década de los 70, quienes señalaban que la disputa por los valores sociales no se reducía al campo político sino al campo cultural contra la “Nueva Clase” de intelectuales, científicos y periodistas que en aquel tiempo encabezaban el ala progresista del Partido Demócrata. Aquella idea siguió primando en el discurso conservador durante los 90 y los 2000 hasta llegar a Trump y a Steve Bannon, donde volvió a convertirse en un concepto ampliamente difundido en la sociedad y que sirvió para establecer una línea divisoria entre un “nosotros” y un “ellos” en Estados Unidos, una lógica que “amigo” y “enemigo” en la que los “enemigos” eran todos aquellos sectores progresistas y seculares que, con sus ideas multiculturalistas buscaban horadar la sociedad estadounidense y, con ella, a la civilización occidental.
Por lo que podemos concluir que el concepto de “guerra cultural” en este caso es un sesgo, una idea defendida desde un lado del espectro político hacia la derecha que busca sustentar los conflictos sociales y políticos como grandes disputas en las que la civilización occidental “está en riesgo”, por lo que no es muy útil esta idea para describir lo que está sucediendo en este momento en Ucrania.
No obstante, sí es posible rescatar de aquella idea conservadora un elemento analítico que puede servir para describir por qué hemos llegado a la censura y a la cancelación, que está sustentada en las ciencias sociales y que puede darnos tranquilidad: no, la guerra en Ucrania no va a destruir nuestro estilo de vida y nuestro modelo de sociedad, mucho menos cuando la guerra no ha escalado al punto en el que todos estábamos hace menos de un mes, cuando las alarmas de una “Tercera Guerra Mundial” habían estallado en todos los rincones de las redes sociales.
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Lo que sí es cierto es que la cultura es un campo en disputa que también se pelea en las guerras. No solamente porque en la cultura se desarrolla la propaganda y los aparatos mediáticos que servirán para justificar la guerra o para mantener la moral alta en la población y en los ejércitos, sino porque la cultura toca un aspecto fundamental y necesario para que los objetivos de un bando en conflicto se cumplan: determina patrones e identidades bajo la lupa “amigo”/“enemigo”, establece un “adentro” y un “afuera”, un “nosotros” y un “ellos” que va a ser el eje articulador de todos los discursos que luego van a justificar las guerras, las muertes, los “sacrificios” y la idea de “defender” o “atacar” al otro. Antes que una “guerra cultural”, de lo que estamos siendo testigos es de un fiero combate por determinar la identidad y el relato que va a definir cuál es la “verdad”, qué es lo que “realmente” está sucediendo y qué no.
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