El Doctor, por antonomasia, para mí y no sólo para mí, se llamó en el siglo Álvaro Castaño Castillo, fundador y director de HJCK, una de las mayores hazañas culturales cumplidas por Colombia a lo largo de su Historia.
Conocí al Doctor alrededor de 1980 en Colonia, donde sobrevivo. Estuvo aquí para visitar mi emisora, la Radio Deutsche Welle, y nos debimos caer bien recíprocamente, de lo contrario no se explica que la relación continuase ininterrumpida por carta y por teléfono. Nuestro siguiente encuentro tuvo lugar en Estocolmo, diciembre 1982, cuando la entrega del Premio Nobel a GGM. Y gracias al Doctor tuve entrada libre desde el primer momento al santuario colombiano de la fiesta, una que solía iniciarse cuando los suecos se iban a la cama, y más o menos duraba hasta que los pobres suecos se levantaban para iniciar su jornada laboral. Creo que fue allí cuando el Doctor y yo descubrimos que somos Géminis con un solo día de diferencia en el nacimiento: él festejaba sus aniversarios el 9.6., yo sigo lamentando los míos a las 24 horas.
No sabría qué comentar acerca del Doctor que no esté ya trillado de sobra en la bibliografía entretanto existente acerca de su persona. Pero sí puedo contar algo que sabe muy poca gente: que el 9 de junio de 1999, en París, le dí una de las mayores sorpresas y alegrías de su vida, con nuestro regalo por su cumpleaños, el cual festejamos con Álvaro Mutis y Juan David Botero, amén de las respectivas esposas, en una brasería cerca de los Inválidos.
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Y fue porque cuando estuve el año anterior en Bogotá con motivo de la feria del libro –aquella vez con Alemania como invitado de honor–, un día, en su despacho de la HJCK, el Doctor se quejó amargamente de que ahí faltaba uno de los objetos más valiosos de su carrera: la estatuilla del caballo alado Pegaso, el Premio Ondas que le habían otorgado en Barcelona hacía añares, y algún visitante se la “llevó” sin que nadie se diese cuenta.
Me explicó que había recurrido desesperado al orfebre español que fragua las estatuillas del premio, encargándole un duplicado, pero el hombre se negó porque su contrato estipula que ese modelo es único y exclusivo de la SER y no se puede hacer un ejemplar más de los que se entregan anualmente como premios.
Cuál no sería la sorpresa del Doctor cuando desempacó el regalo que le habíamos llevado Diny y yo, ¡y era la dichosa estatuilla! No la que le habían robado, claro está, pero sí una auténtica. El Doctor casi bailaba de contento, pero a pesar de su mucha insistencia nunca le revelé cómo se la conseguí. Tampoco lo voy a revelar aquí y ahora. Un poco de misterio siempre le viene bien a la prosa de la vida. Y lo que importa es que la estatuilla regresó al lugar de donde nunca debió salir: a la colección de trofeos del Doctor.