Enrique, hijo de fabricante de tiples y bandolas que creció con el "olor del aserrín", se pasea entre los instrumentos que ha fabricado o reparado, todos de cuerda, similares a guitarras pero que muestran la gran variedad del folclore colombiano.
"Es transformar un trozo de madera en un instrumento, transformarlo y hacer que suene", explica a EFE. Parece sencillo, pero conseguir el grosor exacto y la forma de la madera para que al pinzar una cuerda el sonido retumbe en el interior exactamente como debe, es todo un arte.
La mayor satisfacción, dice, "no es tanto ver lo bonito, sino que la persona que lo compra -y ojalá que sea un buen profesional en la música- le diga que ha quedado bien". El resto, que el instrumento sea azul o verde o que se le hagan unos acabados finales en el cuerpo, son solo nimiedades: "eso es bonito, pero no tanto como el encanto de que se escuche lo que lo que un profesional quiere".
"Yo siempre he estado metido en el taller, es más, yo de carpintería no entiendo mucho, entonces no sé qué sería si no fuera este oficio", dice sin dejar de lijar una guitarra pequeña, para viaje, que le han encargado y tiene que acabar para venderla por unos 300.000 pesos (75 dólares o 70 euros).
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El último bastión
Casi en penumbra, iluminado por un par de lámparas, este señor, que se niega a revelar su edad para que no le llamen viejo pero lleva más de 50 años fabricando instrumentos en La Candelaria, recuerda cuando cortaba, lijaba y pulía las maderas en la calle, haciendo alarde de su maestría y exhibiendo sus instrumentos frente a su puerta.
Entonces la calle de Las Mandolinas tenía varios talleres más de luthiers, que estaban ahí desde mediados del siglo XIX, y las cuadras de este barrio eran pura artesanía: orfebres de plata, artesanos de vidrio, ceramistas, pintores...
"Por una u otra razón, La Candelaria cambió totalmente", explica sin resentimiento, y añade que lo que sí le molesta es que ahora este barrio sea famoso por la chicha, una bebida alcohólica indígena de macerado de maíz que se comercializa a unas cuadras, en el Chorro de Quevedo, y es el principal atractivo para miles de extranjeros que se quedan en los hostales y apartamentos turísticos de la zona.
Del arte de La Candelaria apenas quedan ya algunos teatros y varias tiendas para turistas, pero Enrique, que ahora trabaja con el reguetón de fondo que llega del restaurante-bar-estanco de al lado, se mantiene y no piensa cerrar: "mientras que pueda pienso estar así, me pongan el restaurante o la comida más moderna... Para mí es importante y me agrada estar como el último bastión".
Las nuevas generaciones
Ninguno de sus hijos ha querido seguir en el negocio, pero a lo largo de los años ha tenido aprendices y curiosos y no desperdicia ninguna oportunidad para enseñar su arte.
Ricardo López, un joven estudiante de Biología de la Universidad Nacional, entró hace cinco años en la tienda para que le arreglaran una guitarra y siguió volviendo, maravillado por el oficio.
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Ha hecho ya varias guitarras y usa su tiempo libre para aprender de Enrique. Ya no es aprendiz, "pero no se puede comparar con el maestro", asegura con una admiración inmensa.
A lo largo de los años, el negocio se ha transformado ligeramente y han incluido guitarras eléctricas y también nuevas máquinas de trabajo, aunque Enrique asegura que al final el proceso de elaboración es similar.
En un rincón conserva un charango hecho con el cuerpo de un armadillo y recuerda que también han tenido que eliminar materiales, ya sea porque está prohibido trabajarlos, como en el caso de los animales salvajes, como porque sean difíciles de encontrar.
"Antes se usaba el cedro para todo, como había harto...", apunta su aprendiz. El cedro es una de las mejores maderas para instrumentos, pero ya es difícil encontrar, por la deforestación, tanto de esta como de otras maderas nobles.
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Por eso en la entrada Enrique acumula puertas antiguas, de madera maciza, que reutiliza para sus instrumentos. Es mejor la madera antigua que la nueva, pues no suena igual.
Ser luthier -dice- es "una profesión que hay que lucharla todos los días" y después una vida en el oficio aún conserva la humildad del aprendiz: "porque sentarme y decir 'ya soy luthier' eso está como berraco (complicado)".
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