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Una Navidad en Zodiacci

Especial para esta época, el escritor Nicolás Guevara, autor de la trilogía "El arca del zodiaco" que tendrá su tercera entrega en marzo de 2024, escribió este cuento que ocurre en la misma línea de sus personajes de "Crónicas de Libra" (Calixta Editores).

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Cortesía Calixta Editores

Antes de leer

Querido lector o lectora:

Los eventos de estas pequeñas historias ocurren en la línea de tiempo de Crónicas de Libra, justo antes de lo ocurrido en la Batalla de Aión al final del primer libro de El Arca del Zodiaco. No contienen ningún spoiler de Crónicas de Aries, pero sí te recomiendo que leas primero Crónicas de Libra antes de sumergirte en estos cuentos.

*

El Espíritu del Invierno

Hay tradiciones que nacen del miedo. Otras que lo hacen del anhelo. Pero aquellas destinadas a perdurar en el tiempo son las que nacen del amor.

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La época de Navidad había llegado a Zodiacci. Azotados por el caos, el tercer año de la Guerra de las Constelaciones había enfriado el corazón de cada mago sobre la Tierra, ante la conquista de Cáncer que avanzaba infundiendo terror en cada territorio. Pero no ese día.

Ese día, los mineros de Sagitario encendieron sus hornos en cada ciudad subterránea, decorados con cintas y listones que al entrar en contacto con el fuego estallaban en chispas que hacían sonreír a los niños.

Los cultos habitantes de Virgo se dejaron seducir por las fiestas y por un día detuvieron sus debates académicos para colgar, a la salida de sus templos, guirnaldas y festones, banderines rojos y verdes, que solo por esa vez iban en contravía con su inmaculado color blanco.

Las hadas de Acuario salieron a bailar hasta convertirse en seres de nieve que recogían en su ser la magia de una nueva estación.

Y en Capricornio, una pareja de hermanos avanzaba a través de una tormenta de nieve con un único objetivo: hallar su hogar.

Todo empezó tres días antes de Navidad, cuando Kyara irrumpió en la habitación de Ogre, gritando.

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—¡Nieve!

Con una mirada fulminante, el cazador estuvo tentado a echarla de su habitación para retomar el libro que tenía entre las manos, pero al girar su cabeza hacia la ventana, sus ojos no dieron crédito de lo que veían. Se levantó con lentitud, aturdido.

Estaba nevando.

Todos los integrantes de la Orden de Atenea salieron al jardín para comprobarlo. Una nevisca de copos cristalinos caía sobre ellos y empezaba a cubrir con pinceladas suaves el suelo.

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—¿Sabes lo que esto significa? —espetó Kyara a su lado, con la mirada severa clavada en el cielo.

—Es solo nieve —respondió él.

—En Capricornio la nieve nunca es ‘solo nieve’. Es el Espíritu del Invierno.

Cuenta la leyenda, que el génesis de la humanidad de Zodiacci se dio en Capricornio, cuando de las estrellas nacieron cuatro hermanos: Primavera, la sanadora floral; Verano, la enérgica bruja de la luz; Otoño, el melancólico mago de la tormenta; e Invierno, el frívolo conjurador del hielo. La relación entre los primeros tres siempre fue afectuosa y especial. Sin embargo, Invierno jamás se sintió acogido por sus hermanos; eran demasiado vigorosos, demasiado alegres y activos. Cansado de sus diferencias, migró al otro polo de la Tierra, donde fundó Cáncer en medio de tierras heladas e impenetrables (algunos historiadores creen que la persecución a Acuario y Capricornio por parte de Cáncer puede tener sus raíces en este relato). Sin embargo, antes de partir, Invierno maldijo las verdes montañas de Capricornio. No vería crecer a sus sobrinos, pero sí les daría un regalo. Una vez cada tantos años dejaría caer nieve a través de su espíritu. Si los descendientes de Primavera, Verano y Otoño eran capaces de cazarlo, les concedería un deseo y desharía el hielo. De lo contrario, congelaría hasta la última hoja de los árboles.

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—Es solo una historia infantil —concluyó Ogre y le dio la espalda para dirigirse de vuelta al castillo.

Más tarde, esa noche, la nieve había cubierto un cuarto de la altura del portón principal. La tormenta era bestial y no parecía calmarse. De nuevo Kyara irrumpió en la habitación de su hermano, ganándose su mirada condenatoria.

—¡Tiene que ser el Espíritu del Invierno! Coincide con el cuento. Es la primera vez que veo nevar en mi vida y por lo que dicen Spyro y Malvinne, esta cantidad de nieve no es normal. Es él, Ogre. Y si lo cazamos, tendremos un deseo.

—Te repito, es solo un cuento infantil —gruñó él entre dientes y regresó los ojos a su lectura.

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—¿Y si no lo fuera? —Esta vez Ogre no pudo reprimir su resoplido exacerbado—. ¿Y si en realidad existe el Espíritu del Invierno? Ogre, la magia supera a diario todo lo que nos enseñaron de niños. El Arca del Zodiaco, los dragones, los titanes, todo lo que hemos aprendido. El Espíritu del Invierno sería solo un tonto hechizo comparado a eso. Podríamos…

—Ya basta, Kyara —La interrumpió.

—Solo te pido algo de esperanza —insistió ella.

—La esperanza es peligrosa.

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—¡La esperanza es necesaria! —Su grito retumbó en los pasillos de roca tras el hondo silencio que le siguió—. Por favor —continuó, con las lágrimas asomándose en sus párpados—. Solo te pido que vengas conmigo. Si nada ocurre, volveremos adentro y haré como si nada hubiera pasado.

El silencio los envolvió con la respuesta implícita de su hermano, haciendo audible el silbido del viento tormentoso. Resignada, Kyara se arrastró hasta la puerta. Pero justo antes de salir, dejó que sus palabras salieran con rabia.

—Volver a casa, eso es lo que pediría. A nuestra tribu. A los brazos de mamá y la tía Driana. A los relatos del abuelo Veyro y la abuela Zinia. A aquellos días. Ese sería mi deseo.

Cuando medio cuerpo de Kyara se encontraba ya en el pasillo, Ogre disparó:

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—Tres días. Si en tres días no conseguimos nada, daremos por terminado el episodio.

No tuvo tiempo de reaccionar ante la velocidad con la que su hermana saltó y se colgó de sus hombros en un abrazo.

Rozando el alba, los hermanos de Capricornio salieron en busca de una estrella, un deseo y una magia perdida.

Por dos días y dos noches caminaron siguiendo cualquier pista. Ogre tuvo que admitir que aquella tormenta invernal no era normal. La nieve les llegaba casi hasta la cadera y era por poco imposible alzar una fogata en medio de las ventiscas despiadadas. El tercer día avanzó con velocidad angustiante. Kyara buscó por todos los medios una pista. Se concentró en cada uno de sus sentidos, a la espera de cualquier manifestación, pero todo en aquella tormenta parecía ordinario. Cuando el Sol empezó a esconderse, sabían que se enfrentaban a lo inevitable.

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Ogre se dispuso a recoger las cosas del campamento mientras Kyara, con desilusión, repasaba el suelo nevado con su dedo. Hasta que un poderoso ventarrón los empujó con tal fuerza que se llevó la tienda de campaña a su paso. Ogre endureció sus piernas y Kyara se aferró con ambas manos a la raíz del árbol junto a ellos.

Al levantar la vista, lo vieron al fin.

Un ser diminuto, de no más de setenta centímetros. De barba blanca y piel azul, con un extraño gorro rojo a juego con su túnica del mismo color. Su mirada era una mezcla entre macabra y juguetona. El sujeto hizo un movimiento con sus manos y desapareció. La tormenta no les dejaba ver nada, pero poco a poco se hizo perceptible un rumor por encima del resoplido del viento. Kyara trató de concentrarse, pero cuando se dio cuenta de la fuente del sonido, ya era demasiado tarde.

Con un choque ensordecedor, la nieve desbocada se propasó por encima de la montaña y se abalanzó en dirección a ellos en un río titánico.

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Una avalancha.

—¡Corre! —gritó Ogre, y ambos se tiraron a la pendiente.

No importa que tan largas fueran sus zancadas, ni que tan rápido pretendieran correr, la nieve les rozaba los tobillos. Kyara trató de transformarse usando su posición del murciélago, pero el frío no le permitía sintetizar una sola runa. Si no hacían algo, quedarían ahogados en ese espeso mar blanco.

Desesperado, Ogre hizo entonces lo único que tenía en sus manos. Reunió su magia en sus palmas y de un solo impulso empujó a Kyara con tal fuerza que la sacó del cauce de la avalancha, hasta un pedrusco que sobresalía por la pendiente.

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—¡No! —El grito de Kyara se vio ahogado por el empujón. Cayó sobre el monolito y se agarró con agilidad para no caer. Giró su mirada horrorizada y vio cómo la nieve se tragaba a Ogre a su paso—. ¡No!

Debía mimetizar algo distinto. Tenía que conjurar algo nuevo. Algo apto para resistir esa temperatura. Clavó las manos en la espesura helada de la nieve y sintió. Sintió el silbido del viento revolcando las crestas de los árboles. Sintió la furia de la avalancha destrozando todo. Sintió la parálisis y el miedo de cientos de animales repartidos en el bosque, intimidados por el invierno. Sintió las hojas cristalizadas, los arroyos dormidos, las montañas taponadas. Y justo cuando creyó que no le quedaba nada por percibir, escuchó un aullido de valentía que avivó el latido de su corazón.

Agudizó sus oídos y amplió su percepción hasta dar con la bestia. Los encontró, eran una manada. Pelaje gris con visos blancos. De patas robustas, oídos atentos y ojos ágiles. Denotó sus colmillos y condensó su esencia. En un solo segundo canalizó su instinto y su conducta. Inhaló con fuerza la fiereza invernal del bosque y manifestó las runas necesarias para lograrlo. Con el cuerpo tiritando, bramó las palabras que llegaron a su mente:

—Posición del Lobo de la Tundra, cazadora de la nieve

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Su piel se tiñó de un leve tinte grisáceo cuando el círculo plateado se dibujó a sus pies; sus orejas se alargaron, al igual que sus ojos; de sus manos nacieron garras. Ya no sentía frío, pero más importante aún, podía moverse por entre la nieve como si se tratara de césped recién cortado. Se alzó en una zancada poderosa y atravesó la pared blanca que la avalancha había creado. La potencia de la naturaleza es tal vez de las cosas más irrefrenables, pero esta vez ella tenía una posibilidad.

Aterrizó sobre el tronco de un árbol que era arrastrado por la nieve. Aspiró con fuerza. La posición del lobo de la tundra le brindaba una capacidad olfativa superior. Buscó el olor de su hermano hasta que lo encontró. Treinta grados al noroeste, quinientos metros más adelante. Con las plantas de sus pies hizo girar el tronco en esa dirección. Lo obligó a seguir sus órdenes, ante la fuerza mágica que despedía.

Se ladeó todo lo que pudo y metió su brazo en la potente avalancha. Con todas sus fuerzas haló hasta sacar a Ogre. El escudero salió de la masa helada con los pulmones ardiendo, desesperados por algo de oxígeno. Con un nuevo movimiento sagaz, Kyara empleó el tronco para sacarlos de ahí. Rodaron por el lateral que no había sido invadido por la avalancha y aterrizaron en una pradera congelada.

Yacieron jadeando por varios minutos. Se limpiaron toda la nieve y cuando por fin Ogre se sintió recompuesto, giró hacia ella.

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—De alguna forma, siempre me salvas la vida.

—Supongo que eso te ganas por tenerme de hermana.

Se miraron entre risas y todo terminó en un abrazo. Kyara recostó su cabeza en el hombro de su hermano, con los ojos cerrados. Extrañaba esto. Sus aventuras, sus cacerías juntos. Estos momentos tan especiales que la hacían sentir como que nada había cambiado. Era a lo que se refería el otro día: aquellos días en los que la vida parecía más sencilla. En medio de la nieve sintió el calor acogedor de su abrazo, pero pronto se dio cuenta de que no era solo eso.

—Kyara… —musitó Ogre, casi sin aliento.

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Al abrir los ojos, un resplandor azulado la cegó. Duró un par de segundos en asimilar la luz, y cuando lo hizo encontró a una criatura que los miraba conmovida. Su expresión ya no era la de un pequeño diablillo travieso hecho de maldad, sino que gimoteaba y limpiaba sus lágrimas con congoja.

—¿Ustedes… hermanos? —preguntó el Espíritu del Invierno.

La joven cazadora asintió.

—Pero ustedes… quererse. ¿Los hermanos… quererse?

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Esta vez fue ella quien se conmovió. Se puso de pie y caminó hacia él. Al principio, el Espíritu del Invierno se echó para atrás de manera instintiva, pero ella se acercó con pasos lentos, demostrándole que era inofensiva. Cuando lo tuvo enfrente, lo tomó de las manos.

—Sí, los hermanos están para quererse. Y tal vez sea momento de que tú te reconcilies con los tuyos.

Una lágrima rodó por la mejilla de la criatura. Pero al final le concedió una sonrisa.

—Deseo… tú pide.

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Kyara giró la cabeza en dirección a Ogre. Su sentir era distinto ahora. Sabía lo que debía pedir, y estaba segura de cuál sería el resultado.

—Llévanos de vuelta a nuestro hogar, por favor.

El Espíritu del Invierno agitó sus manos y un remolino de copos de nieve los envolvió. Giraron con una suavidad impecable, como si fueran abrazados por un grupo de nubes, y en cuestión de un parpadeo, aterrizaron.

Al abrir los ojos, Ogre se dio cuenta de que estaban frente al castillo de la Orden de Atenea.

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—Kyara —dijo él con aprensión. Miró a todas partes, esperando encontrar algo diferente, y entonces regresó la mirada hacia ella con tristeza—. Lo siento, no funcionó.

La cazadora de Capricornio, en cambio, lucía una amplia sonrisa.

Evergreen salió por la puerta de la cocina y corrió hacia ellos. Los envolvió en un cálido abrazo y acercó sus cabezas a su pecho.

—Me tenían preocupada. Salir a cazar en medio de semejante tormenta fue una locura ¿¡qué estaban pensando!? Vengan, vengan, ya todo está listo. Dejó de nevar hace algunos minutos.

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Kyara miró a Ogre de nuevo, quien no parecía entender por qué ella sonreía sin parar.

Al cruzar el portón, se toparon con una escena preciosa. El castillo de la Orden de Atenea estaba decorado con piedras luminosas. Apolo y Charm habían puesto un pino en el centro del salón, decorado con rubíes ovalados, zafiros largos y un poco de nieve artificial conjurada por Spyro. Lazzio cargaba en sus manos una humeante sopa que dispuso junto al pavo servido por Brimaire. Mr. Máximin calibraba una vieja radio en la que sonaba la voz encajonada de un cantante de época, con villancicos propios de la región de Acuario.

—Sí funcionó, hermano. Este es nuestro hogar. Estoy en casa. La señora Evergreen y la Orden de Atenea se convirtieron en eso. No necesito más.

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Cuenta la leyenda que, desde entonces, el Espíritu del Invierno llevará a los aventureros a casa. Al lugar donde sus corazones sueñan y aguardan. A los brazos en los que estarán seguros hasta la eternidad.

Y mientras estuvieran juntos, los hermanos de Capricornio jamás tendrían por qué volver a sentirse solos.

Navidad Pirata

El viento helado de la tormenta zarandeaba las ventanas del Fortuna. Hacía unos veinte minutos que el silbido de la ventisca se había filtrado al interior de su barco, robándole el sueño. Con un gruñido, Charm se levantó de la cama por fin. Al poner los pies descalzos sobre la madera, su cuerpo entero se contrajo, balbuceó un par de cosas, furibunda; se calzó sus botas y se envolvió en una segunda capa de cobijas. Al salir al pasillo, la corriente de viento que la encontró le crispó la piel. Tal como imaginaba, alguna ventana debía de haberse quedado abierta.

—Maldito invierno —dijo mientras avanzaba con pasos tiesos—. Me prometieron que en Capricornio no haría tanto frío al ser una nación tropical.

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Revisó una habitación tras otra sin suerte. Primero la bodega, luego el salón, la trampilla superior, y seguido de esta, la habitación de tripulantes. Sus sentidos estaban ralentizados debido a las bajas temperaturas. Llegó hasta la última puerta y la encontró entreabierta. Su corazón por fin pareció despertar en medio de la modorra invernal.

—¡No! —Liberándose de las cobijas, abrió la puerta de un manotazo—. ¡No, no, no puede ser! ¡Maldita nieve!

En efecto, una ventana se había quedado abierta. La nevisca se colaba revolcando archivos, documentos, mapas y fotografías por doquier, con pilas de nieve que empezaban a acumularse.

Era la habitación de su madre: Altagracia Linborealis.

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Charm corrió hasta la ventana y batalló para cerrarla. Las bisagras se habían cristalizado. La empujó con todo su cuerpo hasta que al final logró desatascar el mecanismo y cerrarla. Jadeando, levantó la mirada y contempló el desastre. Todo se encontraba fuera de lugar.

Aunque lo único que quisiera ese día era meterse bajo sus cobijas y esperar a que el frío mermara, no podía permitirse hacer la vista gorda frente a la habitación de su madre. Desde que desapareció, se prometió que mantendría el barco pulido y lustrado, los pisos relucientes y su cama tendida, a la espera del momento en que la encontrara.

Por más que hoy fuera ese día, justamente, eso no iba a cambiar: Elevó su mirada, guiada por el tic-tac del reloj de madera en el escritorio y comprobó la fecha que se marcaba justo debajo de la hora. Era Navidad.

En Puerto Líbella, la tradición se alejaba de ser simple y tranquila. El puerto adquiría un olor especial durante diciembre. Las panaderías se aromatizaban con el aroma de la natilla, un exquisito postre cremoso de leche y canela. Las calles se llenaban de luces que iluminaban con calidez la Plaza Central, la bahía y todos los corredores hasta altas horas de la noche. La gente cantaba y llegado el día se preparaba una inmensa cena auspiciada por los gremios de magos, que se acompañaba con fuegos pirotécnicos y espectáculos.

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Pero nada de eso se comparaba con la Navidad Pirata.

Cada barco habilitado se enlistaba en una competencia única al mejor estilo de búsqueda del tesoro. Por semanas enteras, los tripulantes de diferentes gremios piratas investigaban y planeaban sus estrategias. Y el día de Navidad, a primera hora, cada navío zarpaba en búsqueda de tres elementos claves: el pino más alto y robusto que pudieran cargar; las decoraciones más llamativas y la estrella más brillante con la que iluminar la copa. Charm amaba esa celebración. De niña, recordaba el frenesí a bordo de este mismo barco, el Fortuna, corriendo y gritando para apoyar a la tripulación de su madre. Y varias veces, fue esa misma tripulación la que se alzó con los trofeos que hoy yacían en esa habitación.

Este sería el primer año que no participara de la Navidad Pirata. Porque Puerto Líbella ya no existía. No estaba su madre, su tripulación estaba incompleta y su gremio había desaparecido. Eran ella y su barco. Y tal como decía el viejo refrán: «Una pirata sin puerto y sin tripulación es lo mismo que un naufragio». Y sí, así era como se sentía: perdida en medio de un inmenso mar. Una vez terminó de limpiar, se dirigió a la cocina por un poco de chocolate caliente. Se serviría un jarrón entero y procedería a dormir el resto del día.

A punto de internarse en su habitación, un golpeteo estridente en la trampilla superior la sobresaltó. Esperó un par de segundos hasta que el ruido se repitió con más fuerza. Se arrastró hasta la trampilla y desbloqueó el mecanismo. Cinco rostros se asomaron en medio de la tormenta de nieve.

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Eran Apolo, el señor Garpho, Evergreen, Brimaire y Spyro.

—Seremos tu tripulación —dijo Brimaire, enérgica, casi sin poder contener su emoción y se lanzó por la escalera hasta abrazarla.

—De… ¿de qué hablan? —preguntó Charm confundida.

—La Navidad Pirata, Capitana —contestó Garpho, emocionado—. ¿Pensó que se me había olvidado? Llevo cuarenta y cuatro sin celebrarla, ¡no me la podía perder esta vez ya que por fin me liberé del Laberinto de Chronos!

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—Pero…

—Siempre vi la Navidad Pirata desde los cielos, también es hora de que me sume —agregó Apolo en tanto ingresaba al interior del barco.

—Pero, ¿y la tormenta? Será imposible levar velas con estos vientos.

Evergreen exhibió un gesto confiado.

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—Estamos en manos de la mejor marinera de Gémini, después de la gran Altagracia Linborealis; estoy segura de que un poco de nieve no será inconveniente para ti. Además, Spyro está más que capacitado para desviar una tormenta como esta.

El Elementia se llevó la mano a la nuca y arrugó el rostro con un gesto desconfiado.

—Bueno, así como que capacitado, muy capacitado, yo diría que no ta…

—¡No hay tiempo que perder! —interrumpió Brimaire entusiasmada, y lo atrajo adentro, cerrando la trampilla para que no se colara la nieve.

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—¿Por dónde empezamos? —preguntó Apolo.

—Recuerden lo que les expliqué: pino, decoraciones y estrella. Con eso estará lista la búsqueda del tesoro —explicó el señor Garpho.

—Podría hacer crecer el mejor pino de todos, pero supongo que eso no está permitido dentro de las reglas de la Navidad Pirata, ¿no es así? —constató Brimaire.

Charm, aún envuelta en sus cobijas, los miraba aturdida. Lucían entusiasmados. Planeaban y trazaban líneas en un plano exhibido por Garpho, y compartían sus estrategias.

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—En verdad… ¿en verdad vamos a hacer esto? No quiero sonar grosera o malagradecida, pero esta tradición no es importante para ninguno de ustedes, más que para el señor Garpho y para mí… —Hizo una pausa, buscando aclarar sus ideas—. ¿Por qué lo harían?

—Porque tú eres importante para nosotros, Charm —indicó Brimaire y la tomó de las manos con afecto. La marinera abrió los ojos con sorpresa ante su respuesta—. Y si es importante para ti, entonces lo es para nosotros. ¡Así que celebraremos esta Navidad Pirata!

En ese momento, un sentimiento nuevo vibró en su pecho. ¡Es cierto! Ella era una sobreviviente de Puerto Líbella. Tenía su barco, una nueva tripulación, y mientras estuviera viva, la tradición no moriría ante ella.

—¡Celebremos esta Navidad Pirata entonces! —exclamó y tiró lejos las cobijas.

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Todos salieron a la borda junto a Charm. La Capitana del Fortuna se acercó al timón y posó sus manos sobre él. Inspiró segura y afianzó sus dedos con fuerza a él. La temperatura era gélida, pero ya no sentía tanto frío. Tenía que encender el barco, irrigar sus alas con fuego y activar el campo de protección para que les fuera medianamente posible navegar en medio de la nevada. Debía legarle su poder a la nave.

—Vamos, viejo amigo, podemos con un dragón, podremos con algo de nieve.

Las runas vinotinto de su magia abandonaron sus manos y se extendieron hacia la madera como tatuajes recién grabados. Al unísono, Charm activó cada una. Las marcas brillaron como brasas encendidas. El Fortuna se estremeció y removió la nieve que lo cubría. El calor de la magia de la marinera se extendió a través de cada tablón en el barco y, cuando ya estuvo lista, Charm comandó su orden:

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—¡Arriba!

Las poderosas alas de pluma blanca se batieron y de un solo impulso pusieron al Fortuna en los cielos. Con el mismo ímpetu, Charm conjuró el campo protector que frenó la nieve ante ellos. Volar siempre aliviaba su espíritu.

—Capitana, ante la ausencia de Ogre el día de hoy, yo seré su Maestro de Mapas. ¿Qué ruta seguiremos hoy?

—Lo que necesitamos en un pino, ¿no? —preguntó Brimaire. Charm asintió.

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La mayor de los Elementia sacó la mano por fuera del barandal y acarició el aire. Cerró los ojos y se concentró en sentir por encima de la furia del viento. De sus dedos se conjuraron decenas de hojas verdes que fueron dispersadas por la tormenta. Cada segundo eran más y más hojas, hasta que fueron suficientes como para cubrir la cúpula que entornaba el campo protector del Fortuna. Finalmente, el cúmulo de hojas se concentró hacia la derecha en forma de línea. Aún con los ojos cerrados, Brimaire bramó con seguridad:

—¡37 grados a estribor! Puedo verlo, encima de una montaña a unos 750 metros de altura. Llegaremos en tres minutos en esa dirección —Al abrir los ojos, comprobó que todos la miraban sorprendida—. ¿Qué? Siempre supe que tenía madera para dirigir un barco.

No hizo falta otra indicación de Brimaire. Al cruzar un campo de nubes, encontraron un alto pino de al menos seis metros de altura erguido en la cima de la montaña.

Sin chistar, Spyro y Apolo descendieron a cortar el tronco, pero Brimaire los detuvo.

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—¡Esperen! Así no es como se hace —La Elementia descendió del barco y se ubicó frente al pino. Con una mano acarició el tronco. De su piel se expelió un delicado brillo verde que se internó en las fibras del árbol—. ¿Me acompañarías por un par de días? Prometo cuidarte y traerte de vuelta al final.

Para sorpresa de todos, el pino vibró a su respuesta. Un temblor impresionante revolcó la montaña. Las raíces del árbol se desenroscaron del suelo y abandonaron la tierra como serpientes ágiles. Con un gesto, Brimaire les indicó que estaba listo. Cargaron el pino a la parte inferior del barco y retomaron su camino.

—Sigue la decoración, ¿alguna idea?

Esta vez fue Evergreen quien tomó la iniciativa.

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—¿Conoces la Cueva de Midas?

Charm dudó por un momento, pero recordó una vieja expedición en sus primeros años con Fortune Chaser. Sabía cómo llegar ahí.

—¿La cueva dorada de la frontera entre Capricornio y Acuario? —Evergreen asintió—. Puedo llevarnos hasta allá, pero solo un Maestro Minero de la mejor casta de Sagitario sería capaz de extraer algo de ahí.

Una mirada pícara se formó en el rostro de Evergreen.

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—En mis años mozos salí con un minero de Sagitario. Creo que aún recuerdo algunos de sus secretos.

La exclamación del grupo fue suficiente para convencer a Charm de impulsar el barco a toda potencia. Las alas del Fortuna se batían con fogonazos que descongelaban la nieve a su paso. Le tomó solo media hora llevarlos hasta la frontera y alcanzar la cueva. Por fortuna, era lo suficientemente amplia para que el barco, con todo y pino, cruzara sin problema. Se trataba de un lugar asombroso en donde, por rocas, todo estaba hecho de oro.

Evergreen se posó frente a ellos y tomó el Espejo de Minerva entre sus manos.

—No prometo darles diamantes, pero algo tendrá que salir. ¡Cadenas!

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De la superficie de su espejo, diez finas cadenas de oro fueron convocadas con la potencia de una bala. Cada una se disparó hacia la pared de oro y horadó la superficie, golpe a golpe. Los tripulantes tuvieron que apartar la vista ante el brillo que se liberó. Cuando el estropicio hubo terminado, giraron sus rostros para contemplar el botín.

Ante ellos, las cadenas habían extraído rubíes, zafiros y algunas perlas doradas que brillaban con viveza.

—Evergreen esto es…

—Belleza hechiza —constató ella—. No durarán más de una semana. Es lo que pasa cuando alguien externo al Gremio de los Mineros se atreve a extraer una joya preciosa de este lugar. En una semana, cada una se habrá convertido en carbón, me lo enseñó Frúgal, el hombre que les mencioné —concluyó con un suspiro reminiscente—. Pero será suficiente para que ganemos la competencia de la Navidad Pirata, ¿no es así?

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Charm sostuvo su mirada intrépida y sonrió. Con una emoción creciente, abandonaron la cueva y se situaron en lo alto de las nubes de nuevo.

—Bien, nos falta solo la estrella, ¿alguna idea de un objeto lo suficiente brillante para eso?

—¿Y qué tal una estrella de verdad? —sugirió Apolo.

Charm lo miró escéptica. El mago se acercó a ella, dubitativo, y le extendió su mano.

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—¿Me permite, Capitana?

La joven lo observó con duda, pero tomó la mano que le ofrecía. En seguida, el cuerpo del Cometa Solitario se llenó de luz, y con apenas un impulso los catapultó hacia los cielos como una bengala. Charm gritó y se aferró al cuerpo del mago a riesgo de caer al vacío ante la velocidad con la que ascendían. De la misma manera imprevista en la que se propulsó, Apolo frenó de repente.

—¡¿Cómo se te ocurre hacer algo así?! —reprochó Charm, con los ojos cerrados contra el hombro del mago.

—Capitana…

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—¡¿Estás loco?! No porque seas una estrella quiere decir que…

—Capitana, abra los ojos.

Charm se quedó en silencio. Con los párpados temblorosos, abrió los ojos poco a poco. No pudo creer el lugar en el que se encontraban. Flotando en una fina capa casi transparente, habían sobrepasado la estratosfera y acariciaban el espacio. Decenas de filamentos luminosos orbitaban a su alrededor en medio de la insondable oscuridad del universo. No lo podía creer.

Algunas estrellas menores se paseaban, suspendidas, por ahí, trozos de cometas en su mayoría, pero todas brillantes con singularidad.

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—Escoja una —le dijo Apolo.

Charm las observó perpleja. Sentía la energía mágica brillar en su estado más puro. Su mirada fue cautivada por una preciosa piedra que ofrecía destellos plateados y marfiles.

—Esa —señaló Charm. Apolo los desplazó con ligereza hasta ahí y Charm envolvió la estrella en sus manos. La luz la abrazó y llenó de fuerza su cuerpo. Jamás había tocado una estrella de esa manera. No tenía palabras para agradecerle al mago—. Apolo esto es…

—Lo que usted merece, Capitana.

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Los ojos de ambos se encontraron. El mago la miraba de una manera peculiar; podría incluso asegurar que con un brillo superior al de la estrella que sostenía en manos. No pudo evitar sonreír como respuesta.

Sin decir una palabra más, Apolo la remolcó de regreso al barco, en un viaje lento en el que ella se dedicó a apreciar la belleza del cielo y a sentir, por primera vez, un cosquilleó que se extendía en su espalda, justo en el lugar en donde el mago posaba sus dedos con firmeza para sostenerla.

Al volver al castillo de la Orden de Atenea la tormenta de nieve había cesado. Pusieron todo en su lugar. El pino fue situado en toda la entrada. Las gemas preciosas colgaron de cada una de las ramas y la estrella bajada por Apolo fue erguida en lo más alto. El árbol de Navidad parecía una obra de arte que los mantuvo a todos por varios minutos embelesados.

Mr. Máximin apareció de repente y se aclaró la garganta.

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—¡Ejem! Esta noche se me ha otorgado la importantísima tarea de ser el jurado de la Navidad Pirata. Obviando el hecho de que no tenemos otro competidor en esta competencia, declaro como ganadora la señorita Wounded Charm y su tripulación por su excelente trabajo en esta búsqueda del tesoro.

De su bata blanca, el Arcancri reveló un precioso trofeo de oro en forma de árbol de Navidad, idéntico a los obtenidos por su madre. Charm no podía creerlo.

—Pero… ¿cómo? —No tardó en darse cuenta que el material pertenecía al botín extraído en la Cueva de Midas—. Evergreen, ¿tú lo hiciste?

La líder de la Orden de Atenea le brindó una sonrisa maternal.

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—Aunque se convierta en carbón en una semana, espero que su recuerdo perdure. Feliz Navidad, mi querida Charm. Y con el coro enérgico propio de una tripulación, el resto de los integrantes de la Orden de Atenea completaron:

—¡Feliz Navidad!

Un secreto de hielo

Cinco días antes de Navidad, Arietis comenzó a sentirse enferma. De repente sus hechizos de fuego carecían de impulso. Sentía frío en todo momento sin importar cuántas capas de cobijas o abrigos se pusiera encima. Su temperatura corporal bajó muy por debajo de lo que una demonio de fuego debía estar para mantenerse con vida. La búsqueda de las Manecillas del Tiempo Absoluto había sido extenuante, pero esto parecía algo más que simple agotamiento. Renegó hasta que no tuvo más remedio que dejarse examinar por Brimaire.

—Tu corazón se está congelando —concluyó su hermana cuando terminó el escaneo de su cuerpo, con un gesto aterrorizado y las manos temblorosas.

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Al principio, Arietis pensó que se trataba de un chiste –solían decirle que era tan fría con sus pretendientes que su corazón debía estar hecho de hielo–, pero al corroborar que la mirada espantada de su hermana no cambiaba, supo que hablaba en serio.

—¿A qué te refieres? —preguntó con seriedad.

—Tienes el corazón lleno de esquirlas de hielo, y más de la mitad se ha congelado. Late lento, y la temperatura que ha empezado a reinar al interior de tu cuerpo apaga las llamas y no te permite conjurar ningún hechizo. Tenemos que consultar a Mr. Máximin enseguida.

Sin derecho a protestar, la joven Elementia fue arrastrada al interior de la gran biblioteca de la Orden en donde el sabio Arcancri las atendió con premura. Escuchó todo el diagnóstico de Brimaire, cuyas palabras ya rayaban el llanto, y se limitó a hacer solo dos preguntas junto a una que otra prueba para corroborar lo dicho por la mayor de los Elementia. Al final, se decidió a hablar, acomodando sus inmensos anteojos.

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—En efecto, se trata de un Síndrome del Corazón Congelado —Antes de que Brimaire se echara a llorar, el Arcancri continuó con su explicación—. El SCC, como lo llamaremos de ahora en adelante, es una afectación que viven los magos de fuego cuando se ven obligados a reprimir aquello que por lo general les da el combustible para encender su magia: sus sentimientos. Debes estar cohibiéndote, y de qué manera, de expresar o sentir algo, Arietis. Y sea lo que sea: no acabará bien.

—Tienes que decirle la verdad —La confrontó Malvinne una vez que salió disparada de la biblioteca con la intención de evitar el interrogatorio de su hermana y Mr. Máximin. Por supuesto, Malvinne, en forma de sombra, había escuchado toda la conversación.

—No es lo que te imaginas —dijo, y trató de zafarse apresurando el paso.

—Es el único motivo por el que puede estar pasando esto, Arietis —espetó la demonio. Sus ojos filudos se cruzaron con los de ella—. Odio ser quien te lo diga, pero tienes que confesárselo. Ustedes los humanos y sus emociones tienen formas extrañas de actuar… pero si algo he aprendido en este cuerpo, es que aquello que no se dice se pudre, y empieza a corromper todo por dentro.

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Los secretos pesan como el hielo. Y el que ella guardaba en su pecho comenzaba a punzarle la piel, con esquirlas heladas que no la dejaban respirar. Pronto empezó a sentirlas. Finas púas que la incomodaban al caminar, o que amenazaban con cercenarla cuando se recostaba. No era capaz de dormir ni tampoco de probar alimento, porque todo lo que comía se quedaba congelado. Pero la peor sensación era cuando lo veía a él en la Orden de Atenea: si se encontraba a Lazzio caminando por ahí, su corazón se agitaba y las esquirlas de hielo astilladas en su corazón chuzaban todos sus órganos tras cada latido.

El hielo crecía día tras día, hasta que al fin se hizo insoportable. Decidió entonces que le escribiría una carta. Pero al poner sus palabras sobre el papel, estas ardieron involuntariamente como si estuvieran escritas con gasolina en lugar de tinta. Pensó entonces que le hornearía unas galletas y con eso le revelaría sus sentimientos –porque, ¿las personas enamoradas hornean galletas para conquistar a los otros, no es así?–. Sin embargo, su fugaz paso por el camino de la pastelería terminó con la cocina incendiada y en su hermano Spyro conjurando nubes de lluvia para apagar el fuego. Rendida y desesperada, se decantó por la única posibilidad restante: tendría que decirlo, con palabras.

Practicó frente al espejo. Al principio, no era capaz de mirarse por más de cinco segundos en su reflejo con esas ideas en la mente. Al día siguiente, trató de balbucear, tímidamente, aquello que tanto le costaba, pero no tuvo éxito. Las palabras se quedaban congeladas en su garganta. En ese momento empezó a sentir que el hielo ya no solo habitaba su corazón, sino que reptaba por su pecho hasta entumecerle la garganta. Tenía que hacer algo.

El día de Navidad llegó finalmente, sin solución. Arietis sentía que no le alcanzaba el aire para respirar. Se abstuvo de hacer parte de la celebración y se mantuvo tan lejos de Lazzio como le fue posible. Cuando el reloj marcó las doce, se escabulló a la cocina por un poco de chocolate, derrotada y decidida a confinarse de nuevo en su alcoba.

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Al atravesar el portón a toda velocidad, no se fijó quién yacía junto al mesón, guardando las sobras de la cena. Chocó contra él con fuerza y por poco cae al suelo de no ser por la mano firme que la sostuvo.

Era él.

—Arietis… hola —dijo Lazzio, nervioso como no era habitual en él. Con un tirón la puso en pie a su lado. Su mirada la rehuía con cierta timidez. La joven Elementia se quedó pasmada ante sus ojos. Frente al silencio, el mago paso saliva con pesadez y se decidió a hablar—. Pensé… ya sabes, estos días… que me estabas evitando.

Al decirlo, su rostro se volcó por completo hacia ella, con una sonrisa de medio lado. Los ojos de Arietis se abrieron enormes. Eso era todo menos lo que quería que él sintiera. Intentó separar los labios, pero el frío había subido a su boca y le era imposible decir nada. El mago la observó, inquieto, hasta que comprobó que ella no respondería. Con una sonrisa triste, se alejó de su lado.

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—Bien, te dejaré sola. Disculpa si te molesté.

—Lazzio yo… —El mago se detuvo y giró su cabeza en el acto hacia ella. Sus miradas se encontraron, expectantes. El silencio era suyo, tan fuerte, que permitía oír el latido de sus corazones que galopaban a ritmo. Lazzio se giró por completo y se le quedó viendo. Arietis lo examinó con minucia. Examinó su rostro, sus ojos marrones, sus labios. La marca de Leo que llevaba grabada en la nuca, su cabello. Cada parte de él estaba grabada en su memoria a través de un recuerdo distinto en el que ella se sintió amada. No pensó más y se dejó llevar. Estiró una mano y cerró los dedos con los suyos. El mago tembló a su tacto. Arietis era una maga de fuego, pero estaba helada en ese momento. Por instinto, se atrevió a acariciar el pliegue de sus manos

—¿Sí, Arietis? —Sus ojos se llenaron de ilusión. Un magnetismo potente los empujaba a tenerse cerca y abrazarse, a encontrar de vuelta algo perdido.

—Yo… —De repente lo tenía de frente. Podía saborear su olor, aquel en el que durmió, recostada en su pecho, noches enteras—. Yo… —El mundo y las estrellas parecían hechas solo para ellos—. Yo… —Y parte del hielo en su corazón por fin se quebró—: Es que quiero decirte que yo… yo soy… —¡Carajo, cuanto le costaba hablar, decirle la verdad! Por más que lo intentara, por más que lo quisiera, sus palabras seguían congeladas en su garganta—. Lazzio, yo soy…

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En un movimiento intempestivo, Lazzio Silverlust la haló de la muñeca y la pegó a su pecho. Con ambos manos abrazó su cuerpo. El fuego de Arietis resurgió. El hombre acercó su boca a su oído y susurró:

—Si no estás lista para decirme lo que sea que estás guardando, no tienes que hacerlo. No me importa quién seas tú, porque sea como sea, lo que sé de ti me es suficiente para mantener vivo cada sentimiento que ya te he declarado. Sé que piensas que lo que siento por ti es liviano, pero hay algo que me ata a ti como a nadie en este mundo, Arietis. Bien sea como tu amigo, como tu compañero de batalla, o como lo que me permitas ser, mi corazón es tuyo y estaré a lado.

Del techo de piedra de la cocina, una pequeña ramilla tomó forma en el hechizo favorito de todo mago en Navidad: un muérdago. Los ojos de ambos saltaron del muérdago al otro.

Entonces, los labios de Lazzio presionaron su mejilla.

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Un tierno beso en la mejilla.

Un beso que le produjo el deshielo a su dolor inconfesado.

Solo un beso, que la curó.

—Feliz Navidad, Arietis.

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La joven Elementia se aferró a él con todas sus fuerzas para estar viva. Lloró sobre su hombro mientras él la consolaba, sin afanarse en preguntarle por qué. Había descongelado su corazón lágrima a lágrima. Y cuando ya no le quedaba hielo, sino solo fuego, por fin se atrevió a decir:

—Te quiero, Lazzio Silverlust. Por favor, no te apartes nunca de mi lado.

El mago sonrió, con los labios aprisionados contra el cabello de ella.

—Si es lo que deseas, no me iré de tu lado nunca, jamás. Ni en esta vida, ni en otras más.

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—Feliz Navidad, Lazzio.

Nota del autor:

Espero hayas disfrutado estas pequeñas historias que alimentan el universo de Zodiacci. Ojalá te permitas abrazar tu hogar de la forma en la que lo hizo Kyara, así ese hogar se encuentre en familiares o amigos. Tal como descubrió Charm, no importa qué pase en tu vida, siempre habrá motivos para sonreír. Y procura no llenar tu corazón de sentimientos sin confesar; porque aquello que no se dice se congela en nuestro pecho y puede marchitar hasta el alma más pura. No te guardes nunca una palabra de amor, te lo pide Arietis.

Por último, recuerda que basta con encender una sola llama de esperanza en medio de cualquier guerra para crear un momento de paz. Sé esa llama que necesita el mundo, que necesitas tú. Creo que las personas tenemos magia; creo en ti, en la fuerza de tu corazón. Así que no dejes de soñar y pedir con fuerza tus deseos hacia las estrellas.

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Feliz Navidad.

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