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'Recuerdos de mis primeros años', de Orlando Fals Borda

Estas memorias hacen parte de una antología de Orlando Fals Borda que realizó el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales y fue publicada en Siglo Veintiuno editores en el 2015. Aquí un fragmento de los recuerdos de Fals Borda cuando era un niño.

Orlando Fals Borda
El pensador Orlando Fals Borda.
Otras Inquisiciones.

Mis más tempranos recuerdos se sitúan en el gran edificio blanco de dos pisos, con bello jardín y amplio patio sombreado de cauchos y almendros, del internado para estudiantes del Colegio Americano, del que mis padres eran administradores. El internado estaba donde hoy se encuentra el Teatro Colón, en la esquina del callejón del Líbano y la calle del Sello, diagonal a la tienda “El Pacífico” de Cándida Álvarez, mi abuela paterna de origen momposino, que la atendía personalmente.

Son mis dos abuelas, Cándida (Chacha) y Anita (Micha) las que sobresalen para mí en esa primera época, más que mi madre, María Borda, a quien debo no obstante las posteriores influencias formativas de mi juventud. Debajo de las faldas de las dos abuelas recibí amante protección de la “penca” de mi duro padre Enrique Fals. Éste compensaba misericordioso las “limpias” con fabulosos libros de cuentos y biografías de héroes que publicaba la Editorial Sopena, como las de Viriato y los de la caída de Numancia, que todavía me impresionan.

La Chacha me embelesaba con los dulces de la tienda, en especial con las bolitas de tamarindo, y yo le retribuía ayudándole a repartir y empacar al detal los granos, las panelas y los quesos. La Micha, de la distinguida familia Angulo de Calamar, me enseñó el primer cántico, las líneas iniciales del pasodoble español “Valencia, tierra hermosa”, que yo tarareaba en público, inexplicablemente según ella, en las ocasiones más inesperadas.

A la Chacha también le debo conocer y manejar el autopiano y mi primera excursión en coche. Éste era un convertible Fiat larguísimo que ella le había comprado a su yerno italiano Vicente Carleo para que lo empleara en el transporte desde su finca lechera de Santo Tomás a Barranquilla por el polvoriento camino de Soledad a Palmar de Varela.

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No llegué a conocer a mi abuelo paterno, Alfredo Fals y Corona, comerciante de origen catalán que había emigrado a Barranquilla, pasando por Cuba, a principios del siglo, junto con su hermano Enrique, un empresario de toros y casinos, porque había muerto poco después de casarse con Chacha en Magangué.

Al abuelo materno, el ingeniero bogotano Carlos Borda Monroy, por sus perennes viajes de prospección de petróleo en la costa, no llegué a conocerlo sino en Barranquilla, poco antes de morir, cuando vivió con nosotros y con sus hijos “naturales”, mis tíos Rita y Toño, durante los últimos meses de su existencia. Lo recuerdo como un patriarca alto y serio que me pedía le llevara los periódicos todos los días. En cambio, sigue viva conmigo la imagen de mi bisabuela Cristina Machado, madre de la Chacha, nacida en Pijiño, cerca de Mompox, una anciana de origen chimila vestida de largo faldón de cumbia, que amasaba y costaba sobre bindes los mejores casabes de yuca del barrio.

Más que los alumnos internos del colegio, mis compañeros de juego eran los hijos de la cocinera negra principal, Estébana, con quienes me las pasaba jugando al trompo, bolitas, carreras y al burro, como cualquier otro niño costeño. No recuerdo de peleas. Aparte de mis cinco hermanos menores, otro grupo infantil lo constituía con mis primos Anaya Angulo, hijos de la tía Toña, hermana de la Micha, y de su esposo el señor Ramoncito, a quien llegué a admirar por su serenidad que, curiosamente, se reflejaba para mí en sus lentes de aro. Más tarde, de uno de los Anaya, Benjamín (Mincho), recibí la revelación de la música moderna que tanto me ha atraído desde entonces, con unos discos viejos de Wagner y de la sinfonía de Frank que escuchábamos en su victrola.

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Pero el clímax de la emoción venía con las temporadas que pasábamos en la casa del colegio, a la orilla del mar y al borde de las carrileras del tren, en Salgar, a pocos kilómetros de Puerto Colombia. Allí aprendí a nadar y a no tenerles miedo al agua y al sol, a aguantar el jején de las tardes y la picazón del aguamala.

Recuerdo en especial a un niño pescador mayor que yo, con quien me la pasaba jugando en el mar y haciendo excursiones al cercano castillo (las ruinas del edificio de la aduana) por un empinado camino lleno de pringamozas. Él fue una de las primeras personas distintas de mi familia a quien llegué a querer. Quizás premonitorio de las relaciones con gente humilde de mi tierra y de los Andes que fui desarrollando a lo largo de mi carrera profesional.

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De pautas represivas de conducta, aparte del “fuete” de mi padre, recuerdo los cuentos de las abuelas sobre aparatos nocturnos, como el jinete sin cabeza que nos obligaba a acostarnos temprano, como ocurrió cuando viajamos con toda la familia en vacaciones a Riofrío, al pie de la Sierra Nevada de Santa Marta.

De resto, mi tío Carlos Borda Angulo, a quien quise mucho, me llevaba al cine al Teatro Rex, donde vimos juntos al furibundo King Kong; e iba con los alumnos internos todos los domingos a la Escuela Dominical de la iglesia presbiteriana de la calle Sello. Allí aprendí a cantar con los himnos congregacionales, algunos de buena inspiración musical por haber sido compuestos por genios como Haydn. Más tarde, ya adolescente, llegaría a ser superintendente de dicha Escuela y a intentar allí algunas innovaciones organizativas, como competencia entre grupos de fieles, que no fueron del total agrado del pastor, don Manuel Escorcia.
No obstante, del reverendo Escorcia recuerdo su hospitalidad por el uso de la mesa de ping-pong y por la victrola, con la que me extasiaba oyendo el Miserere de El Trovador de Verdi. Después me alié con el joven violinista Luis Biava, a quien admiraba mucho (y después más como director de la Orquesta Sinfónica Nacional), para que animara los cultos.

Me hice amigo del joven misionero Darrell Parker, poseedor de una bella voz de tenor y director del coro, al que ingresé con gusto. Allí interpretábamos piezas corales excelentes, como las deVictoria y Palestrina, que no se estudiaban ni en el conservatorio.

Cuando regresé de Estados Unidos, yo mismo dirigí el coro de esta iglesia y después de Bogotá, cuando me atreví a interpretar, por primera vez en Colombia, una cantata de Bach: el Oratorio de Navidad; se hizo con éxito gracias al apoyo del genial organista Alvin Schutmaat (la viuda de Alvin, Paulina, fundó hace poco la Orquesta Filarmónica de Barranquilla, y me hizo el honor de interpretar una composición mía para violín, parte de un oratorio que compuse no sé cómo, en una de aquellas ocasiones sagradas).

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Es mucho, pues, lo que mi musicalidad debe a la Iglesia, en lo que puede ser una segunda dimensión de mi persona, tanto o más satisfactoria que la científica; en realidad pienso que la una me ha ayudado con la otra, si analizamos las estructuras multivocales de algunas de mis obras, que algunos críticos han llamado estereofónicas.

En general, guardo de mis primeros años una sensación de alegre fluidez y amplios horizontes con mucha tolerancia. A ello también contribuyeron las actividades de mis padres: Enrique, dedicado a la enseñanza y al periodismo, en lo que hizo una carrera extraordinaria (aspiró una vez a secretario de Educación del departamento del Atlántico); y María, quien fue fundadora de la Campaña Nacional contra el Cáncer y pionera de programas de radio en Barranquilla sobre cuestiones sociales y culturales, además de escritora de obras teatrales. Recuerdo una que escribió con el título de Naamán el sirio, basada en una historia bíblica, que se representó en el comedor del internado con alumnos y alumnas del Colegio Americano, todos ataviados de manera espeluznante, a la manera oriental. Crecí, pues, entre libros y cuadernos, discos, dramas y conciertos, lo cual no deja de explicar mi posterior inclinación intelectual.

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