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Ramiro Sanchiz: la ciencia ficción y el piano

El escritor uruguayo Ramiro Sanchiz se ha consolidado entre los mejores exponentes de la ciencia ficción latinoamericana, conversamos con él sobre ese género, sobre la música y su trabajo con las letras.

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Ramiro Sanchiz nació en Montevideo. Estudió literatura y filosofía y fue intermitentemente librero.
Cortesía

Con la aparición de Un pianista de provincias, el escritor uruguayo Ramiro Sanchiz se ha consolidado entre los mejores exponentes de la ciencia ficción latinoamericana. Esta novela transcurre en un futuro distópico con un trasfondo agudo sobre el medio ambiente: la naturaleza, quizás cansada de tanto plástico que le arrojan, termina asimilando esos desechos y ahora se extiende por todo el planeta una masa, mitad vegetal y mitad plástica, a la que llaman la maraña.

En ese escenario demencial, un pianista y su manager van viajando de pueblo en pueblo, ofreciendo recitales de música clásica en pequeños salones. Esa trama le permite a Sanchiz involucrar en su prosa la música, en particular el repertorio para piano. Y una obra aparece mencionada constantemente, como una obsesión: las Variaciones Goldberg de Johann Sebastian Bach.

Pero además, Un pianista de provincias presenta una vez más al personaje de Federico Stahl, que ya ha aparecido (de otras maneras) en sus libros anteriores. Se trata de un experimento en marcha, que sus lectores han seguido con mucho interés: en palabras de Sanchiz, todo hace parte de “una macronovela que narra las diversas alternativas en la historia personal de su protagonista”. Lo cierto es que, en esta encarnación, el protagonista se gana la vida tocando el piano.

 Ramiro Sanchiz visitó Bogotá y conversé con él acerca de este recurso narrativo, del género de la ciencia ficción y, por supuesto, de la música.

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 Quiero empezar preguntándote por Federico Stahl, el protagonista, porque es el mismo personaje de todas tus novelas, pero en cada libro tiene una vida diferente. ¿Por qué decidiste hacerlo pianista en esta historia?

En las primeras versiones, Federico Stahl era un vehículo para que yo contara cosas autobiográficas. En los primeros cuentos, por ejemplo, estaba muy presente mi experiencia como guitarrista. Resulta que entre 2004 y 2006 mi banda se movió bastante: tocamos por todo Uruguay, queríamos ser una mezcla de David Bowie con Smashing Pumpkins. No nos salía nada de eso pero, bueno, fue un momento de mucha efervescencia del rock uruguayo, y muchas de esas experiencias fueron a parar a la primera novela. Después vinieron otros libros con Federico y otras vidas posibles, por decirlo así: historiador de la aviación, drag queen, muchas cosas. Pero quería tener un Federico pianista, en parte, por una fascinación de toda una vida con las Variaciones Goldberg de Bach. Y me gustó esa idea del pianista itinerante en un mundo post apocalíptico.

 Como escritor, ¿cómo haces para que se sienta que es el mismo personaje, y no distintos personajes con el mismo nombre?

Siempre habrá una tensión entre las dos posibilidades. En esencia, es la misma persona que tomó distintas decisiones. ¿Cómo se resuelve? Con una apelación a determinadas experiencias de infancia que son comunes a todos esos posibles Federicos. Esa vida de los años ochenta, la música, los videojuegos, las series de televisión, todo eso es como un sustrato de identidad de donde todos los Federicos abrevan. Son como variaciones: tengo esta historia, esta línea básica, y le voy cambiando cosas.

 La novela tiene una ecología muy propia. Todo el tiempo está presente algo llamado la maraña, una mezcla de plástico y vegetal que lo devora todo. Me recordó el océano de la novela Solaris de Stanislaw Lem, que más que océano era un ser vivo enorme.

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Yo soy un super lector de Lem. Y Solaris me parece una de las grandes obras del siglo XX: esa idea del océano como una otredad absoluta. Y la ciencia, que en la novela quizá está más presente que en la película de Tarkovski, la ciencia que intenta dar cuenta del océano y fracasa todo el tiempo. Me gustaba la idea de algo que está más allá del entendimiento humano, una especie de “cosa-identidad”. Entonces la pregunta era cómo hacer eso, pero sin caer en el monstruo con tentáculos o con miles de ojos. Y dije: ¿Qué tal si no es un monstruo, si es una cosa que se reproduce, como una especie de virus? Así nació el escenario de la novela. Faltaba el personaje, quién iba a recorrer ese mundo, porque yo quería que fuera algo de carretera, y muy musical. Entonces, bueno, surgió un pianista.

 Un pianista de provincias, además.

Exacto, porque en ese momento ya no hay más que provincias. En un mundo globalizado hay metrópolis y periferia, pero imagínate un mundo donde ya no haya esas subdivisiones.

 ¿Tuvo algo que ver la pandemia en esa inspiración para la novela?

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En muchos sentidos. En el sentido más inmediato, la escribí en 2020, que era un momento peculiar para ponerse a escribir. En Uruguay no sufrimos tanto en términos de aislamiento, porque teníamos, qué se yo, veinte casos diarios. Luego se disparó, pero ese máximo de contagio se matizó porque llegaron las vacunas. Pero lo que yo notaba más era la incertidumbre, los futuros perdidos. ¿Cuántos teníamos planes para el 2020? Y no pasó. Y otra cosa que notaba eran las teorías conspirativas. Entonces, para la maraña, imaginé que no había un discurso consensuado científico, que todos estaban arrojados a una especulación salvaje. Por eso casi todos los personajes tienen su teoría de qué es la maraña, de qué pasó, y el lector se queda sin saber.

 Federico Stahl y su manager se van adentrando en la selva, una selva que describes como prehistórica y de troncos carnosos, y no pude evitar pensar en tu coterráneo, Horacio Quiroga, quien hizo de la selva el escenario de muchos de sus relatos.

Horacio Quiroga es alguien inevitable, está en el ADN de los lectores uruguayos. Desde la escuela primaria está muy presente, y él tiene todos estos cuentos de Misiones, de esa selva allá. Pero también me interesaba La Vorágine. En estos días caí en cuenta que yo la había leído, y me había impresionado muchísimo. Siempre recordé el final: se los tragó la selva. Pero lo que yo había leído era una versión abreviada ¡Yo pensaba que La Vorágine era un cuento corto! Porque era parte de una colección para estudiantes que había allá, muy barata, de tomos chiquitos… Bueno, ahora caigo en cuenta que no leí La Vorágine (risas). Pero toda esa idea de internarse en un paisaje que te va devorando, ese fue mi primer plan para la novela.

 Hablemos de música. La obra más mencionada a lo largo de la novela es el ciclo de las Variaciones Goldberg de Bach. Me llama la atención que eres guitarrista pero eliges una obra escrita para clavecín, que se adapta al piano.

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Yo soy guitarrista de atrevido, porque nunca tomé estudios formales, pero con el tiempo me fui interesando en aprender un poco de armonía. Mi amor por la música va mucho más allá de lo que yo puedo tocar. Allá por 2002 yo estaba en la universidad, estudiaba literatura, y mi proyecto era convertirme en un académico especializado en Marcel Proust. Y tuve la enorme fortuna de coincidir con una profesora que me enseñó sobre la influencia de la música en Proust. En algún momento ella planteó la idea de que Proust había estructurado sus siete tomos, su obra, como variaciones. Me dijo: “las Variaciones Goldberg son un referente” y yo pensé: “no tengo la más pálida idea de qué es eso”. Entonces me fui a una disquería y el vendedor me sacó la versión tocada en clavecín por Keith Jarrett. Una versión muy linda. Y a partir de ahí me fascinó. Seguí leyendo sobre Bach, en particular el libro de Douglas Hofstadter, y entré en una locura. Es una obra a la que vuelvo siempre, es fascinante.

 Federico Stahl es obligado a tocar lo que tú llamas los “clásicos pop”: Para Elisa de Beethoven y la Marcha turca de Mozart. ¿Por qué piensas que existen unos clásicos que se vuelven masivos?

Hay una serie de factores. En Estados Unidos, en los años 50, la radio acercó muchas piezas del repertorio especializado al gran público. Pero incluso antes de eso, a mucha gente de niña se le enseñaba piano, era parte de la educación. Yo mismo estudié hasta cierto punto, me mandaba mi abuela, y ahí aprendí Para Elisa. También puede haber cosas intrínsecas sobre ciertas melodías brillantes y memorables: el cuarto movimiento de la novena sinfonía de Beethoven… Y después las cosas que usa el cine: un día estaba yo escuchando el Concierto para piano No. 21 de Mozart y me dice mi padre: “¡Eso es de la película Elvira Madigan!”. El cine logró eso, que muchos clásicos sean instantáneamente reconocidos.

 Revisemos la discografía de Federico. Primero graba un disco de Chopin y Liszt, luego su segundo álbum coniene las Suites francesas de Bach. Hasta ahí tenemos un patrón muy claro, pero el trecer álbum está dedicado a Scriabin, eso es más raro…

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Me interesaba cierta pretensión de genio de Federico. Quería que eso lo llevara a meterse en esa línea de piezas para piano que cada vez se van volviendo más complejas. Y Scriabin, bueno, estaba loco, tenía esta obra que él suponía que iba a canalizar energías espirituales. Y me gustaba la idea de que Federico va a una provincia, tiene que tocar la Marcha turca, pero se las arregla para citar obras más esotéricas. Porque en los “clásicos pop” tenés toda una zona amable con el escucha, pero luego todos tenemos inmensos baches. Yo, por ejemplo, soy un ignorante en cuanto a ópera. Y más adelante tenés todas estas obras que son más raras: todas las vanguardias, el dodecafonismo, el serialismo. Me gustaba que Federico tuviera la obligación comercial pero se las arreglara para meter a Schönberg. En la novela eso se refleja en la carrera discográfica que él tiene. Yo sabía que él iba a fracasar con las Variaciones Goldberg, porque él sostiene que no las sabe tocar, pero quería que hubiera una presencia del barroco, del romanticismo y algo de vanguardia.

 Especulemos un poco con la carrera del pianista. Si no hubiera llegado la maraña, si su carrera hubiera continuado, ¿cuál hubiera sido su siguiente grabación?

A lo mejor iba a tocar el Concierto para piano y orquesta No. 2 de Rachmaninov. Iba a tender a ese despliegue. A lo mejor iba a ser el Martha Argerich de su generación, pero la cuestión es que se corta esa discografía, ¿no? Pero creo que igual el libro tiene otra discografía implícita, porque también habla mucho del rock. Pero, para complicar la historia del rock, inventé que David Bowie se moría antes de hacer el disco Let’s Dance. En la ciencia ficción vos tenés ese concepto de la historia alternativa.

 Una de las imágenes más poderosas es la de un piano viejo que está carcomido por la maraña. Sin embargo, en todo este apocalipsis que plantea tu novela, la música se salva. ¿Por qué? ¿Qué tiene la música que podría sobrevivir a una hecatombe?

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Justo estaba leyendo un libro acerca de cómo pensar los mundos posibles. Y en uno de los ensayos hablaba de la evolución del lenguaje, de cómo en algún momento la ciencia dijo: “no vamos a saber esto, porque es imposible, no hay fósiles que te digan cómo hablábamos”. Pero más recientemente, con otras técnicas, se vuelve a plantear que se puede estudiar eso. Y resulta que la música y el lenguaje tienen en principio una base común y luego se separan. El primer lenguaje pudo ser la música. Entonces nosotros hablamos, expresamos, nos pensamos a nosotros mismos con la música. La música nos construye. En mi adolescencia la identidad consistía en saber si tú eras hincha de Guns N’ Roses o de Nirvana. Mi madre, cuando hablaba de los Beatles, siempre decía que su favorito era George. En el fondo quizá estamos hablando con música. Por eso me parece que si hay una catástrofe, o no sé qué proceso evolutivo que nos haga prescindir del lenguaje, no hay nada que pueda acabar con la música. No hay pandemia que pueda con eso. Excepto la extinción, pero yo no quería narrar la extinción.

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