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Lea un fragmento de "Meridiano de sangre", de Cormac McCarthy

Publicada en 1985 por Random House, "Meridiano de sangre" fue la quinta novela de McCarthy. La novela narra la historia de un joven fugitivo (el único nombre que se le da es "el chaval") que se une a la banda de Glanton, un grupo histórico de mercenarios que fue contratado por el gobernador de Chihuahua para masacrar indígenas en la frontera entre Estados Unidos y México entre 1849 y 1850.

Meridiano de sangre
"Meridiano de sangre" es considerada por los críticos como una de las novelas estadounidenses más influyentes de la segunda mitad del siglo XX. En una encuesta para críticos y escritores realizada por 'The New York Times' en 2006, la novela fue elegida entre las cinco más importantes de los 25 años anteriores.

El pasado 13 de junio John McCarthy dijo que su padre murió por causas naturales en su domicilio de Santa Fe (Nuevo México) , en unas declaraciones publicadas por la periodista Alexandra Alter del The New York Times. Cormac McCarthy vivió sus últimos años en Tesuque, al norte de Santa Fe, con su esposa Jennifer Winkley y su hijo John. Protegió celosamente su intimidad y raramente concedió entrevistas. En una de las pocas que ha concedido (al New York Times ), McCarthy fue descrito como un gregario solitario , revelando que no simpatiza con autores que no "tratan las cuestiones de la vida y la muerte", citando a Henry James y Marcel Proust como ejemplos. «No los entiendo ―ha declarado―. En mi opinión, eso no es literatura".

A continuación el inicio de su novela Meridiano de sangre:

He aquí el niño. Es pálido y flaco, lleva una camisa de hilo fina y ajada. Aviva la lumbre en la recocina. Afuera hay campos oscuros roturados y con jirones de nieve y al fondo bosques más oscuros aún donde moran todavía los últimos lobos. Viene de familia de poceros y talladores de madera, pero en realidad su padre ha sido maestro. La bebida le puede, cita a poetas cuyos nombres se han perdido para siempre. El niño le observa acuclillado junto al fuego.

La noche de tu nacimiento. Año treinta y tres. Leónidas, las llamaban. Ah, qué de estrellas caían. Yo buscaba lo negro, agujeros en el firmamento. La Osa Mayor embestía.

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La madre muerta hace catorce años ha incubado en su seno la criatura que la llevará a la tumba. El padre jamás pronuncia su nombre, el niño no sabe cuál es. En alguna parte tiene una hermana a la que no volverá a ver. Pálido y sucio, observa. No sabe leer ni escribir y ya alimenta una inclinación a la violencia ciega. Toda la historia presente en ese semblante, el niño el padre del hombre.

A los catorce se va de casa. Ve por última vez la cabaña y la siempre helada cocina en la oscuridad previa al albor. La leña, las palanganas. Errando hacia el este llega a Menfis, emigrante solitario en el llano paisaje pastoril. Negros en los campos, flacos y encorvados, los dedos como arañas entre las vainas de algodón. Una agonía de sombras en el huerto. Contra el declinar del sol siluetas que se mueven en el lentísimo crepúsculo frente a un horizonte como de papel. Un oscuro labriego solitario persiguiendo mulo y grada hacia la noche en la hoyada batida por la lluvia.

Pasa un año y está en San Luis. Encuentra pasaje a bordo de una chalana que se dirige a Nueva Orleans. Cuarenta y dos días en el río. Por la noche los vapores suenan sus sirenas y surcan lentamente las negras aguas iluminados como ciudades a la deriva. Desguazan la balsa y venden toda la madera y el niño pasea por las calles y oye lenguas que jamás había oído. Vive en una habitación que da a un patio detrás de una taberna y por las noches baja como los ogros de cuento de hadas para batirse con los marinos. No es fornido pero tiene las muñecas grandes, las manos grandes. La espalda estrecha. La cara de niño permanece curiosamente intacta tras de las cicatrices, los ojos de una extraña inocencia. Pelean a puñetazos, a patadas, a botellazos o a cuchillo. Todas las razas, todas las castas. Hombres cuyo hablar suena a gruñido de simio. Hombres de tierras tan remotas y misteriosas que viéndolos a sus pies desangrarse en el fango siente que es el género humano el que ha sido vengado.

Cierta noche un contramaestre maltés le dispara por la espalda con un pistolete. Al volverse para darle su merecido recibe otra bala debajo del corazón. El maltés huye y el niño se apoya en la barra con la sangre chorreándole de la camisa. Los demás evitan mirarle. Al rato se sienta en el suelo.

Pasa dos semanas acostado en un catre en el cuarto de arriba atendido por la esposa del tabernero, que le sube la comida, se lleva sus lavazas. Una mujer de expresión adusta y un cuerpo nervudo como de hombre. Repuesto al fin, no le queda ya dinero con que pagar a la mujer y por la noche huye y duerme en la ribera hasta que encuentra un barco que le acepta a bordo. El barco va a Tejas.

Solo ahora se ha despojado completamente el niño de todo lo que ha sido. Sus orígenes son ya tan remotos como remoto es su destino y nunca más, por más vueltas que dé el mundo, encontrará territorios tan agrestes y bárbaros donde probar si la materia de la creación puede amoldarse a la voluntad humana o si el corazón no es más que arcilla de otra clase. Los pasajeros son gente remisa. Ponen rejas a sus miradas y nadie pregunta a nadie qué le ha traído por aquí. Duerme en cubierta, un peregrino más. Mira cómo sube y baja la orilla borrosa. Aves marinas grises mirando embobadas. Bandadas de pelícanos hacia la costa sobre el oleaje gris.

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Desembarcan en una batea, colonos con sus enseres, todos con la vista clavada en el litoral bajo, la caleta de arena y pinos esmirriados que parecen nadar en el aire turbio.

Recorre las callejuelas del puerto. El aire huele a sal y a madera recién aserrada. De noche las putas le llaman como almas en pena desde la oscuridad. Una semana después toma de nuevo el portante, en el monedero unos cuantos dólares que ha ganado, recorriendo los caminos arenosos de la noche sureña, a solas y con los puños apretados en los bolsillos de su chaqueta barata de algodón. Calzadas terraplenadas a través de los pantanos. Colonias de garcetas, blancas como cirios entre el musgo. El viento desapacible hace correr las hojas por la cuneta y las empuja hacia los campos oscuros. Pasa por pequeñas poblaciones y granjas rumbo al norte, trabaja a cambio de jornal y cubierto. Ve a un parricida ahorcado en un villorrio y los amigos del muerto se precipitan para tirarle de las piernas y el hombre pende de su soga mientras la orina le oscurece el pantalón.

Trabaja en un aserradero, trabaja en un lazareto para diftéricos. De un granjero recibe como paga un mulo viejo y a lomos de dicho animal en la primavera del año 1849 llega a la ciudad de Nacogdoches después de remontar la efímera república de Fredonia.

El reverendo Green había estado actuando diariamente con lleno total mientras la lluvia no había dejado de caer y la lluvia no dejaba de caer desde hacía dos semanas. Cuando el chaval entró en la desastrada tienda de lona solamente quedaban un par de localidades, de pie, al fondo de la misma y la fetidez a cuerpos mojados y no bañados era tal que los mismos espectadores salían de vez en cuando a tomar un poco de aire fresco hasta que el aguacero los obligaba a entrar otra vez. Se puso al lado de otros como él junto a la pared del fondo. Lo único que podría haberle distinguido de los demás era que él no iba armado.

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Vecinos, estaba diciendo el reverendo, aquel hombre era incapaz de alejarse de ese agujero infernal, de ese tártaro que tenemos en Nacogdoches. Y yo le dije, digo: ¿Piensas arrastrar contigo al hijo de Dios? Y él dice: No. Ni pensarlo. Y entonces le digo: ¿No sabes que Él dijo te seguiré a todas partes, hasta el final del camino?

Si yo no le pido a nadie que haga nada, me responde. Y yo le digo: Vecino, eso no hace falta pedirlo. Él estará allí contigo a cada paso tanto si lo pides como si no. Digo: Vecino, no podrás deshacerte de él. Bien.

¿Piensas arrastrarlo contigo, nada menos que a Él, hasta ese infierno de ciudad?

¿Habías visto llover tanto alguna vez?

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El chaval estaba observando al reverendo y se volvió hacia el hombre que acababa de hablar. Lucía largos bigotes a la manera de los carreteros y llevaba un sombrero de ala ancha y copa chata. Era ligeramente estrábico y miraba ansiosamente al chaval como si le interesara su opinión acerca de la lluvia.

Yo acabo de llegar, dijo el chaval. Pues esto le gana a todo lo que yo he visto.

El chaval asintió de una cabezada. Un tipo descomunal vestido con un gabán de lona encerada acababa de entrar en la tienda y se quitó el sombrero. Era calvo como un huevo y no tenía rastro de barba ni tampoco cejas ni sus ojos pestañas. Medía casi dos metros de estatura y tenía un puro en la boca aun estando en aquella casa de Dios itinerante y pareció que se había quitado el sombrero únicamente para sacudir la lluvia, pues se lo volvió a poner.

El reverendo había interrumpido su sermón. En la tienda no se oía una mosca. Todos miraban al hombre. Se ajustó el sombrero, se abrió paso hasta el púlpito de madera de embalaje donde estaba el reverendo y una vez allí se dio la vuelta para dirigir la palabra a los fieles. Su rostro era sereno y extrañamente infantil. Tenía las manos pequeñas.

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Señoras y señores, creo mi deber informarles de que el hombre que dirige esta reunión es un impostor. Ninguna institución reconocida o improvisada le ha facilitado diploma alguno de teología. Carece de la más mínima capacidad para ejercer el cargo que ha usurpado y tan solo ha aprendido de memoria algunos pasajes de la Biblia a fin de dar a sus fraudulentos sermones un deje de la piedad que él menosprecia. A decir verdad, el caballero aquí presente que se hace pasar por ministro del Señor no solo es completamente analfabeto sino que se le busca en los estados de Tennessee, Kentucky, Misisipí y Arkansas.

Oh Dios, exclamó el reverendo. Mentiras, ¡mentiras! Se puso a leer febrilmente de la biblia abierta ante él.

Requerido por diversos cargos, el más reciente de los cuales tuvo que ver con una niña de once años (y he dicho once) que se había confiado a él y con la cual fue sorprendido en el momento de violarla llevando él puesta la librea de su fe.

Un clamor recorrió a los concurrentes. Una señora cayó de rodillas.

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Es él, gritó el reverendo, sollozando. Él en persona. El diablo. Aquí lo tenéis.

Hay que ahorcar a ese mierda, gritó un patán repulsivo desde el paraíso. Y tres semanas antes había sido expulsado de Fort Smith (Arkansas) por ayuntamiento carnal con un macho cabrío. Sí señora, ha oído usted bien.

Macho cabrío.

Que me aspen si no mato ahora mismo a ese hijo de perra, dijo un hombre poniéndose en pie al fondo de la tienda, y sacando una pistola de su bota apuntó e hizo fuego.

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El joven carretero extrajo rápidamente un cuchillo de sus ropas y rajó un pedazo de tienda y salió a la lluvia. El chaval se fue detrás. Corrieron por el fango agachando la cabeza en dirección al hotel. El tiroteo era ya generalizado dentro de la tienda y la gente había abierto una docena de salidas en la lona y empezaba a salir, las mujeres chillando, todo el mundo tropezándose y atascándose en un mar de barro. El chaval y su amigo alcanzaron el porche del hotel y se enjugaron el agua de los ojos y se volvieron para mirar. En ese mismo momento la tienda de lona empezó a combarse y oscilar y cual enorme medusa herida se desinfló lentamente en el suelo cubriendo este de faldones rajados y de cuerdas podridas.

El calvo estaba ya en la barra cuando entraron. Sobre la madera encerada había dos sombreros y un doble puñado de monedas. Alzó el vaso pero no a la salud de ellos. Se acercaron a la barra y pidieron sendos whiskies y el chaval puso dinero sobre el mostrador pero el cantinero lo retiró con el dedo pulgar y meneó la cabeza.

Esta ronda va a cuenta del juez, dijo.

Bebieron. El carretero dejó su vaso y miró al chaval o pareció que lo hacía, de su mirada no podías estar seguro. El chaval se inclinó para mirar hacia donde estaba el juez al fondo de la barra. Tan alta era la barra que no todo el mundo podía apoyar los codos encima pero al juez le llegaba a la cintura y ahora tenía las palmas apoyadas en la madera, ligeramente inclinado, como si se dispusiera a largar otro discurso. En ese momento empezaron a entrar los hombres, ensangrentados, cubiertos de barro, maldiciendo. Rodearon al juez. Estaban organizando una partida para dar caza al predicador.

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